Domingo, 11 de diciembre de 2011 | Hoy
ARTE > LAS NATURALEZAS ARTIFICIALES DE ELIANA HEREDIA
Las obras de Eliana Heredia suelen contener paisajes fabulosos y exuberantes construidos con objetos tremendamente domésticos: tormentas nubosas hechas con bolsas y vasos de plástico, selvas frondosas con pedazos de colchones, cascadas de papel e incendios de piedras y carbón. Ahora, en su Brigitte y el brillo del desierto, esas catástrofes naturales se derraman sobre el mundo como un desierto de caramelo que se irá desintegrando con los días, para hablar del desastre en el mundo y del modo del arte para exponerlo.
Por Lucrecia Palacios
Quizá se acuerden de Eliana Heredia. Hace unos tres años, en el ArteBA de 2008, pergeñó un enorme paisaje marino con virulana, la gomaespuma que obtuvo de destripar un colchón y un poco de cerámica. Las corrientes submarinas eran blisters de aspirinas. Heredia las ordenó formando líneas sinuosas sobre el piso y las colgó del techo para que hagan de burbujas. Era un grupo escultórico de fantasía, como un trabajo hecho por los chicos a la hora de la siesta, solucionando caracolas y corales con lo que encontraron en la casa.
Tal vez, un año antes, mientras caminaban por la calle Florida se detuvieron en la vidriera del Cceba, atraídos por unas gigantescas flores y plantas. Parecía que iban a romper el vidrio para derramarse sobre la peatonal y, en el peor de los casos, cabía la posibilidad de que se pusiesen a perseguir humanos. Con ellas, Heredia continuaba trabajando las naturalezas desmesuradas y amenazantes que había presentado ya en algunas exhibiciones. Paisajes selváticos construidos con residuos industriales que, inquietantes y atractivos, recreaban un escenario de catástrofe.
Si no recuerdan esas muestras, difícilmente hayan tenido oportunidad de ver las más recientes. Hace tres años Heredia se fue a Berlín, donde vive desde entonces. Sus últimos trabajos no fueron exhibidos aquí, aunque en 2010 pasó por Buenos Aires e instaló en las escaleras de la galería 713 Artificio en piel, una cascada de papeles embebidos en perfumes y productos de limpieza que se adherían a la pared como una enredadera y emanaban un aroma entre tóxico y sensual.
Y si bien el paisaje y la naturaleza seguían allí, Artificio en piel era muy diferente de sus otras obras: no había sido construida a través de la talla y la pintura, sino a través de la acumulación y la repetición de un elemento. Naufragio, que Heredia basó en las grandes telas de Turner en donde un mar embravecido juega con los barquitos como gato con su presa, se presentó en Roma a principios de este año e insistía sobre esta operación: era una nube oscura hecha con bolsas llenas con agua que pendían amenazantes sobre hileras de vasitos de plástico.
A medida que se corría del quehacer escultórico, las formas fantasiosas dejaron de ocultar los materiales y se hizo evidente que Heredia trabajaba con cosas que había sacado de su casa: colchones, líquidos de limpieza, copitas de cumpleaños, bolsas de residuos. Que esos objetos de todos los días se transformasen en escenas siniestras, entre familiares y desconocidas, daba cuenta de un hogar que, lejos de ofrecer protección y cobijo, está minado de amenazas.
En esto Heredia no estaba sola. La representación de habitaciones destruidas, explosiones inexplicables, cuartos revolucionados por fuerzas indómitas o arquitecturas al borde del derrumbe no son extrañas en artistas de su generación. Basta pensar en los accidentes domésticos que pueblan los videos de Eugenia Calvo o en la obra Jardín de invierno, de Verónica Gómez, en la que en una sala llena de hojarasca, como si hubiese sufrido décadas de abandono, se levanta una carpa que puede servir de mejor refugio, o también en la casita atacada por monos que presentó Provisorio y Permanente hace unos años.
