Domingo, 14 de octubre de 2012 | Hoy
En 1979, la revolución iraní secuestró a 52 empleados de la embajada norteamericana en Teherán, que permanecieron como rehenes 444 días. Pero la guardia revolucionaria nunca se percató de que ese mismo día, seis empleados lograron escapar mientras tomaron el edificio. Los seis estuvieron ocultos poco más de un mes hasta que la CIA ideó una maniobra insólita para sacarlos del país con protección: inventar una película de ciencia ficción llamada Argo aprovechando los escenarios desérticos estilo Guerra de las Galaxias. De la producción de este artificio se trata la tercera película de Ben Affleck, que deja de ser un galán fracasado para consagrarse como gran director. Y también se trata de una relación tan oculta como obvia: la de la agencia de Inteligencia de los Estados Unidos con Hollywood.
Por Mariano Kairuz
Se convirtió en una suerte de lugar común, pero no por eso es menos cierto: Ben Affleck es mucho mejor director que actor. Lo demostró con sus dos primeras películas: Desapareció una noche, en la que además se abstuvo de aparecer en pantalla (porque a su carisma de movie-star le hubiera resultado muy difícil disfrazarse de cancha, calle y barrio bajo), dándole el protagónico a su muy eficaz hermano Casey; y The Town, o Atracción peligrosa, en la que sí actuó, pero probó darle una mayor sobriedad a su personaje. Es cierto que muchas de las películas de más alto perfil, con las que cimentó su fama a lo largo de la década posterior a su revelación como guionista y coprotagonista (junto a Matt Damon) en Good Will Hunting (En busca del destino, dirigida por Gus Van Sant en 1997), componen una larga secuencia de mamarrachos caros: Armageddon, Pearl Harbor, Fuerzas de la naturaleza, la apenas rescatable La suma de todos los miedos, ¡Daredevil! y por último El pago, que también podría definirse como la ruina de Philip K. Dick en el cine y de John Woo en Hollywood. Este recorrido de despropósitos tocó fondo con Gigli, artefacto vergonzante que fue promocionado como la comedia de “Bennifer”, la pareja que hacían con Jennifer Lopez, su novia en ese momento. Las críticas fueron con justicia durísimas y pareció haber una retracción en la carrera de Affleck. Menos películas grandes, algún protagónico algo más personal, complejo y arriesgado (hizo de George Reeves, el famoso y trágico Superman televisivo de los ’50, en el film Hollywoodland), y de pronto, se despachaba con las intensas adaptaciones de dos thrillers bostonianos, uno de Dennis Lehane –el mismo de la novela Río Místico– y otro de Chuck Hogan; entre ambas, en unos pocos años, consiguió borronear al astronauta de la película del asteroide apocalíptico y el super héroe ciego, logrando desde el arte de la puesta en escena momentos dignos de Clint Eastwood y tiroteos a la altura de los que filma Michael Mann.
Su tercera película, Argo, confirma todo esto que prometieron las dos primeras y, aunque no es perfecta –por sus inclinaciones impúdicamente patrioteras, por el forzado arco dramático de su protagonista, por el lugar incuestionablemente heroico que se le da a la CIA: pero tampoco son perfectas ni mucho menos las filmografías de Eastwood y Mann–, consolida lo ya visto y sube la apuesta, al meterse con una narración más grande, con una porción de la historia norteamericana que reverbera con fuerza en la política de los Estados Unidos post 11-S. La fecha en que transcurre el relato es fines de 1979, principios de 1980. El contexto es la recordada toma de rehenes en la embajada norteamericana en Teherán, cuando algo más de cincuenta empleados diplomáticos fueron prisioneros de las guardias revolucionarias iraníes durante 444 días.
