Domingo, 16 de septiembre de 2012 | Hoy
ARTE > CON REMO BIANCHEDI EN LA CUMBRE: MUESTRA, LIBRO Y DESACATO
Después de 40 años en el centro de la escena artística, Remo Bianchedi dice haberse retirado del mundo en el que vivió durante décadas. Instalado en La Cumbre con su mujer, acaba de presentar el producto de ese retiro: el libro de poemas En Rimbaud Tilcara y una muestra de paisajes, en apariencia muy alejados de los rostros casi hiératicos de sus trabajos anteriores. Sin embargo, cada verso del libro y cada una de esas montañas exhibidas en la acogedora sala hogareña que inaugura sólo hablan de una manera aún más intensa e inspirada de habitar el mundo. Radar viajó hasta allá para hablar con él de su nueva vida “en permanente estado de desacato”.
Por Veronica Gomez
Desde La Cumbre, Cordoba
Los claveles del aire eligieron La Cumbre para anidar. No sólo se adhirieron a cada rama de cada árbol, provocando imágenes insólitamente atractivas (ramas convertidas en los brazos verde-gris de un animal peludo) sino que se fueron acomodando en los cables eléctricos hasta que se hizo imposible distinguir el uno del otro, en esa pura continuidad vegetal. El clavel del aire tiene un modo peculiar de crecer, a contramano de la mayoría de las plantas: las raíces le sirven únicamente para sujetarse a las ramas de los árboles y toman los nutrientes enteramente del aire, a través de sus hojas. Contrariamente a lo que se cree, el clavel del aire no es una planta parásito. Sólo necesita sujetarse a algo más o menos firme para crecer, para mecerse dulcemente en la brisa mientras capta su alimento invisible y volátil. Retiene lo necesario dejando partir con el viento lo que no ha de utilizar. De una forma u otra, cada artista tiene una manera de ser vegetal. De situarse en el lugar propicio para absorber sus nutrientes.
Subiendo la colina, a pocos minutos de La Cumbre, un artista anida en la sierra cordobesa desde hace 23 años. El lugar se llama Cruz Chica y el artista, Remo Bianchedi. En íntima caravana, vamos a visitarlo a su casa-taller, para asistir casi religiosamente a la presentación de su último libro, En Rimbaud Tilcara, editado por Letranómada, una joya sustanciosa que condensa las observaciones filosóficas y estéticas, con bienvenidas dosis de humor, insolencia y ternura, de un artista que, tal vez sin buscarlo, encontró, como su admirado Rimbaud, su propia santidad.
Remo tiene 62 años y la cara surcada por líneas intensas, profundas. Pareciera que cada cosa que ha vivido la ha vivido con intensidad, con radicalidad. Las líneas tienen convicción. Sin embargo, el conjunto dista de ser agresivo. Es más bien dulce, pacífico. De una suavidad paradójica. Como si cada huella en su cara hubiera encontrado su sentido en el conjunto. Su verdad en la relación. Cada herida, su cura. Cada dolor, su transformación. Debajo de la parra, en el patio delantero de su casa, nos sentamos en ronda sobre bancos variopintos que apoyan sus patas directo en la tierra, para dar inicio a la presentación del libro. Circulan las empanadas y el vino. Es mediodía y el clima humano es tan cálido como el día. Cintas de colores penden del techo vegetal. En cada punta se dibuja el símbolo del infinito. Las cintas están ahí desde el casamiento de Remo con María Eugenia Romero, hermosa mujer de ojos francos y maneras tímidas cuya presencia como directora de la editorial junto a Laura Estrin ha sido indispensable a la hora de dar forma al libro. No es el primer libro que Remo ofrece al lector. Antes vieron la luz: Vidas Célibes (2010, también publicado por Letranómada), Yo no es otro (2010), El Sr. Lafuente y sus solteras (2005) y Max y la bestia (2000).
“Para nosotros es muy importante mostrar aquí en las sierras lo que producimos. No es un detalle menor, porque tiene que ver con una manera de concebir el arte en relación con la vida”, con estas palabras María Eugenia abre la presentación, y continúa: “Creo que se trata de un gesto de auténtica libertad y autonomía y por otro lado me parece que ésta es la forma que tanto las pinturas como el libro de Remo pedían ser mostradas, en un gesto más íntimo, silencioso, lejos de los gestos vacíos del espectáculo”.
