Desde que alguien se asomó al escenario durante los entreactos del vaudeville, hace más de un siglo, y empezó a hablarle al público, la tradición del stand-up anglosajón se fue convirtiendo en algo único dentro del mundo del espectáculo: un lugar donde se decía lo que cada época necesitaba oír. Negros, judíos, irlandeses, pobres, marxistas, feministas: todos encontraron una voz mordaz y sincera en esos sótanos y bares. Después vino la televisión, algunos se hicieron famosos, incluso millonarios, saltaron a Hollywood, se volvieron correctos, pero el stand-up siguió regenerándose. Prontuario de comediantes, el flamante libro del uruguayo Gonzalo Curbelo, reúne a las más grandes voces de esta forma de expresión, artística, política e individual, desde los pioneros hasta las nuevas camadas, pasando por los primos ingleses y muchos que hoy son más conocidos como estrellas de cine. Una guía esencial para leer con YouTube al lado.
› Por Gonzalo Curbelo
Hace más o menos una década, leyendo el violento comic Preacher, de Garth Ennis y Steve Dillon, me encontré con una página en la que el personaje principal describía su asistencia, en medio de una depresión y en una situación similar a la de Woody Allen en Hannah y sus hermanas, a un show del comediante Bill Hicks. Allí reproducía parte de sus rutinas y lo describía como el hombre más gracioso que jamás hubiera visto. El nombre me sonó y recordé que había sido citado por bandas como Radiohead y Tool, por lo que me quedé interesado por saber por qué un comediante era tan mencionado en el mundo del rock. Y los fragmentos reproducidos prometían. Anteriormente también me había llamado la atención cómo formaciones musicales tan disímiles como Sonic Youth y Run DMC mencionaban a Richard Pryor como una de sus grandes influencias. Conocía a Pryor de sus películas con Gene Wilder, pero no veía la conexión. Así que conseguí el Rant in E-Minor, de Bill Hicks, un disco con alentador nombre musical (el Mi menor del título está considerado uno de los acordes más agresivos y amargos que existen), y tras escucharlo entendí cuál era el asunto. Luego de Hicks vino George Carlin, luego Doug Stanhope, luego Emo Philips, y cuando me quise dar cuenta había almacenado un buen archivo de discos de comedia, convencido de haber encontrado en estos parlanchines desinhibidos algo que no escuchaba desde que había descubierto el punk rock, en mi adolescencia.
Cada etnia de la melting pot estadounidense ha generado su propio estilo de comedia stand-up, y en ella hay claras diferencias entre cómo lo desarrollaron los negros, los blancos rurales o los judíos del norte de Nueva York. Sin embargo, hay elementos comunes que rara vez se alteran y que van desde la distintiva iluminación hasta la duración general de los shows, sean éstos en clubes o teatros, que gira alrededor de los 40 minutos. Si bien su territorio por definición son los clubes de comedia y, actualmente, algunos locales de conciertos, suelen ser invitados –a veces en forma definitiva– a la televisión, por lo que es habitual que tengan dos sets diferentes de comedia: uno que no incomode al televidente medio y otro más libre y profano. Pero por lo general la comedia stand-up es un género orientado al público adulto, y preferentemente uno que no sea muy susceptible. No todo en el stand-up es comedia, y algunos de sus cultores se han destacado por una extrema amargura o nihilismo.
