› Por Hector Tizon
Carlos Fuentes fue uno de los primeros escritores que conocí y traté cuando fui a México como diplomático, en 1958; también conocí allí a Juan José Arreola, a Monterroso, a Rulfo. Ahí nos veíamos seguido; luego pasó un tiempo largo sin vernos, hasta que nos reencontramos en la inauguración del Congreso de la Lengua en Rosario. El había cambiado de mujer, yo seguía con la misma; su primera esposa fue una actriz de cine muy buena, Rita Macedo. Tenía una gran pasión por conocer la historia, y a nuestro país lo conocía muy bien; había vivido aquí unos años, mientras su padre fue embajador mexicano en Buenos Aires, allá por 1936, 1937. El me contó que en la Argentina había empezado a escribir y que lo había influido mucho el comienzo de lo que se llamó después cine argentino.
Siempre me llamó la atención su extraordinaria voluntad para sentarse a escribir: lo hacía todos los días, desde muy temprano. Y no creo que esa modalidad haya cambiado hasta el momento de su muerte. Tenía en la cabeza un gran plan, una perspectiva de obra enorme, y creo que emprendió y desarrolló casi todo lo que se propuso. La muerte de Artemio Cruz es una gran novela, una excelente pintura de los primeros años de la Revolución Mexicana; también es un gran libro Aura. La de Fuentes es una obra perdurable, que por supuesto ha provocado la admiración de muchos que lo conocimos, y también el desdén de algunos, entre los cuales se cuenta la gente que elige los candidatos al Premio Nobel, que se ocupó de negárselo permanentemente, habiéndoselo otorgado a escritores que a su lado son de tercera o cuarta categoría.
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