Nacido en Buenos Aires, el 21 de mayo de 1950, Remo Bianchedi supo cosechar premios y reconocimiento, como la Beca Albrecht Dürer para estudiar Diseño Gráfico y Comunicación Visual en la Escuela Superior de Artes de Kassel, Alemania, donde fue discípulo de Joseph Beuys entre 1977 y 1981. En la solapa de su libro recién nacido, un texto escueto y enigmático saltea la enumeración de los brillos de una carrera profesional para ir al grano con un dato clave: “Entre 1967 y 1968 vive en Yarinacocha, selva amazónica peruana. En el año 2010, su vida vuelve a ser la que era entonces”. Y una frase del libro, tomada al azar entre tanta lúcida exaltación que se sucede como una catarata donde imagen es pensamiento nítido, nos lo confirma: “volver es volver a reconocer”.
“Cada libro que publiqué tuvo una función básicamente sanativa, sirvió para cerrar una etapa”, cuenta Remo. “Este es un libro diferente, pues culmina 40 y pico de años de mi vida, es mucho más abarcativo que los otros, y por eso concluye con un poema que escribí en Yarinacocha, a los 17 años, bajo los efectos de la ayahuasca y donde por primera vez sentí que yo pertenecía a la tierra. Esos conjuros los podría haber escrito hoy. Y eso me parece muy alucinante. Todo lo que está escrito allí es algo real. Es algo que yo viví, palpé, vi y olfateé.”
A la hora de presentar el libro, Laura Estrin, codirectora de la editorial, define con precisión: “En Rimbaud Tilcara es un libro elástico, un libro que va del teatro de voces a la poesía y a la exhortación. Una obra llena de fuertes murmullos y suaves gritos, de enumeraciones y apuntes. Un texto decálogo, con invocaciones musicales, que se vuelve rezo, conjuro...”.
En simultáneo con la presentación del libro, Remo inaugura, en su propia casa, la Sala Cochinoca, donde puede verse la última serie de pinturas en las que estuvo trabajando los últimos dos años y que son el resultado de un viaje tan espiritual como terrenal, que eligió como cantera de inspiración el Noroeste argentino.
Tanto el libro como los paisajes fueron gestándose juntos, desde el año 2010, cuando Remo y María Eugenia comienzan a realizar periódicos viajes al NOA. “Estos paisajes y este libro son un estado al que me gusta llamar estado Cochinoca”, explica María Eugenia. Cochinoca es un pueblo casi deshabitado de la Puna, con un trazado de casas de adobe y pirca, casi derruidas, al que Remo y María Eugenia fueron llegando casi inadvertidamente y al que no dejaron de regresar, cautivados por el tono del lugar.
Acostumbrados como nos tenía Remo a sus figuras humanas, aquellos rostros mudos y tristes, casi hieráticos, que coronaban un cuerpo que se desvanecía y se desdibujaba atravesado por palabras, toparnos con los actuales paisajes del Noroeste argentino es una sorpresa. Los cuadros, pintados al óleo, están colgados a la altura de un niño. Para verlos de cerca hay que agacharse un poco. “Eso me lo enseñó Joseph Beuys”, cuenta Remo humildemente. Y explica que colgar el cuadro por debajo de la altura convencional obliga al espectador a moverse, entonces la sangre circula mejor: es una cuestión física. Sí, la contemplación es una cuestión física también. Sin proponérselo, Remo enseña algo en cada cosa que dice, en cada gesto, en el simple hecho de permitirnos espiar su forma de vida abriéndonos las puertas de su casa.
No es la primera vez que Remo aborda el paisaje. Ya en 1988 había presentado una muestra en la Galería Jacques Martínez de Buenos Aires, que se llamó casualmente Bianchedi en Tilcara, compuesta por una serie de acrílicos realizados durante una estadía de seis meses en ese pueblo. En esa ocasión, el paisaje era todavía algo por venir, un primer esbozo que adoptaba la forma de entramado de líneas, un deseo de otro lugar (u otro lugar para el deseo). Una reacción frente a lo que ocurría en Buenos Aires. Un escape del Florida Garden y las modas. Pero el escape todavía no constituía una opción de vida.
