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Domingo, 6 de mayo de 2012

El King y los impuestos

 Por Stephen King

Chris Christie puede ser gordo, pero no es Santa Claus. De hecho, parece incapaz de decidir si es el gobernador de Nueva Jersey o su jefe mafioso. En febrero, durante la discusión sobre la nueva ley de impuestos de Nueva Jersey, que les permite a los ricos pagar menos (proporcionalmente) que a la clase media, a Christie le preguntaron sobre una declaración del multimillonario Warren Buffet: dijo que él pagaba menos impuestos federales por ingresos que su secretario, situación que no era justa. “Que firme un cheque y se calle la boca”, dijo Christie, con su típico tono patotero. “Estoy harto de que me hablen de eso. Si quiere darle al gobierno más dinero, tiene la posibilidad de escribir un cheque. Que lo haga.”

Ya escuché antes este tipo de argumentos. En un acto en Florida, donde se apoyaba el punto de vista socialista de que despedir a maestros con experiencia de las escuelas públicas era una mala idea, apunté que yo estaba pagando impuestos por, aproximadamente, el 28 por ciento de mi ingreso. Mi pregunta era: “¿Por qué no estoy pagando el 50 por ciento?”. El gobernador de Nueva Jersey no respondió a esta idea tan radical, posiblemente porque estaba muy ocupado en algún tenedor libre de Jersey City, pero mucha gente que comparte la opinión de Christie sí me respondió.

Saque un cheque y cállese la boca, me dijeron.

Si quiere pagar más, pague más, me dijeron.

Estamos hartos de hablar de esto, me dijeron.

Qué problema, muchachos, porque yo no estoy harto de hablar del tema. Conozco a muchos ricos y cómo no, si yo soy uno de ellos. La mayoría se embadurnarían la pija con combustible, encenderían un fósforo y se pondrían a bailar y cantar “Disco Inferno” antes que pagar un centavo más en impuestos. Es cierto que muchos ricos dan algo de lo que ahorran en impuestos en caridad. Mi esposa y yo donamos más o menos cuatro millones de dólares al año a bibliotecas, departamentos de bomberos que necesitan equipamiento, escuelas y varias organizaciones relacionadas con el arte. Warren Buffet hace lo mismo; también Bill Gates, y Steven Spielberg y los hermanos Koch y lo hacía Steve Jobs, aunque no lo dijera. Todo esto está muy bien, pero no tiene demasiado alcance.

La caridad no puede asumir las responsabilidades nacionales de los Estados Unidos: ocuparse de los enfermos y los pobres, de la educación de los jóvenes, la reparación de una infraestructura que está fallando, el pago de sus impresionantes deudas de guerra. La caridad de los ricos no puede solucionar el calentamiento global ni bajar el precio de la nafta. Ese tipo de salvación no viene de Mark Zuckerberg o de Steve Ballmer diciendo: “Okey, le voy a dar un cheque extra de dos millones al fisco”. Ese tipo de molesta responsabilidad viene de palabras que son anatema para los miembros del Tea Party: la unidad de la ciudadanía norteamericana.

Y, de paso, ¿por qué no somos realistas? La mayoría de los ricos que pagan su 28 por ciento de impuestos no donan otro 28 por ciento a la caridad. A la mayoría de los ricos les gusta amasar. No abren sus cuentas bancarias y sus fondos de inversión. Las guardan y se las pasan a sus hijos y a sus nietos. Y lo que dan –como lo que donamos mi esposa y yo– queda a su criterio. Esa es la filosofía del rico en pocas palabras: no nos digan cómo usar nuestro dinero, nosotros decidimos eso.

Los hermanos Koch son bichos de derecha y donan a bichos de derecha. Un ejemplo: 68 millones de dólares a la Academia Deerfield, donde estudiaron los Rockefeller y varios reyes de Jordania. Una donación que es muy buena para la Academia Deerfield. Pero no va a ayudar a limpiar el derrame de petróleo en el golfo de México, donde los peces están apareciendo con costras negras. No va a conseguir que British Petroleum o cualquiera otra empresa no vuelva a cometer un desastre así. No va a reparar los diques que rodean Nueva Orléans. No va a mejorar la educación en Mississippi o Alabama. Pero qué importa, esos pendejos nunca van a ir a la Academia Deerfield.

Acá hay otra mentira entregada por el ala derecha del Partido Republicano (que, por lo que veo, es la única ala del Partido Republicano): cuanto más ricos se vuelven los ricos, más trabajos se crean. ¿En serio? Yo les pago a unas sesenta personas, la mayoría de las cuales trabajan para las radios que tengo en Bangor, Maine. Si me va bien en el cine, cosa que sucede de vez en cuando, y consigo una parte de una película que recauda doscientos millones de dólares, ¿qué voy a hacer? ¿Comprarme otra radio? No creo, porque estoy perdiendo plata en las dos que ya tengo. Pero supongamos que compro otra y contrato a doce tipos más. Bien por ellos. Pero no mueve demasiado el resto de la economía.

