Domingo, 15 de abril de 2012 | Hoy
Con más de una década en la pantalla, Gran Hermano se convirtió en el reality por antonomasia de la televisión argentina. Desde la crisis del 2001, entre sus paredes desfilaron los avatares sociales del país, se impusieron temas de discusión mediática (el coming out gay, las chicas que abandonan la prostitución, los ex presos que quieren reinsertarse) y se volvió un fenómeno. Pero en los últimos tiempos, el aislamiento que es crucial en el juego parece haberle jugado en contra. En tiempos de hiperconectividad, discusión política diaria y alta emotividad, los nuevos formatos le mojan la oreja. ¿Podrán cerrarle el ojo definitivamente? Radar repasa cómo se pasó de las reglas fijas y los participantes impuestos al casting permanente y la arbitrariedad de los jurados. Además, Marcos Gorbán, ex productor general de todos los formatos exitosos, ofrece una visita a la trastienda de la realy-dad.
Por Claudio Zeiger
Hoy cuesta recordarlo, pero el reality más importante de la historia de la televisión irrumpió en Argentina en el mes de marzo de 2001, y antes de que estallara el país, en diciembre, ya habían pasado dos ediciones. La final de Gran Hermano 2 tuvo lugar el 1º de diciembre de 2001. La primera edición fue un fenómeno social; la segunda, un gran éxito de TV. Después vino el fundido a negro, 19 y 20 de diciembre; el candente verano de 2002, la irrupción a mansalva de los mediáticos y la telebasura, los talk-shows, más shows que otra cosa, la estética bizarra a full, el vale todo. De tanto en tanto, Gran Hermano siguió existiendo y generó un nuevo fenómeno social en 2007, cuando enfrentó a un muchacho salido de prisión con una muchacha de provincia salida de La Ciénaga. Y siguió y se transformó en un programa de pura estrategia, hoy al borde de la indiferencia. Y seguramente Gran Hermano puede seguir en el futuro, resucitando de sus cenizas como la ficción ha resucitado tantas veces. En estos días de crisis occidental, parece que el gran éxito proviene de China, donde filman a condenados a muerte en los momentos previos a la ejecución. Nos enteramos de que hay más de 1000 ejecuciones por año. Y los chinos las miran por TV. Cosa de bárbaros. Y pensar que se acusaba a Gran Hermano de manipular los cerebros de los participantes. Las autoridades chinas afirman que el programa tiene fines pedagógicos.
Algo, sin embargo, ha sucedido en esta década del nuevo siglo para que un género en apariencia indestructible como el reality de la gente común haya tenido su ola, su reflujo y un futuro de incertidumbre. Algo se ajustó y se desajustó entre el reality, la televisión y la vida real.
De ninguna manera Gran Hermano había sido una opción de TV barata frente a la crisis. Al contrario, se trataba de un ambicioso formato surgido en Holanda hacia 1999, la vanguardia de la TV más provocativa: un experimento humano. Encerrar gente en una casa para una larga convivencia, aislados del mundo exterior y teniendo que vivir en condiciones no precarias, pero sí básicas. Detrás de escena, una parafernalia de producción, cámaras de todo tipo, equipos de psicólogos y médicos, asesores, guionistas. En Argentina, Gran Hermano bailó en la cubierta del Titanic. Diez, once años después, y tras haber salvado en el palo el año anterior gracias a que de las entrañas del casting surgió un personaje-imán llamado Cristian U, ahora parece haber quedado exangüe, al borde del agotamiento. Y no nos referimos específicamente a un tema de rating, que obviamente indica lo suyo, pero no es asunto nuestro. Gran Hermano dejó de ser un fenómeno social (lo logró por última vez, probablemente, en 2007) y apenas es un programa de TV bastante aburrido y que insiste con los mismos trucos de siempre o que, cuando busca innovarlos, provoca desconcierto en los espectadores. Demasiado capricho, demasiadas decisiones de último momento. Mucha hegemonía de la producción que hace y deshace. Pero lo que terminó de desnudar que Gran Hermano es un programa demasiado cerrado sobre sí mismo y su reglamentarismo, confuso y arbitrario fue la ineludible comparación con Soñando por bailar, mezcla de reality y show donde la incitación a violar las reglas no se disimula y donde el ritmo desenfrenado y la adrenalina frenética dejaron al descubierto que la parsimonia y el espiar la vida del otro, gran atractivo de Gran Hermano, ya fue.
Volviendo al asunto del clima de época: el aislamiento siempre fue uno de los principios claves de Gran Hermano. Por citar el ejemplo más célebre, los participantes encerrados en la casa no supieron del atentado a las Torres Gemelas. Ese aislamiento, sin embargo, agigantaba el “fenómeno social” del programa hacia 2001. Hoy lo diluye. La casa no es caja de resonancia de nada. Sin forzar las cosas, no hay manera de que algo del clima político social (y mediático) de debates que atraviesa a buena parte de la sociedad permee las paredes de la casa. El individualismo en su expresión más llana (hablo de mí, de lo que me pasa a mí y de mi entorno, mi juego en la casa) no permite que el programa se oxigene. El aislamiento de Soñando por bailar es engañoso: si bien viven en un lugar llamado La Soñada y no pueden usar el celular (uno de los principales motivos de castigo), en verdad el programa está en la televisión, adentro de ella, y está conectado con el mundo de la televisión que a su manera histérica y bizarra está conectado con la realidad. El aislamiento verdadero –atractivo central de GH– hoy no funciona porque no está funcionando ni en la TV ni en la vida real. Estamos hiperconectados, no sólo por la tecnología, sino por sensores colectivos que nos hacen interesarnos por lo que dicen, piensan y sienten los otros, a favor o en contra.