La comedia stand-up anglosajona se diferencia de los unipersonales humorísticos de otros países. En Argentina, y a pesar de comediantes muy próximos al estilo, como el rioplatense Juan Carlos Verdaguer, la orientación tradicional es hacia el café concert –que integra un componente musical más acentuado y en el que lo común es interpretar personajes– y hacia la revista, en la que los capocómicos interactúan por lo general con las vedettes y forman una parte no siempre esencial de un conglomerado de sketches y números de baile. En el Lejano Oriente existen variedades muy propias como el manzai japonés y el xiàngsheng chino, que se estructuran siempre con dos personas que elaboran un estilo de diálogo similar al que patentaron en Occidente dúos como Bud Abbott y Lou Costello o Dudley Moore y Peter Cook. También pueden mencionarse la chanchada brasileña, el kabarett alemán, los parodistas indios, los múltiples interludios humorísticos del carnaval uruguayo e incluso algunas otras vertientes propias –anteriores o posteriores– del humor estadounidense como el burlesque o la guerrilla improv, pero todos tienen como diferencial común el carácter más colectivo de sus actos, en directo contraste con la soledad fundamental y la individualidad de la stand-up.
La comedia stand-up ha tenido períodos de gloria y de oscuridad, viviendo generalmente estallidos de popularidad variables, generacionales y muy dependientes del zeitgeist de su tiempo. Pero las coordenadas infraestructurales también tuvieron mucho que ver; la stand-up de los ’60 tuvo una fuerte relación con los clubes de poesía y jazz, la de los ’80, con los locales dedicados específicamente al género. En 1975 el canal de cable HBO presentó un especial de Robert Klein en el que se permitió, por primera vez, que un comediante de stand-up llevara su show a la televisión sin aparentes censuras y manteniendo el lenguaje obsceno y adulto de las actuaciones en los clubes. Lo siguió el inigualable George Carlin, quien llegó a hacer catorce especiales para el canal –que recogían sus giras y discos de esos años– que revelaron una dimensión del humor inimaginable hasta el momento para quienes no frecuentaban los clubes de comedia.
Pero posiblemente nada hizo tanto para difundir el género como el advenimiento de Internet; la red hizo no sólo posible el acceso a discos de comedia descatalogados desde hacía tiempo (las discográficas siempre los consideraron, a veces con razón, como un producto con fecha de vencimiento), sino también la creación de un espacio barato de exhibición de un arte de bajos costos de producción. Tal vez nunca haya habido tantos comediantes de stand-up en actividad y nunca haya sido su humor consumido por tantas personas, una explosión que, entrada la segunda década del siglo XXI, parece dar algunas señales de saturación ante el aluvión de cínicos profesionales o groseros de catálogo que inundan YouTube y sitios similares. Pero entre el pajar todavía se pueden encontrar agujas bastante afiladas.
“Se parece a una pija”, concluía Richard Pryor en uno de sus shows más difundidos y exitosos, el recogido en la película Richard Pryor: Here & Now (1983). ¿A quién o a qué se refería Pryor con esta más bien grosera comparación? Al entonces presidente de los Estados Unidos de América, el tristemente recordado Ronald Reagan, quien había cometido el error de invitar a Pryor –en aquel entonces el cómico más influyente de Estados Unidos– a una recepción de artistas en la Casa Blanca. Pryor, un hombre incapaz de demostrar el menor atisbo de respeto por el poder o las convenciones, incorporó el episodio de la visita a su show, convirtiéndola en una anécdota desopilante que comenzaba diciendo: “Estuve en la Casa Blanca. Conocí al presidente. Estamos en problemas”, para pasar a describir su saludo con el hombre más poderoso del mundo (“el hijo de puta me miró como si yo le debiera dinero”) y terminar arribando a su lapidaria definición. Ahora, traten de imaginar una situación y un show similar refiriéndose a un presidente de otras regiones formalmente más respetuosas o más represivas. No es fácil. Pero Pryor hacía sus chistes parado encima de una tradición de lucha por el derecho a reírse de cualquier cosa, tradición a la que hizo un aporte invaluable y a la que nuevas generaciones siguen enriqueciendo con irreverencia y energía. Contra todo y contra todos, algo que, aun más que la risa, ha definido por excelencia a la comedia stand-up.
En el site de la editorial uruguaya Criatura (www.criatura.com.uy) hay una lista de librerías porteñas donde se pueden encontrar sus libros.
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