Domingo, 6 de mayo de 2012 | Hoy
Casi siempre considerada como un hermano pobre de la pintura, una imagen sin original o, en el mejor de los casos, un instrumento gráfico o político, el grabado pocas veces ha recibido la atención que se merece. Pero de todas las décadas, si hay una en la que casi nadie lo imagina brillando, es la del ’60. Sin embargo, Arte plural, el libro que la historiadora del arte Silvia Dolinko acaba de publicar, demuestra cómo, en medio de una década de incontenible producción artística, el grabado fue un espacio de experimentación y renovación tan importante y central que hasta llevó al inmenso y despótico Romero Brest a bajar el copete y conseguir con un grabado el máximo premio del arte argentino hasta entonces.
Por Lucrecia Palacios
“Hay que ponerse al día, hay que ponerse al día”, repetía Alberto Greco, siempre apurado, antes de tomar una silla en el bar Moderno. Con ese lema de Greco se podrían resumir los años ’60, una década que, a la distancia, se nos aparece dorada y efervescente, frenética y agitada. Peralta Ramos gastándose la beca Guggenheim en una cena, Greco señalando y firmando gente en Europa, colas para entrar a La Menesunda de Marta Minujín y Rubén Santantonín, Oscar Bony exhibiendo en una tarima a una familia obrera; obras que pocos años antes no podían ser imaginadas y que cuando eclosionaron en los ’60 hicieron que, como nunca, todo arte anterior pareciera antiguo como un fonógrafo.
Los artistas más jóvenes y ambiciosos (“y, presumiblemente, de mayor talento”, diría Tom Wolfe), se esforzaban para que sus obras no parecieran obras de arte. Sus trabajos se asimilaban tanto a la vida (“el arte es la aventura de lo real”, escribía Greco) que muchas veces no se sabía dónde empezaba una y terminaba la otra. Minujín anotó en sus diarios que se debía vivir en el escenario creado por uno mismo, que se debía ser el protagonista de nuestra propia ambientación. Y cuando Jacoby, Escari y Costa llevaron a cabo el Happening del jabalí difunto, una obra que nunca existió y que sin embargo fue cubierta y comentada por la prensa, entonces el arte de los medios proclamado por Oscar Masotta, aquel que dejaría de ser objeto para transformarse en información, estaba consumado.
Por eso llama la atención el libro que acaba de publicar Silvia Dolinko. Doctora en Historia del Arte e investigadora del Conicet, Dolinko ha dedicado los últimos diez años a relevar cómo en los ’60, a la par que ideas como renovación, vanguardia y experimentación se expandían rápidas como rayo, el grabado se levantaba triunfal desde sus cenizas. ¡El grabado! De todas las décadas, los ’60 parece la menos probable para que una técnica tan laboriosa, tan ligada a lo artesanal y al trabajo de taller, pueda haber revestido algún interés para los artistas. Y sin embargo, fue entonces cuando desde el Museo de Bellas Artes se empezó a organizar el Gabinete de Estampas que produciría muestras y ediciones de grabado, y fue entonces cuando se activó una densa trama institucional (clubes, premios, bienales, colecciones y museos dedicados a la técnica) que dieron cuenta de una verdadera grabadomanía. Sobre todo, después del caso Berni.
En la historia del arte argentino, los críticos realmente influyentes se pueden contar con los dedos de una mano. Jorge Romero Brest fue uno de ellos, quizás el más poderoso de todos. Fundador de la revista Ver y Estimar (y jurado vitalicio de sus premios), en el ’55 fue nombrado como director del Museo Nacional de Bellas Artes por la Revolución Libertadora, hizo caso omiso de su antigua militancia en el Partido Socialista. A medida que revitalizaba el museo organizando exposiciones de artistas contemporáneos, el gigante calvo del cigarro, como le llamaban, se convirtió en el crítico más importante de la época. Defendió a ultranza y abandonó hasta el ataque a casi todos los movimientos distinguibles de los años ’50 y ’60, desde el grupo surrealista Orión hasta el movimiento abstracto, incluida la Nueva Figuración, el Pop y el Arte de los medios. Cuando los defendía, Romero Brest les organizaba muestras, les publicaba críticas, los distinguía en concursos, los enviaba al exterior. Pero después de un tiempo se olvidaba de ellos, reorganizaba su discurso y apoyaba con el mismo ahínco al siguiente. “Cuando los mejores se estereotipan, los dejo y paso a los otros: así voy armando el tendal, inclusive de los que defendí”, explicaba.