En su libro Nominados, el productor general del reality hasta 2007, Marcos Gorbán, explica que “es raro lo que sucede alrededor de un fenómeno de la televisión en el que uno pasa más tiempo desmintiendo que contando”. Es verdad que en los primeros tiempos se discutieron muchas cosas alrededor de Gran Hermano, algunas importantes y otras intrascendentes. El clima general –por afuera del microclima del programa y el canal, Telefe– era descalificatorio. Aquella tendencia de quienes no entienden la importancia de la televisión en la vida cotidiana y la cultura popular, aquellos que acuñaron la frase “caja boba” se encarnizaron con Gran Hermano. Les parecía un insulto, una avanzada de la barbarie, un ariete de la “vida misma” y la “gente común” tras el que se encolumnaban el totalitarismo y la manipulación genética. Eran los apocalípticos. Los integrados esbozaban sonrisas irónicas: como siempre, la TV les parecía una gran pavada. Un poco por debajo venían los cuestionamientos, dudas y señalamientos: que si estaba guionado, que si los chicos que pasaban por Gran Hermano después no hacían nada de sus vidas, si los manipulaban o no. Temas más bien de debate intratelevisivo. Pero también se habló acerca de la entrada de la gente común en la TV y eso en qué términos: ¿era un experimento con carne humana sometida al aislamiento y la exposición permanente a las cámaras? ¿Eran los realities (no sólo GH) experimentos fascistas o totalitarios donde el Gran Ojo te mira y vigila todo el tiempo? Hoy, a la distancia, parecen preguntas un tanto corridas de eje frente a una televisión argentina que en los últimos diez años, y a pesar de haber recuperado su capacidad productiva y su desarrollo artístico y técnico, está cada vez más al servicio de un modo de ser carnicero, de todos contra todos, ultraagresivo y amarillista.
Es el espíritu de la placa roja y el espíritu del talk-show que tomó todos los rincones menos el de algunas ficciones que saludablemente vuelven y en todos los canales. Los noticieros de la televisión abierta siguen siendo hegemonizados por temas policiales. El entretenimiento es o bobo o violento. Desgarrarse las vestiduras por un programa que mete cámaras en los dormitorios cuando los famosos abrieron sus propias intimidades (verdaderas o falsas) a la más pura exhibición, también se quedó atrás.
Uno de los aspectos más atractivos del libro de Gorban es aquel que refiere el “factor casting”: por qué son decisivos para un reality, por qué la equivocación casi no tiene retorno, por qué conviene confiar en la intuición más que en la razón. El casting, el secreto mejor guardado de los programas que trabajan con la gente, fue la estrella oculta hasta que, como sucede con Soñando por bailar, decidieron convertir el programa en un gran casting que sin tapujos realiza la empresa para contratar a su personal.
Soñando por bailar “es” el casting. Este es el show. Son gente común pero desde el mismísimo momento en que pisan el estudio, ya son mediáticos, famosos y televisivos. Son parte de. No están aislados. Quien todo lo maneja y sabe y ve no es un personaje inspirado en el libro de Orwell (1984) sino una combinación de gerencia, producción, oficina de personal y sección de recursos humanos. Asistimos a una larguísima, tumultuosa, intrincada entrevista de trabajo cuyo colofón es “estar al lado de Tinelli”, vaga fórmula que sin embargo implica potencial, futuro, carrera.
El otro gran recurso del show que viene eclipsando a los anónimos hacedores de reglamentos es la presencia del jurado. Autoridades caprichosas y volátiles, famosas, ególatras, sirven de modelo a los aspirantes a famosos y muestran el revés de todo: la autoridad desquiciada, las reglas hechas para ser transgredidas, el afán de seguir adelante como sea. “El jurado” es la representación del Súper Yo del reality; es el doble fondo de la “vida misma” de la “gente común”; son los seres extravagantes que como niños eternos viven sin conducta pero tiranizan a los otros.
Los jurados, los conductores, las peleas entre los que quieren ascender y los que quieren permanecer son la pulpa cotidiana de la TV de estos días. ¿Es la realidad? Es la televisión, parte de la realidad. Reflejo de un reflejo: el desmadre mediático que vivimos. A su manera, la televisión se conecta con lo real y en ese juego de distorsiones, el reality clásico, paradójicamente se ha quedado aislado, equidistante de la realidad y de la TV. Lo que además de ser paradójico, produce un dejo de nostalgia, como el réquiem por una persona conocida que nunca nos convenció del todo pero se hizo un lugar en nuestras vidas.
En vísperas del desembarco de Tinelli, despunta una tercera vía para este año: ni el mero trepador anónimo que pisa cabezas de compañeros ni el participante aislado que va eliminando contrincantes, sino el talento anónimo que sube a cantar como si fuera esta noche la última vez. La emoción, la sensibilidad y el llanto –de una ciudad, de una provincia, de un país– en lugar de la pelea, el desborde y el insulto –de un jurado, de dos jurados, de todo el jurado– parecerían ser los posibles escalones de una nueva escalera a la fama. Habrá que ver si se sostiene. Tampoco es cuestión de repartir certificados de defunción entre los clásicos. Seguramente el reality también tendrá la oportunidad de volver a brillar porque todo género tiene su revancha en la televisión. Hasta la telenovela. Y será en pleno siglo XXI que, una vez más, nos encontrará unidos o nominados.
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