Si bien la diferencia entre su obra anterior, más conocida, y la actual, a simple vista parece garrafal, en una convivencia no tan breve con las nuevas obras se descubre en estos paisajes algo de la antigua tensión que las figuras sostenían. Son paisajes callados. No hablan, no porque no puedan, sino porque no quieren hablar. Los paisajes han tomado una decisión y es el mutismo, cierta presencia férrea y dulce en el retiro del sonido. No hay noción de tiempo efímero, de luz pasajera, como en el impresionismo, sino que sobrevuela en ellos un aire de eternidad, de persistencia, sin por ello volverse metafísicos. Están bien agarrados a la tierra, a lo concreto. Al igual que en Policastro, los paisajes de Bianchedi parecen sentir la tierra desde adentro, sin diferenciación alguna entre seres bióticos y abióticos. Pero a diferencia de Policastro, en la pintura de Bianchedi ya no hay drama. El drama parece haberse ido a pasear lejos, de la mano de sus figuras humanas, para no volver. La obra de Bianchedi es una obra profundamente pensada, lo que no quiere decir calculada. Es una pintura pensativa o un pensamiento hecho pintura. Alcanza ese punto mágico donde el sentir y el pensar se unifican.
“Me empariento más con los pintores domingueros que con las bienales”, confiesa Remo con una bondad y felicidad que dan ganas de seguirlo. Pero enseguida aclara: “Yo no quiero hacer de esto un nuevo manifiesto de la pintura. No me interesa. Es un camino personal. Al fin logré recuperar mi capacidad de tomar determinaciones y vivir según mi propio modelo. El reglamento me lo escribo yo y lo escribo todos los santos días. A la noche lo rompo y a la mañana lo vuelvo a escribir. Ya no hay nadie en el infinito cielo que nos esté juzgando. Quien determina qué es infierno, qué es cielo y qué es paraíso es uno mismo”.
Al taller de Remo entra mucha luz y, sin embargo, allí metidos, es posible tener la sensación de cueva. El atril sostiene un cuadro recién empezado a menos de 50 centímetros del suelo. Es que Remo pinta de cuclillas. En el piso, sobre una tabla, se esparcen los pomos de óleo y pinceles con total comodidad. Hay muchas piedras. Hay muchos libros.
Sócrates, Duchamp, Rimbaud, Juan Andralis, Allen Ginsberg, Bob Dylan, Leonard Cohen y Patti Smith son los amigos imaginarios de Remo. Cada día, a las 6 y media de la tarde, Remo “clausura su relación con el mundo”, no atiende el teléfono, apaga la computadora y se sienta en el piso a imaginar qué estarán haciendo sus amigos. Se divierte así un par de horas hasta que le agarra sueño y se va satisfecho a dormir.
Algunas noches, Remo se queda a solas con sus pinturas. Un rato largo. En silencio. Las contempla. Antes de acostarse decide dejarles la luz prendida. Dice que a estos paisajes les gusta estar entre ellos, que les gusta estar juntos y verse entre sí. Y es imposible no creerle. Y no pensar en los claveles del aire.
Cuando se le pregunta a Remo por el tono que impregna su libro y sus pinturas, él precisa: “El tono no es la modulación de un sonido, sino la evidencia del lugar desde el cual uno está hablando. Para mí, en este momento, lo principal es evidenciar la posibilidad de un cambio, cambio que está hecho por la capacidad de tomar determinaciones, por un gesto volitivo y exento de cualquier reglamento que pueda interferir en la corriente de la vida. Para resumir: el tono es el desacato. Soy una persona que está en permanente estado de desacato”.
Y si se lo interpela acerca de su retiro del circuito del arte, Remo responde: “Yo ya me jubilé. No necesito moverme más para que la gente me conozca. Ya Remo Bianchedi es algo conocido. Ya cumplí con eso. Y me jubilé. Y ahora me toca ocuparme de mí. Estuve distraído 40 años con el mundo, en cosas que creía que eran verdades. Mantengo el fervor, pero de otra manera. La vida se tornó en otra cosa, no en una montaña que hay que subir permanentemente, la vida también puede ser una pradera”. Y con un titubeo sereno que lo vuelve entrañable, concluye: “Estoy tratando de ver en qué consiste esto que es donde hoy decido habitar”.
Mientras Remo sigue desentrañando su lugar en el mundo, suspiramos aliviados sabiendo que, por suerte, Remo se equivoca. Sabiendo que, aunque diga que no, Remo sigue estando en el circuito del arte. En un circuito más amplio, más imaginativo y ambicioso, un circuito que incluye las contradicciones, que incluye el desacato y el retiro. Que incluye las voces sueltas. El único circuito que de verdad importa.
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