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Domingo, 11 de marzo de 2012

CINE > GASPAR NOé PRESENTA ENTER THE VOID EN BUENOS AIRES

La hora del vacío

Gaspar Noé no hizo pocos méritos para ganarse el mote de “provocador” y despertar odios revulsivos. Un cráneo destrozado, un golpe feroz a la panza de una embarazada y una indeleble violación de nueve minutos, en apenas dos películas, lo ponen en el selecto grupo de los directores cuyo trabajo empuja por igual los límites estéticos y morales. La tercera película no se quedó atrás: estrenada durante los últimos tres años en Cannes, EE.UU. y Francia, Enter the Void propone un viaje lisérgico por Tokio inspirado en el Libro Tibetano de los Muertos, por un submundo de dealers, strippers y vacío, bajo cuya vibrante superficie late un feto a la espera de una de esas escenas sacadas del arca de Noé.

 Por Mariano Kairuz

Entren al Vacío. O: he aquí el vacío. Como sea, la invitación que nos lanza Gaspar Noé en Enter the Void, su tercer largometraje, puede ser una declaración de principios tanto como una advertencia. Tachado de provocateur profesional una vez más, desde que la presentó en la selección oficial de Cannes tres años atrás –en una versión algo cruda y más larga que la ya de por sí extensa que llega los cines locales el próximo jueves–, Noé consiguió de vuelta lo que se propuso indudablemente con sus películas anteriores: no pasar inadvertido. Armar bandos: los que salen alucinados por la “experiencia”, y los que se van antes, o se quedan hasta el final para detestarla con más argumentos, más visceralmente. Y está bien: que la amen o la destrocen, pero que sea así, visceral. En las entrevistas, Noé dice alegrarse de que existan estos últimos: la cuestión es polarizar, sacudir, patearle el hígado a aquellos pocos que todavía están predispuestos a dejarse ofender con su incorrección o intensa escatología, quizá hasta hacer vomitar a alguno. El mismo se define por ahí, a los casi cincuenta, como un cineasta un poco adolescente, y su búsqueda parece por momentos, efectivamente, la de un púber hormonalmente alterado tratando de llamar la atención. El de su cine es uno de esos casos que dejan a medio mundo preguntándose si están ante la obra de un genio o de un idiota.

Y, concedido: ni un quinto de las películas que llegan a las salas jueves a jueves consiguen siquiera despertar ese interés ambiguo ni esas reacciones inestables. Y aunque es poco probable que Enter the Void vaya a quedar en la memoria del cine contemporáneo como sí se grabaron los nueve perturbadores minutos de la violación de Monica Bellucci (nueve minutos que eran como la bomba de implosión atrapada en el centro de Irreversible, su película anterior) nadie, ni siquiera los que se dejan hipnotizar por el diseño visual epiléptico y flúo de este film, ni quienes lo desprecien como una obra de insensata e insensible brutalidad, podrá decir que Enter the Void es el producto de un autor sin ningún talento ni imaginación. El tema, el problema, es sin embargo el que propone el título, la invitación y la advertencia: el vacío. Ese elemento volátil y peligroso que mina buena parte del cine contemporáneo. No el vacío contrapuesto a una vetusta e inútil noción de arte “con contenido” (con, aj, mensaje, o moraleja) sino más bien el vacío como trampa, como engaño: como envoltorio irresistible, una expresión potente de puro estilo, que se impone por su imaginación formal, por su ingenio, y nos aturde a tal punto que deja la sensación de que sí hay algo más debajo de su vibrante superficie. Hay poco diálogo y en rigor de verdad una anécdota bastante pequeña en el núcleo argumental de Enter the Void, tan ínfima que todo lo que se cuenta, todo lo que hace de ella una película todavía “narrativa”, parece ser sólo un pretexto para poner en acción un experimento. Y como casi nadie consigue 13 millones de euros (el presupuesto de Enter...) para filmar una película de género “experimental” –etiqueta que espanta al grueso del público– o “no narrativa”, Enter the Void arremete con todo lo que tiene a su alcance para llamar la atención. El resultado tiene la sutileza de un camión chocándonos de frente, por decirlo con una imagen que tiene una especial relevancia en la película. La de ese camión que llega de frente y revienta a los padres de los protagonistas, un flash truculento que vuelve una y otra vez.

FANTASMAS

Los protagonistas de Enter the Void son dos hermanos, Oscar y Linda, tan unidos que su relación tiene algo de incestuosa. Tras ver morir en su infancia a sus padres desde el asiento de atrás del auto familiar, y tras una larga separación de años, en la que quedaron al cuidado de distintas familias, Oscar (el desconocido Nathaniel Brown) y Linda (la ascendente Paz de la Huerta, vista luego en Boardwalk Empire) viven en Tokio, donde, cuando empieza la película, él se está iniciando como dealer, y ella trabaja de stripper. Su historia se nos va revelando después, a lo largo del largo y vertiginoso viaje de Oscar.