Tras presentar la situación con material de archivo y potentes recreaciones del temblor colectivo en las calles, aparece la pequeña gran historia (real) dentro de la historia: la de los seis empleados diplomáticos que consiguieron escapar mientras la turba irrumpía en las instalaciones de la embajada. Seis, que por días anduvieron morando en las casas de otros diplomáticos, hasta recalar en el hogar del embajador canadiense en Irán, donde permanecieron escondidos, temiendo que si su gobierno no hacía algo para rescatarlos antes de que los soldados del Ayatolá descubrieran que faltaba gente entre los rehenes, su destino sería muy probablemente una ejecución pública. Los ánimos antinorteamericanos de los “revolucionarios” estaban particularmente caldeados, porque los gobiernos británico y estadounidense –con Jimmy Carter a la cabeza– le habían dado asilo al Sha depuesto. Los iraníes, que respondían ahora a Khomeini, reclamaban su derecho a juzgarlo en su propio suelo. La CIA y el gobierno norteamericano, como indica una escena temprana de la película, no le tenían un particular aprecio, pero sabían que lo tenían de su lado, y también que era un problema de corto plazo, ya que el Sha sufría un cáncer terminal.
La discusión en la CIA pasaba entonces por cómo sacar a los seis de Irán sin negociar, sin que los agarraran (por el riesgo de que se tomara represalias contra los cincuenta rehenes) y sin involucrarse oficialmente (por el riesgo de hacer escalar un conflicto internacional ya bastante caliente). La idea que se imponía en Langley era la de una operación encubierta, de esas montadas sobre unos cuantos pasaportes falsos, que ya habían puesto a prueba en otras ocasiones; pero una a una se iban cayendo las opciones: la de sacarlos en bicicleta por las montañas o la de hacerlos pasar por maestros extranjeros (porque las escuelas angloparlantes habían sido cerradas) o la de hacerlos pasar por inspectores agrícolas (porque estaban en plena nevada). Pronto entendieron que era una situación sin salida, que “no hay planes buenos”. Es entonces que entra en escena el agente especializado en este tipo de operaciones de “extracción”, Tony Mendez, que en la película interpreta el propio Affleck, con “la mejor de las malas ideas”: hacer pasar a los seis refugiados, con pasaportes canadienses (“porque todo el mundo quiere a los canadienses”) por el equipo de producción de una película de ciencia ficción, una de esas berretadas espaciales que se hacían por docenas, que había puesto de moda el éxito descomunal de La guerra de las galaxias dos años antes, y que solían recrear sus planetas lejanos en espacios desérticos, hechos de arena y sol, como los que abundan en Medio Oriente. La idea le había llegado a Mendez como un golpe de inspiración viendo escenas de una de las secuelas de El planeta de los simios por televisión: la escenografía, pero en especial el maquillaje, obra de un experto (y ganador del Oscar) en la materia, John Chambers (el gran John Goodman, en la película), quien además ya tenía experiencia “como contratista de la CIA”.
Esto último, que se menciona en un diálogo casi al pasar en la película, es una de las claves de la misión Argo: todo lo que insinúa, pero no dice la película sobre las relaciones entre la central de inteligencia y Hollywood, una relación de larga data, pero tradicionalmente mantenida en las sombras. Chambers había sido un colaborador fundamental de Mendez en varias misiones previas. Para cuando tomó a su cargo la operación Argo, Mendez llevaba casi una década y media trabajando en la Oficina de Servicios Técnicos de la CIA, el “taller” de la compañía, famoso por hacer cosas tales como intentar meter explosivos en los cigarros de Fidel Castro o plantarles cables a animales domésticos para hacer espionaje. Según la leyenda, una vez Mendez transformó a un oficial negro de la CIA y a un diplomático asiático en hombres de negocios de rasgos caucásicos, con prótesis que los volvían idénticos a las estrellas hollywoodenses de la época Victor Mature y Rex Harrison, con el fin de enviarlos a un encuentro en Laos, país que se encontraba bajo ley marcial. Otra vez –en una operación destinada a contrabandear secretos sobre el nuevo jet súper MiG–, utilizaron un maniquí para confundir a los espías de la KGB que los seguían. Todas historias que parecen inventos de un guionista de Misión: Imposible, pero que están oficialmente documentados y que, como Argo, pertenecen al terreno de lo inverosímil pero auténtico, de lo increíble pero real. Mendez reclutaba nuevamente a Chambers, pero esta vez no para que se limitara a fabricar unas máscaras –más allá de algún bigote, un batido, algún detalle de la moda occidental de su tiempo– sino para que lo ayudara a inventar una película de ciencia ficción y hacerle creer al mundo –al menos a parte de Hollywood y a los iraníes– que esta película realmente iba a filmarse.