Romero Brest sólo le fue fiel a la novedad. La entendía como parte fundamental del programa de internacionalización del arte argentino que se había propuesto, al que también le era incondicional. Para 1961 estaba a punto de dejar la dirección del Museo para hacerse cargo del Centro de Artes Visuales del Di Tella. Mientras, confeccionaba la lista de artistas argentinos que participarían de la Bienal de Venecia, de la cual sería jurado el año siguiente. Para esos años, Romero Brest apoyaba la línea informalista (al año siguiente serían los pop) e incluyó en el listado a Rómulo Macció, Kazuya Sakai, Clorindo Testa y Mario Pucciarelli, todos artistas jóvenes (salvo Testa, los demás pisaban los 30) que trabajaban la tela como si fuese un trapo de piso: manchas, arrastre de pinceladas, arrugas, relieves y grumos de óleo, una pintura nueva, abstracta pero sucia y rugosa, que insistía en su materialidad.
Cuando su ex discípulo Rafael Squirru, quien era director de Relaciones Exteriores y Culto en ese momento, propuso incluir a Antonio Berni en el envío, Romero Brest seguramente se atragantó con el humo de su cigarro. Parecía una broma de mal gusto. Berni tenía ya 60 años y Romero Brest no podía dejar de ver en él la personificación del arte social de los años ’30. “No hagamos política, señores, es la muerte del arte”, había escrito. Para él, Desocupados y Manifestación, las obras más importantes del rosarino, eran “cartelones”. La serie de xilografías en las que Berni estaba trabajando, si bien tienen un aire naïf que las aleja del verismo realista, contaban la vida de Juanito, un nene que aparece descalzo y con cara triste, pescando o cazando pajaritos para alimentarse mientras que detrás de él se levanta la ciudad industrial. Localismo, crítica al desarrollismo, calidad técnica, figuración y narratividad: las xilografías cumplían todos los requisitos para que Romero Brest las desprecie.
Pero también eran una obra diferente, que daba vuelta la tradición del grabado como una media y ponía a Berni en la línea de la experimentación y la audacia que se pensaban reservadas para los más jóvenes. Para las xilografías, el artista cava en una plancha de madera, reproduciendo en negativo la imagen que quiere que se imprima. Berni había pegado directamente en los tacos pedazos de hierro, restos de rejas o fragmentos de blondas, despojos de la industria que aparecían en las estampas, representándose a sí mismos. “Mis grabados en madera son de gran tamaño, tal vez son los más grandes del mundo. Casi del tamaño de un mural”, decía Berni. Eran verdaderamente experimentales. Si bien la imagen podía compararse con la serie de Los pibes de la quema de Abraham Vigo o Los juntadores de basura de Juan Grela, el tamaño monumental y el uso del reciclado los acercaban al informalismo o a los combine paintings que Rauschenberg desarrollaba en esos mismos años, mientras que la figuración lo distanciaba por kilómetros de la abstracción en boga.
Así que ahí lo tenemos a Romero Brest en Venecia, pelado y gordo como Buda, dando vueltas entre las obras de los pabellones junto con el comité de expertos del que formaba parte, decidiendo los premios que entregarían. Desanimado porque ninguno de los demás reparó en “sus” artistas (los encontraron “sin pizca de acento local ni notable personalidad”), Romero Brest se encontró entre la espada y la pared: los Juanitos habían despertado entusiasmo entre sus colegas, que llamaban a Berni “el Daumier latinoamericano”. Aunque las obras fuesen en contra de lo que consideraba un arte defendible, un arte de vanguardia que mostrase el progreso del país, Romero Brest lo apoyó casi deportivamente, para que la Argentina reciba su medalla, la más importante que hubiese conseguido el país a nivel internacional.
A Berni le hubiese bastado su trabajo de los años ’30 para quedar en la historia del arte. Pero estos grabados lo volvieron fundamental. Fijó con ellos su imagen de artista contemporáneo, capaz de dialogar con lo último de la producción sin renunciar a un núcleo social que permaneció siempre incólume. Después de Venecia, Romero Brest lo invitó varias veces a participar del Di Tella, e incluso le organizó una retrospectiva. Allí pudieron verse por primera vez los monstruos, esas esculturas hechas con residuos en donde el cuerpo de Ramona, una coquette tan pobre como Juanito, es devorado por unos seres carnavalescos y amenazantes. El buda del cigarro festejó estas nuevas obras, pero en sus textos se refería siempre al “caso Berni”, una denominación entre policial y entomológica con la que marcaba que nunca terminó de perdonarle su costado político y local.
