> SU úLTIMO LIBRO DE ENSAYOS
› Por Fernando Bogado
Hay cuatro nombres que, por separado o uno después del otro (cada uno dirá en qué orden), evocan ese momento de la literatura en el que ser latinoamericano y escritor era garantía de calidad o, al menos, de ventas: Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes. Se puede mencionar a otros anteriores (como Juan Carlos Onetti o Juan Rulfo) o contemporáneos que no han tenido la misma trascendencia (como José Donoso). Incluso, la literatura latinoamericana comenzó a utilizar la categoría de “post-Boom” para entender todas las producciones posteriores, como si la presencia de estos nombres hubieran instaurado la idea de una generación que difícilmente pueda volver a repetirse o que, incluso, haya tenido antecedentes en algún otro momento. Viajeros, globales, universales, cada uno de estos cuatro escritores, de todos los escritores que entran dentro de esa (por momentos, molesta) etiqueta del Boom Latinoamericano de los ’60 supo articular las características de su “aldea” con las pretensiones universales de innovar en la forma y de renovar la lengua del conquistador a partir de los murmullos de las lenguas indígenas que, en la oralidad o en diversas producciones culturales, habitaban entre las bibliotecas de las grandes obras provenientes de Europa. Carlos Fuentes, en el reciente La gran novela latinoamericana, no hace otra cosa que entender y ubicar al escritor latinoamericano dentro de la literatura universal ampliando las circunstancias del Boom a posibilidades universales: lo de los ’60, amigos, no fue solamente un fenómeno editorial.
¿Pretensiones universales?: la novela latinoamericana es una continuación de las búsquedas artísticas europeas, de la lengua que trajeron Colón y sus posteriores, pero a partir de las angustiosas situaciones que tuvimos que atravesar. Por eso el libro comienza por ubicar la primera novela latinoamericana como producto de un español, Bernal Díaz del Castillo, quien en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España –publicado de manera póstuma en 1632, ciento once años después de los hechos narrados–, se diferencia de los relatos épicos en donde la conquista queda en manos de una sola figura heroica, Hernán Cortés. ¿Qué hay en esa crónica para que Fuentes la considere la primera novela latinoamericana? La crónica de la conquista de los aztecas se convierte en el relato personal de un soldado que busca recordar a sus compañeros caídos en la contienda, los muchos soldados, sus caballos, cada uno de los pequeños detalles olvidados por el relato oficial. Lo que hay en Bernal Díaz es la búsqueda del tiempo, del instante perdido y evocado, a lo Proust, con la intención de dejar un registro en la memoria de los hombres de los caídos y, al mismo tiempo, la afirmación de que todo lo que veían en esas contiendas, lo que experimentaban, parecía propio de los sueños.
Tiempo y ensoñación, memoria e imaginación, tradición y creación: cada uno de estos aparentes extremos son combinados por los diversos escritores mencionados por Fuentes, creando una genealogía que va de Bernal Díaz a Villoro, de Maquiavelo y Tomás Moro a Lezama Lima y Carpentier. Y cada nombre no es otra cosa que la manifestación de ese interés latinoamericano por transformar la lengua del conquistador a su antojo, “respetando” la tradición europea para continuarla a través de creaciones que emergen de las más encantadoras imaginaciones: así hay que entender el barroco, por caso, regalo latinoamericano al renacimiento, no sólo una innovación sensual y descollante de la Contrarreforma en oposición al ascetismo de Lutero y Calvino, sino también ventaja que toman los latinoamericanos para llenar a los europeos de sueños increíbles, de imágenes propias de un mundo que nadie esperaba encontrar pero que existe con toda su abundancia. ¿No es el barroco el arte de la desmesura? ¿No será esa la sensación que un europeo siente ante un Nuevo Mundo? ¿No está eso en Sor Juana Inés de la Cruz, en el “milagroso” Memórias póstumas de Brás Cubas de Machado de Assis o, inclusive, en las figuras fantásticas (el aleph, el Universo como biblioteca) de un anglófilo Borges?
La gran novela latinoamericana es el gran texto final de Carlos Fuentes. En una prosa ensayística, insistente, asumiendo un carácter subjetivo y abierto a cualquier futura contingencia, realiza una historia de la literatura latinoamericana como renovadora de la literatura occidental. Así, los saltos abruptos en el tiempo que se dan en cada línea no hacen otra cosa que “imaginar un pasado”, combinar tiempos distantes para entender las obras de sus congéneres y, si se quiere, jugar con el tiempo: Pedro de Mendoza en Buenos Aires, leyendo a Erasmo de Rotterdam en 1538, es un antecedente, a su manera, de Julio Cortázar.
Cada página de este libro tiene el dejo de una mirada final, de la búsqueda de una síntesis: Fuentes, escritor del tiempo, trata de reorganizarlo para darle sentido, un sentido que sale desde las búsquedas literarias, desde las propias pasiones de los escritores de su tiempo, los del Boom. No faltan las menciones a cuestiones exclusivas del mercado (como la ventaja que tenían en los ’60 con la presencia de una red de distribución bien organizada que permitió esta lectura en conjunto), ni tampoco las anécdotas, como esa de que Yo, el supremo de Roa Bastos nació a partir de un proyecto de Gallimard gestionado por Fuentes y Vargas Llosa para editar varias novelas que tuvieran como tema superar, a través de la imaginación, a los ya de por sí excéntricos dictadores latinoamericanos. Frustrado el plan, no sólo Roa Bastos continuó por separado la idea que había planteado tras la solicitud, sino también García Márquez y Alejo Carpentier: en la misma línea, verían la luz El otoño del patriarca y El recurso del método.
Lenguaje, puro lenguaje. Alguien habla en un rincón imprevisto de Latinoamérica, en el sertao del nordeste brasileño o en el centro de la Pampa, en las ferias interminables de La Paz o las quebradas veredas del Zócalo en México, y ya hay en ese gesto un tratamiento con el lenguaje que forma parte medular de haber nacido en este continente, todavía exuberante porque la lengua que utilizamos para nombrar a los animales y las plantas que la pueblan, para escribir o hablar con las personas que nos rodean, tiene poco más de quinientos años en el territorio. La gran novela latinoamericana de Carlos Fuentes no es solamente un ensayo que revisa la historia de la literatura latinoamericana, sino que, por momentos, tiende a ser un estudio global de estos avatares del lenguaje, de lo latinoamericano, de su imaginación, de su memoria. Como las intenciones de Bernal Díaz con sus compañeros soldados, este libro es una mirada final a lo que se deja atrás para que sea recordado por los que están por venir. Digamos: un testimonio.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux