> SU úLTIMO LIBRO DE CUENTOS
› Por Juan Pablo Bertazza
El boom latinoamericano no fue una escuela ni un movimiento, fue un milagro. El azar mágico de que se encontraran, casi al mismo tiempo, escritores grandes y trascendentes más allá de los gustos, las preferencias, los rencores y la maligna indiferencia que llega con el paso de los años. “El azar hace mejor las cosas que la lógica”, apuntaba Cortázar en la famosa entrevista con Joaquín Soler Serrano. Pero ese movimiento azaroso, esa agrupación milagrosa, terminó teniendo también algún rasgo común: una marca de época, un olor, cierto resonar en los oídos cada vez que se nombra a Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez o Carlos Fuentes. Pero también el Boom se caracteriza por haber tenido algunos vaivenes políticos: desde la euforia por la Revolución Cubana hasta el odio extremo de Vargas Llosa hacia la isla. Acaso, esa misma trayectoria, esa trama de principio, nudo y desenlace sea, justamente, lo que terminó de dar forma a algo ciertamente amorfo como el Boom.
En la obra de Carlos Fuentes sucede también ese itinerario, esa trayectoria que nunca es circular. No una trayectoria a nivel político como en Vargas Llosa ni tampoco en lo que respecta a la relación entre vida, compromiso político y obra, como puede suceder con Cortázar, pero sí una trayectoria acerca de su ser escritor.
Desde aquella infancia nómade debido al trabajo de diplomático de su padre que, según cuenta la leyenda, lo devolvía cada verano a la Ciudad de México donde, mientras todos los chicos disfrutaban de las vacaciones, él seguía estudiando para no perder el idioma, hasta su cargo como miembro honorario de la Academia Mexicana de la Lengua en 2001, Carlos Fuentes constituyó la pata casi científica del boom, el historiador autodidacta metido en la piel del escritor, el profundo conocedor de una cultura tan compleja como la mexicana vestido de narrador; el hombre de las tragedias –sufrió la muerte de sus dos hijos, Carlos y Natasha– que jamás lo pusieron en riesgo de romanticismo, que no le despeinaron ni un ápice el bigote.
En definitiva, el intelectual que circunstancialmente era un artista. Lo notable es que esa imagen que para muchos lectores puede parecer ya indeleble empezó a cambiar con sus últimos libros, sobre todo sus volúmenes de cuentos: Todas las familias felices, y su última y casi prematura obra póstuma, Carolina Grau.
Es todo un género inexplorado el de los últimos libros de escritores, un género neblinoso y apasionante en el que sobresalen La hora de la estrella de Clarice Lispector, Caín de José Saramago y –más allá de que pronto aparezca Federico en su balcón, una novela sobre Nietszche– este volumen de relatos notablemente breve que tienen como único denominador común a una mujer enigmática, sutil y bella “como una noche con dos lunas o un día con doble sol”. Un libro hipnótico, brillante, ya no erudito sino más bien de una narrativa tan brutal como descarnada que sigue las vicisitudes de una mujer imposible, una mujer con la que sueña un prisionero para lograr huir, una mujer que enamora en una visión e inspira toda la obra del gran poeta italiano Giacomo Leopardi, una mujer que lleva a donde va luz y tragedia, una mujer que cada vez que aparece genera una muerte: la de Cristóbal de Olmedo, que muere al eyacular sobre Carolina, y también la de su propio hijo, a quien ella le pone Brillante, y que muere en una especie de reversión porno de Edipo, devorado por su propia madre.
Tal vez en un último rapto de deseo de inmortalidad, a los que son tan afectos los escritores aun cuando intenten negarlo, Carlos Fuentes decidió organizar toda su obra literaria bajo el nombre global de La edad del tiempo, una especie de Comedia humana de Balzac, autor que influyó no sólo a Fuentes sino también a todos los involuntarios miembros del Boom. Hacerlo revelaba un afán de inmortalidad: esa agrupación por subíndices y temáticas como “El mal del tiempo”, “El tiempo romántico”, “El tiempo político” o “Los días enmascarados” suponía no sólo dislocar cualquier cronología sino también dejar infinitos casilleros para ir completando progresivamente. Pero, a su vez, dentro de ese afán de inmortalidad se escondía también cierta pulsión tanática, acaso la primera cesión de derechos a la muerte. Porque en su monumentalidad lo que escondía también esa clasificación era un testamento. Ese es el gran itinerario en la obra de Fuentes.
En los ocho relatos de Carolina Grau siempre hay un pasaje, una transición, una fuerte tensión entre dos mundos, una permanente disyuntiva entre entrar y salir. “Me doy cuenta de que ella es no sólo discreta. Es desconocida y me desconoce. ¿No es esto lo que buscaba? ¿Desconocer y ser desconocido? Duermo y despierto inquieto, temeroso de que, al lado de ella, yo deje de distinguir entre el sueño y la vigilia...,...entre el cuerpo y el alma..., entre el hoy y el ayer.”
Además de ser uno de los mejores personajes femeninos de su obra, Carolina Grau, el último libro –casi casi póstumo– de Fuentes, marca un punto alto de su trayectoria literaria, la última dirección en su notable parábola.
No por ser un último libro.
Sino porque es un canto a la muerte.
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