El viaje de Oscar está inspirado en el Libro Tibetano de los Muertos, que vendría a ser algo así como el manual para el trip que nuestra conciencia emprende a partir de nuestra muerte física y hasta nuestra reencarnación. Oscar ha estado leyéndolo últimamente, y su amigo –el que lo está iniciando en su pequeño negocio de venta de pastillas– le explica un poco las características de ese trayecto post-mortem. Apenas unos minutos después, cuando todavía quedan como dos horas de película, Oscar está muerto. O al menos le han disparado –la policía, que lo agarró en pleno “trabajito” en un boliche, el Void– y se está desangrando. O en una de ésas lo que pasa es que él cree que está muriendo, y lo que sigue no es otra cosa que lo que pasa aceleradamente por su cabeza bajo la influencia de la biblia funeraria del Tibet. O lo que sea: lo que importa para Noé, agnóstico declarado, que no cree en la vida después de la muerte ni nada por el estilo, es el viaje.

SALTAR AL VACIO

Y el viaje entonces procede de esa fuente en un par de aspectos –la idea de que el muerto flota sobre el mundo que ha dejado atrás– pero el ataque sensorial tiene otros múltiples chorros de inspiración. El primero es un chorro lisérgico: las alucinaciones producidas por la ingesta de ayahuasca en la selva peruana, las imágenes psicodélicas que Noé dice haber experimentado in situ como parte de su investigación y que intenta traducir a la pantalla con la asistencia de un equipo de expertos en efectos digitales dirigido por Pierre Buffin –que nada casualmente, a juzgar por algunas de sus imágenes más caleidoscópicas, trabajó también en el diseño visual de Matrix recargado–, y también hiperbolizado por el aspecto general de la ciudad de Tokio, con todo su neón de colores chillones que parece por momentos de otro mundo. El relato está enteramente llevado adelante en primera persona: el punto de vista es la subjetiva de Oscar, por lo cual hasta el momento de su muerte sólo le vemos la cara cuando se encuentra frente a un espejo, y después podemos llegar a verle la nuca cuando se incorpora al cuadro de sus propios recuerdos (así es como, dice Noé, él “ve” sus recuerdos personales). El truco de narrarlo todo en subjetiva no es nuevo pero se ha puesto en práctica pocas veces: un antecedente clásico e inevitable es Lady in the Lake, de 1947, el film de Robert Montgomery sobre libro de Raymond Chandler que buscaba reproducir la primera persona de Marlowe, y que Noé dice haber visto bajo los efectos de un hongo. En medio del largo proceso de gestación de su guión fueron apareciéndose fragmentos de Días extraños (el cyber-thriller de Kathryn Bigelow), de Ojos de serpiente de Brian DePalma (y su cámara flotante) y de varios experimentales puros y duros, del legendario Kenneth Anger (y su Inauguration of the Pleasure Dome, 1954) al más reciente Thorsten Fleischer (Energie!, 2007). Pero más allá del apilamiento de referencias, lo que importa es que buena parte de las imágenes de la película transita, como la posterior El árbol de la vida de Terrence Malick, por esa cosa llamada “out-of-body experience” (la experiencia de separarse de uno mismo, de verse desde afuera) cabalgando entre el espacio interior y el exterior, trazando un paralelo entre nuestro organismo y el cosmos, y ahí es donde –al igual que en la película de Malick– se vuelve por momentos grandiosamente osada y por otros insuperablemente pueril. Ambas películas confluyen en la búsqueda de cierto sentido totalizador, y confluyen también en una imagen pregnante: la de un feto. En ambas remite por supuesto a 2001, Odisea del espacio (una favorita de sus respectivos directores) y ese extraordinario circuito astral que sugiere una continuidad entre lo más ínfimo y los más inabarcable del universo, pero mientras que Malick lo usa con un efecto de cliché New Age, Noé lo utiliza para volver a la sordidez por la que es en buena medida recordada su obra previa: si antes fue el golpe a la vientre embarazado de la amante del carnicero xenófobo, misógino, misántropo (en Solo contra todos) y la violenta pulverización del cráneo de un tipo en un boliche de pésima muerte llamado El Rectum y la indeleble violación en los pasillos de la estación del subte (en Irreversible), ahora, ese feto ensangrentado al que la cámara nos acerca en un plano ostensiblemente obsceno (obsceno no en un sentido moral, sino por su flagrante espíritu de provocación) se convierte en el clímax de la acumulación de tugurios en los que se cruzan dealers y putas en una mirada no necesariamente asqueada pero tampoco precisamente afectuosa: puro estilo y forma, y una incógnita sobre qué hay debajo.

Después del feto el torrente de imágenes se encauza hacia el tema de la concepción y de la reencarnación (o alguna forma de vuelta al principio de la vida). En el camino, Noé mete la cámara en interiores orgánicos plasmando una serie de imágenes que se atreven a donde el porno no ha llegado jamás, con un efecto que puede ser un poco más o un poco menos absurdo, pero que se sostiene por el solo argumento de que, después de todo, alguien, alguna vez, tenía que hacerlo.

Noé –que nació en Buenos Aires en 1963 pero hoy, puede decirse, es esencialmente francés– estará esta semana por acá presentando su película. Será ocasión para volver a preguntarle sobre la acusación de “provocador” que le cae cada vez que estrena, y que él parece buscarse. Y a ver qué queda. “Cuando la gente me dice que odia mis películas”, ha dicho, “yo les digo, ‘gracias, muchas gracias’. A veces me responden: ‘No, pero lo que estoy diciendo es que me disgustás’. Y entonces les digo: ‘Bueno, gracias porque creo que vos tampoco me gustás a mí’”.

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