La medalla de Berni colocó al grabado en un lugar paradójico. Técnica antiquísima, ninguneada durante siglos como género menor, se volvió un terreno frondoso para los artistas de vanguardia. Bien pensado, hasta podría parecer lógico: el grabado permite la multiplicación del original y pocas generaciones fueron tan contrarias a la idea de arte como objeto único y tan conscientes del medio como la de los ’60. Muchas copias permitían una distribución mayor, una circulación diferente al museo y las instituciones del arte, y estos ideales formaban parte del credo de cualquier artista de los años ’60.
O por lo menos formaban parte del credo de Edgardo Antonio Vigo. Personaje extraño, estudioso de la matemática, poeta y dadaísta trasnochado, trabajó gran parte de su vida en un juzgado de La Plata y fue un artista casi secreto hasta los años ’90, cuando, a modo de homenaje, se le realizó una muestra en la Bienal de San Pablo y se empezó a revisar su participación en el conceptualismo político de los ’70. Estaba en contra de la autoridad del artista sobre su obra, así que no iba a sus inauguraciones. Y como también estaba en contra de la autoridad de los críticos y los museos, su relación con las instituciones fue distante y esporádica. Se autodenominaba “deshacedor de objetos” y pronto proclamó que no realizaría más obras (“imágenes alienantes”, les llamaba) sino señalamientos. Sus piezas de arte-correo, unas estampas que enviaba a sus amigos en los años ’80, son a la vez inteligentes y enternecedoras. Si Vila-Matas lo conociese, lo integraría sin dudas a la casta de los shandys, artistas casi sin obras, cuyos mejores trabajos no son los que hicieron sino los que dejaron hacer a los otros.
Vigo se había iniciado como grabador y durante los años ’60, desde su ciudad de La Plata, editó la revista Diagonal Cero. Primero fue una revista cultural, en donde en las tapas se reproducían sus grabados, unas formas abstractas y orgánicas que rechazaban la tradición figurativa de la técnica, y adentro publicaba textos. Al poco tiempo, Diagonal Cero se fue llenando de poesía concreta, y después ya no se supo bien qué era: las páginas aparecían caladas, las hojas sueltas o pegadas, entremezcladas con poemas y xilografías originales de Vigo. Vigo entendió como pocos que el grabado, artesanal, barato y reproducible, le permitía organizar una distribución paralela para sus revistas, tan internacional como la que soñaba Romero Brest, pero más preocupada por Latinoamérica y por una circulación comunitaria, por correo, entre artistas y poetas. También durante los ’60, Vigo fundó un museo portátil de xilografías. En realidad, eran unas cajas con algunas estampas que sus amigos le iban regalando y otras de él, pero con ellas Vigo se instalaba en colegios, clubes y livings platenses para conversar y dar cuenta de que el arte era, más que nada, comunicación.
A pesar de que nunca antes hayamos reparado en ello, Arte plural, el libro de Dolinko, demuestra que el grabado se extendió en los ’60 como fiebre entre los artistas. Si algunos recuperaron la tradición social del grabado, como Berni y Vigo, otros la consideraron una herencia pesada y se desligaron de ella. Dentro del New York Graphic Workshop que había fundado junto a Luis Cammitzer y José Guillermo Castillo, Liliana Porter realizó por esos años una serie de fotograbados en donde se ve un papel liso que termina siendo una pelota arrugada. Era un microrrelato, una especie de antinomia, la historia de la concreción de una idea que no llegaba a concretarse. Elegante y sin rastros de artesanalidad, la técnica le servía a Porter para añadir capas de reproducción: el grabado de la fotografía de un papel impreso sobre otro papel, y en ese juego de espejos, la distancia entre la imagen y el papel original se ensanchaba y se reducía al mismo tiempo.
En arte contemporáneo, concentrarse en una técnica puede sonar tan irrelevante como estudiar la tipografía que elige un escritor para su novela. Pero Dolinko insiste en que, para el arte, su material es tan imprescindible como las ideas que lo fundan, y seguir ese hilo le permite reconstruir una trama de obras desconocidas, artistas que no habían sido revisados, políticas culturales y proyectos críticos y estéticos que se intersectan y cuestionan lo que sabíamos de la década. A través de su exhaustiva investigación y una perspectiva que abarca zonas ignoradas, Dolinko vuelve más complejos y ricos a nuestros dorados ’60.
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