Chambers lo llevó hasta un productor legendario de California, Bob Sidell (que en la película interpreta, con el seudónimo de Lester Siegel, el genial y subempleado Alan Arkin), es decir, otro especialista en crear realidades apócrifas. Si hay que hacer que el enemigo compre la noticia de esta producción a punto de filmarse en Irán, se dijeron, hay que vendérsela primero a la prensa norteamericana. Así que montaron una compañía productora falsa –Studio Six Productions, por los seis a rescatar–, poniéndole unas oficinas en el lote de Columbia en el que Michael Douglas acababa de producir El síndrome de China; sus principales socios –Chambers, Sidell y, bajo la identidad de un productor irlandés y el nombre de Kevin Costa Harkins, el propio Mendez–, se hicieron imprimir tarjetas y enseguida adquirieron un guión basado en una novela de aventuras interplanetarias de Roger Zelazny, así como el storyboard que un productor ya le había encargado a nada menos que el legendario dibujante Jack Kirby –uno de los principales ilustradores de la Marvel–. Luego diseñaron un afiche muy arquetípico del género (es decir un poco afanado a Star Wars, Star Trek, Galáctica, etcétera); publicaron avisos en las influyentes revistas de la industria Variety y The Hollywood Reporter, y convocaron a un evento de prensa con casting en el que un montón de actores disfrazados para la ocasión leyeron los absurdos diálogos de este argumento de inspiración hinduista y aires místicos acerca de un planeta colonizado por alienígenas. En la película de Affleck, toda esta primera parte –la preproducción de una no película– es lo más divertido e interesante. Si bien es cierto que la parodia sobre ese-lugar-hecho-de-mentiras-y-gente-falsa que, ah, es Hollywood, se torna un poco autocomplaciente y reiterativa, en parte podría atribuírsele a Affleck el actor, dándole su personal y público adiós a sus años de Daredevil-Pearl Harbour-Armageddon, su “miren-ahora-hago-películas-de-verdad”. Un poco canchero, a decir verdad, pero como sus películas sí son buenas, quién se lo va a discutir. Además, Arkin y Goodman funcionan tan bien juntos, como dupla de comedia, casi tan graciosos como los dos viejos de los Muppets, que uno se pregunta por qué no están haciendo más películas, por qué nadie les ofrece más papeles como éstos.
Toda esta secuencia repleta de referencias fantásticas, la parte de la preproducción, realza el carácter eminentemente bizarro de lo que vendrá después –la misión de rescate, de la que dependen varias vidas y la posibilidad de un desastre internacional– y que es absolutamente real, porque así es muchas veces el mundo, el que vemos en los noticieros –como lo ven los norteamericanos y sus “compatriotas” rehenes durante más de un año, como lo ven los refugiados desde la casa del embajador canadiense–: tanto más extraño que la ficción.
