Carlos Fuentes fue uno de los cuatro notables miembros de lo que se conoció como el Boom latinoamericano. Junto a García Márquez, Cortázar y Vargas Llosa le dieron a la literatura del continente una conjunción única de visibilidad internacional, éxito editorial, diversidad, unidad, compromiso político y una extraordinaria renovación estilística que –Borges de por medio– terminaba de insertar al continente en la historia de la lengua traída por los conquistadores. Desde entonces y durante décadas, con novelas, cuentos, guiones, obras de teatro y ensayos, Fuentes se erigió como el gran historiador de la sangrienta historia americana, un escritor infatigable de ambiciones balzacianas que dejó una obra enorme en la que indagó la identidad del continente en clave narrativa y puso la historia en movimiento. A continuación, los escritores lo despiden. Y Radar comenta sus dos últimos libros, recién publicados: un inmenso fresco de la literatura continental y una colección de relatos sobre la mujer imposible.
› Por Susana Cella
Con su porte impecable, sus modales de caballero, Carlos Fuentes ha sido, en sus frecuentes visitas a Buenos Aires, algo así como una consuetudinaria presencia que, sumando a las sucesivas publicaciones su palabra directa, nos trasladaba a una década en que la literatura latinoamericana vivió un excepcional momento de plenitud. De algún modo, era el eco persistente del boom latinoamericano de los ‘60 al que contribuyó sustancialmente con su novela, hoy ya canónica, La muerte de Artemio Cruz, escrita en México y La Habana, entre 1960 y 1961. No son poco elocuentes ni las fechas ni los lugares. Por entonces Fuentes ya afincaba en su país (aunque nacido circunstancialmente en Panamá, no podía sino ser mexicano) y Cuba transitaba los primeros años de la Revolución, convertida en punto de encuentro para los intelectuales del continente partidarios de un cambio social y político que a la vez parecían impulsar una literatura acorde con esos objetivos.
Ese libro de Fuentes emergió junto con La ciudad y los perros, de un efímero partidario de tales posturas, Mario Vargas Llosa; Rayuela, de Julio Cortázar, y poco después, la emblemática Cien años de soledad, como puntales –textos y autores– de un fenómeno singular que logró dar visibilidad y proyección internacional a una literatura muchas veces circulante en ámbitos reducidos, nacionales o incluso regionales y que conocía escasamente la fortuna de las traducciones. Es decir, no faltaban antecedentes, escritores que venían alimentando una tradición que sirvió como sedimento a este denominado boom de la literatura latinoamericana, no una súbita irrupción surgida de la nada (como se trató de argüir), sino el resultado de experiencias y búsquedas realizadas en el vasto territorio durante su historia de siglos, camino compartido entonces, que ha sido sintetizado como unidad y simultánea diversidad.
“La literatura de la América latina es una y es varias. Es la de 18 naciones distintas, pero sólo es comprensible como experiencia conjunta. Aislar de esta totalidad a las literaturas nacionales de México, Cuba o Perú es empobrecer la constelación y opacar sus estrellas. Como escritor mexicano yo me sentiría empobrecido sin el nicaragüense Darío y el argentino Lugones, sin el peruano Vallejo o el chileno Neruda. Quiero decir con todo esto que la literatura en lengua española de las Américas es la respuesta común del nuevo mundo al idioma de los conquistadores y los colonizadores de nuestras tierras, una regeneración de su fuerza a partir de la experiencia americana del lenguaje, un asalto a las ortodoxias inservibles, pero también un retorno, en tierras de América, a la grandeza imaginativa y al riesgo literario del arcipreste de Hita, de Fernando de Rojas, de Miguel de Cervantes, de Quevedo y de Góngora”, afirmaba Fuentes en el prólogo a otra de las novelas que surgía por esos años, El siglo de las luces, del cubano Alejo Carpentier.
El feliz encuentro de modalidades innovadoras para mentar al ámbito americano, sus habitantes y su historia dejando de lado clisés narrativos y tendencias más o menos convencionales, fue piedra de toque –en un momento de transformaciones cuya cúspide era sin duda la Revolución Cubana, dentro del marco mayor de procesos de descolonización del Tercer Mundo– para ese movimiento irrepetible que pudo configurarse en las letras del continente mestizo, como se lo ha llamado. El boom, pese a denostaciones que intentaron reducirlo a mera maniobra editorial, ha probado ser, por la pervivencia de algunas de las obras que cayeron bajo su denominación, un fenómeno, por lo menos, mucho más complejo y perdurable.