Los ejemplos son muchos. Sabotaje. Reflexiones en torno al espacio doméstico enajenado, una exposición que se presentó este año en el Macro de Rosario, agrupaba varias obras en las que las viviendas se mostraban como espacios de conflicto o desorden. Jimena Ferreiro Pella, curadora de la muestra, detectaba en ellos la equivalencia entre casa e intemperie, y relevaba obras en las que lo maravilloso e irreal se convierten en advertencia. Aunque nunca de manera explícita, en muchas sobrevolaban como fantasmas temas que se leen en los diarios, como la inseguridad, la redefinición de la privacidad y la violencia doméstica. O, como en el caso de Heredia, la aceleración del consumo y el desastre ecológico.
En la muestra que presenta actualmente en 713, la referencia doméstica desapareció. Según los planes, debía haber tres piezas en la exhibición. Pero algo salió mal y a una la derritieron el calor y la humedad antes de lo previsto. Era un mural pintado con caramelo que, en vez de descender lentamente por la pared dejando un rastro cobrizo y brillante a su paso, se escurrió líquido y veloz sobre el piso. Un percance que, bien pensado, hasta podría capitalizarse como parte central de un trabajo que cita al Barroco y trata sobre la fugacidad del instante y el paso del tiempo.
A un ritmo más lento, la mezcla de agua y azúcar irá también fundiéndose en la pieza central de la exposición: apilamientos de caramelo en forma de flores o medallones que, por efecto de la luz y el calor, van perdiendo la definición que les imprimió su molde y se amalgaman y redondean como médanos, o se derriten por completo en lagunas viscosas. Es un desierto a escala desplegado sobre una mesa, con dunas color ámbar que reverberan vidriosas en la oscuridad de la sala.
Y si bien no usa tonos pasteles ni souvenirs comprados en el Once, la artificialidad del material, lo complicado y extravagante, sus superficies resplandecientes y el melodrama de la brevedad de la vida hacen pensar que, más que con el Barroco, la exhibición coquetea con el kitsch. Al fin y al cabo, dicen que es kitsch todo lo que se parezca a una torta y esta muestra está hecha de caramelo. El placer de la demasía, fundamental en el kitsch, reaparece también en la tercera pieza de la muestra, un video filmado dentro del mismo clima tenebrista en donde una niña, una joven, una señora madura, una anciana (el tiempo también corroe la carne) lamen placas del dulce, algunas se enchastran los brazos y lengüetean con sensualidad.
Heredia tomó el título de la exhibición del libro Los amantes. Allí, Elfriede Jelinek anota: “Brigitte, atraída por un resplandor ciego de joyas, sucumbe en el pantano de caramelo”. Pero si este traspaso de joya a golosina puede producirnos en el kitsch ternura por lo pobre o diversión por lo absurdo (como en las monedas de chocolate o los anillos de chupetín que se consiguen en los kioscos), el efecto de la obra de Heredia es de oscuridad y ensimismamiento. Hay algo que allí se está acabando.
Poco antes de venir a Buenos Aires, Heredia había empezado a experimentar con materiales resistentes a altas temperaturas. En un ex monasterio en Francia, instaló El castigo de la pureza. Pedazos de cobre, caramelos, carbón y piedras, todos acomodados en alfombra sobre el piso, quemados como restos de un incendio. Heredia la continuó sobre las paredes, en donde cientos de moldes de muffins formaban una especie de crisálida que impedía el paso. De proporciones exuberantes, la acumulación y el exceso creaban una sensación de encierro que aplastaba.
Y entonces, quizás, al ver la muestra en 713, la mesa sobre la que se apoya el caramelo nos parezca una piedra sacrificial, que entrega la obra al tiempo y la condena a desaparecer. Que la acumulación del azúcar se derrita propone tal vez que lo que se esté volviendo kitsch es el uso de la aglomeración como estética, como forma ya ultracodificada del arte contemporáneo. Al finalizar la exposición, el caramelo se habrá convertido en un charco resinoso, en un desierto de pura arena.
Brigitte y el brillo del desierto
713 Arte Contemporáneo (Defensa 713).
Lunes a viernes de 14 a 20. Sábados de 14 a 18.
Hasta el 24 de diciembre.
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