A riesgo de repetirme, aquí está lo que hacen los ricos cuando se vuelven más ricos: invierten. La mayoría de esas inversiones son en el extranjero, gracias a las políticas antinegocios locales de las últimas cuatro administraciones. ¿No les parece? Miren la marca de su remera o de su gorra. Si dice “hecho en América” bueno, no les diré que me voy a comer sus calzoncillos porque algo de esos calzones se fabrica acá, aunque no mucho. Y lo que se hace aquí no lo hacen los pocos satisfechos del país: se hacen, en su mayor parte, en fábricas que apenas sobreviven en el Sur profundo.

Los senadores y diputados que se niegan siquiera a considerar una suba de impuestos para los ricos –se retuercen como chicos escaldados, en general, en Fox News cada vez que les sacan el tema– no son, en general, ellos mismos súper ricos aunque muchos de ellos son millonarios. Simplemente idolatran a los ricos. No me pregunten por qué, yo tampoco lo entiendo: la mayoría de los ricos son tan aburridos como mierda de perro muerta y vieja. Pero no lo pueden evitar. Ven a los ricos de la misma manera que las chicas ven a Justin Bieber: con ojos redondos y asombrados, la boca abierta y la baba cayéndoles por el metón. Yo obtuve la misma reacción muchas veces, aunque soy apenas un bebé de pecho en comparación con la riqueza de tipos como Sheldon Adelson o Christy Walton, que flotan serenamente sobre la vida de la clase media y la clase media baja, como dirigibles hechos de billetes de mil dólares.

En Estados Unidos, los ricos están santificados. Incluso Warren Buffert, que hace rato fue echado del club por sus ideas radicales, llegó a las tapas cuando anunció que tenía cáncer de próstata en etapa 1. ¡Etapa 1, por el amor de Dios! ¡Un centenar de clínicas puede curarlo y él puede pagarlo con su American Express negra! Pero la prensa lo hizo aparecer como si las pelotas del Papa se hubieran caído y reventado. ¿Porque era cáncer? ¡No! ¡Porque era Warren Buffer, de Berkshire-Hathaway!

Creo que este loco amor de la derecha proviene de la idea de que en EE.UU. cualquiera puede ser rico si trabaja duro y ahorra sus centavos. Mitt Romney ha dicho, en efecto: “Soy rico y no pido disculpas por eso”. Nadie quiere tus disculpas, Mitt. Lo que algunos de nosotros queremos –los que no estamos enceguecidos por un montón de mierda que nos tiran para tapar la idea de que los ricos no quieren separarse de su dinero– es que reconozcas que no hubieras logrado ser rico en EE.UU. sin la ayuda de los EE.UU. Fuiste lo suficientemente afortunado de nacer en un país donde la movilidad social es posible (un asunto sobre el que Barack Obama puede hablar con la autoridad de la experiencia), pero donde los canales que hacen posible esa movilidad están cada vez más taponados. Queremos que reconozcas que es injusto que la clase media cargue con los impuestos más altos. No sólo es injusto: es antiamericano.

No quiero que pidas disculpas, quiero que reconozcas que en EE.UU. todos tenemos que poner nuestra parte. Que en nuestras clases de instrucción cívica nunca nos enseñaron que estamos solos, cada uno por su lado. Que aquellos que recibieron mucho están obligados a pagar: no a dar, no a donar, no a firmar un cheque, sino a pagar –en la misma proporción en que recibieron–. Eso se llama hacerse cargo y no chillar. Eso se llama patriotismo, una palabra que el Tea Party adora decir y revolear siempre y cuando no les cueste dinero a sus adorados ricos.

Esto tiene que pasar si EE.UU. va a mantenerse firme ante sus ideales. Es una necesidad práctica, pero también un imperativo moral. El año pasado, durante el movimiento Occupy, los conservadores que se oponen a la igualdad impositiva vieron los primeros signos de descontento. Su respuesta fue del tipo María Antonieta (“que coman torta”) o del tipo Ebenezer Scrooge (“¿Acaso no hay prisiones? ¿No hay fábricas?”). Miopía, caballeros. Mucha miopía. Si esta cuestión no se tiene en cuenta, las protestas del año pasado serán sólo el comienzo. Scrooge cambió de cabeza después de que lo visitaran los fantasmas. María Antonieta, en cambio, la perdió.

Piénsenlo.

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