El 25 de enero de 1980, Mendez ingresó a territorio iraní, ex Reino de Irán, ahora República, vía Alemania, donde había obtenido la visa en el consulado de Bonn. Llevaba consigo los pasaportes, falsas licencias de conducir, recibos de restaurantes de Montreal, los storyboards, los ejemplares de Variety con los artículos que anunciaban la inminente producción de Argo, y otros detalles. A las autoridades iraníes les explicó que allí esperaba reunirse con el equipo de la película –el director, la guionista, la directora de arte, el director de fotografía y así–; a las autoridades del ente de promoción cultural iraní consiguió convencerlas de que, aunque el clima político no parecía el más adecuado para ir a filmar al “Oriente exótico”, la producción ya estaba en marcha, y recibió el permiso para hacer su trabajo. El resto de la historia y de la misión es lo que conviene no contar, pero que a muchos críticos norteamericanos –a pesar de las reseñas casi unánimemente favorables– no terminó de convencerlos, y será porque, en la historia real, es lo que salió muy bien y sin problemas, incluso en el aeropuerto en el que Mendez y sus seis falsos cineastas debieron pasar la última prueba hasta salir del país. El guión de Chris Terrio se basa en fuentes bien documentadas: el libro de Tony Mendez Master of Disguise (“Maestro del disfraz”) y un artículo publicado por el periodista Joshuah Bearman en la revista Wired hace cinco años contando toda la misión cuando ésta fue desclasificada, en 1997, durante la segunda presidencia de Clinton. El mismo año en que se estrenó la sátira política de David Mamet Mentiras que matan (Wag the Dog) que de algún modo plantea la misma aventura de Argo pero al revés: en lugar de inventar una película para zafar de un potencial desastre político, se usaba el cine para inventar una guerra de ficción, una guerra que no existe. Quien señaló esto con mayor precisión fue el único de los críticos norteamericanos influyentes que le hizo objeciones importantes a Argo: Richard Corliss, de la revista Time: “Al igual que Mentiras que matan, Argo hace hincapié sobre el argumento de que los agentes oficiales, tanto como los cineastas, están en el negocio de crear historias, de hacer ficción, de crear mentiras plausibles y glamorosas, lo suficiente como para convencer al público de que son reales. La vuelta, el giro de Argo, uno casi único en el cine norteamericano contemporáneo, es que los agentes de la CIA son los tipos buenos. Que están tratando de salvar vidas, no corromper continentes enteros o matar a sus mejores espías”. En otras palabras, que Affleck filma la historia de agentes de inteligencia heroicos en los mismos años en que Latinoamérica estaba tomada por dictaduras que habían llegado al poder mediante golpes de Estado apoyados por la CIA. Y que en el panorama del cine actual, ésta es la rara película sobre la CIA buena en años de Jason Bourne. Además, Corliss vio el film en su première unas semanas atrás, como apertura en el Festival de Toronto, donde fue ovacionada de pie en parte porque varios de sus héroes son canadienses y, los que no, se hacen pasar por canadienses, asunto que motivó a su vez el principio de una controversia: el propio embajador Ken Taylor (interpretado en la película por Victor Garber) señaló amistosamente algunas “imprecisiones” de la película, imprecisiones que tienen que ver, básicamente, con que el guión les resta crédito a los canadienses para asignárselo todo a Mendez, sus jefes en Langley, y sus amigos del mundo del cine.
En defensa de la película, del guionista Terrio y de Affleck, hay que decir que, al usar el subterfugio de aclarar que todo lo que se narra en esas dos horas está “basado en una historia real” y que no todo ocurrió estrictamente así como se ve en pantalla, se abren camino para un par de licencias dramáticas; que el relato apuesta más por la aventura individual que por una defensa corporativa de la CIA, y que en esos términos, lo que hicieron Mendez y sus seis rescatados constituye un episodio cargado de tensión y suspenso digno de narrarse.
Y una vez más, impriman la leyenda. Básicamente porque lo que importa –y en esto Argo es la película que parodia a Hollywood, pero busca seguir con absoluta eficacia su mayor lección– no es saber cómo va a terminar todo después de tanto sudor frío, sino creerse el momento. Y hubo quienes se lo creyeron: no sólo los guardias iraníes y los oficiales de migraciones, sino también, primero y especialmente, Hollywood: en el momento de su cierre, sin haber producido ni Argo ni ninguna otra película, el apócrifo Studio Six había recibido 26 guiones, uno de ellos, cuenta Mendez, escrito por Steven Spielberg.
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