En este mismo año en que llegó intempestiva la noticia de que Fuentes había muerto, están cumpliendo medio siglo esa novela clave para su autor y para el boom, La muerte de Artemio Cruz, y Aura, extenso relato que incursiona, como sucedió también con otros textos de Fuentes por el fantástico, aunque cabría decir que Fuentes es, fundamentalmente, por sus afanes de totalidad, por sus nítidos modos de representar, un realista balzaciano del siglo XX.
“Quisiera comentarle que siempre me ha llamado mucho la atención que los lectores y los críticos se asombrasen de la utilización de la segunda persona del singular en las novelas. ¿Qué han hecho los poetas? Toda la vida han hablado de tú. Tú eres, tú sabes, tú, tú, tú. Tú es esencial a la creación poética, ¿por qué no puede serlo también para los novelistas?”, me retrucó una vez Fuentes ante mi insistente pregunta sobre ese tú. Y efectivamente, la combinación de ese repetido tú con los verbos en futuro (“Tú irás, serás, harás, encontrarás”, etc.) introduce una inquietud, se diría, trágica, en tanto pauta los hechos como si marcara un destino inexorable. Así en el caso de Artemio Cruz, para contar a través de un personaje representativo, en una prolija ordenación de capítulos donde van apareciendo la primera persona del protagonista, esa segunda y una tercera que aporta necesarios datos; el fracaso de los objetivos de la Revolución Mexicana y la conformación de la burguesía del país, tema que ya había iniciado en La región más transparente (1958), respecto de la cual le escribió Julio Cortázar: “Me queda de México una idea terrible, negra, espesa y perfumada”.
Carlos Fuentes desarrolló desde sus primeros textos una permanente atención a su patria, en la que ancló después de sus varias y ricas experiencias de formación en otras ciudades donde, por los destinos de su padre diplomático, le tocó vivir, entre ellas Buenos Aires. La constante itinerancia –por la lograda estatura de escritor internacional, de profesor en prestigiosas universidades europeas y americanas, de su participación en instituciones, de la recepción de premios y doctorados honoris causa, de la promoción cultural que animaba–, permite erigir su figura como evidencia de la sabia conjunción entre lo cosmopolita y la definitoria asunción de su propio espacio, ese México omnipresente en las varias y múltiples escrituras que, acumulándose en la marea cambiante de los tiempos, fue no sólo tenaz reflexión sobre el pasado sino, al mismo tiempo, atención constante a lo que, en el devenir, iba planteando desafíos y cuestionamientos ante las complejas situaciones sociales y políticas, no sólo en México, sino también en América latina.
Pudo poner palabra, implicarse y sentar postura en declaraciones, pero más y sobre todo, en nítidas imágenes imbricadas en la muy extensa obra que suma novelas, cuentos, ensayos, guiones de cine y obras de teatro sucediéndose en un lapso que se inició al promediar el siglo pasado y siguió sin solución de continuidad. Testimonios de vida y literatura, como en Diana, la cazadora solitaria; incesante indagación acerca de un pasado acuciante remontado a la herencia precolombina (“Chac Mool”), a los episodios de la conquista (El naranjo), a notorios artistas mexicanos, Frida Kahlo y Diego Rivera (Los años con Laura Díaz), a una conflictiva situación vigente: los mexicanos en la frontera con Estados Unidos (La frontera de cristal), y así siguiendo hasta traspasar con la publicación de sus libros su propia existencia, en tanto a los dos recién aparecidos van a sumarse otros ya en imprenta. Sus intervenciones en el espacio cultural no soslayaron posturas polémicas, así sus desavenencias con Cuba, que, vale destacar, no abonaron el terreno de las actitudes contrarrevolucionarias (como en el caso de Vargas Llosa, entre otros) en tanto no cesó la crítica a las políticas represivas del Gran Norte, esos Estados Unidos tan cerca de los mexicanos.
Fuentes es un patriarca siempre rejuvenecido. Su legado es entonces el de alguien que siempre ha sostenido la importancia de la literatura, potencia imaginativa y abarcadora posibilidad e incidencia en el Valiente mundo nuevo. Y memoria, porque según dijo Fuentes: “La muerte es el olvido. Entonces la capacidad que tengamos de mantener el recuerdo, el tiempo que podamos hacerlo, es nuestra única victoria sobre la muerte”.
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