Domingo, 21 de octubre de 2012 | Hoy
ARTE > 148 OBRAS DE GIACOMETTI EN PROA
Altas, flacas, ásperas, solitarias, pacientes y desesperadas a la vez, las figuras de Alberto Giacometti (1901-1966) caminan sin parar por una ciudad invisible, pero palpable: una ciudad como la nuestra. Sus bustos, rugosos, individuales, únicos, tomados por sentimientos y revestidos de emociones, son a la vez que observan ese mundo veloz y peligroso por el que se mueve. Casi 150 piezas que los representan llegan a Proa, y la oportunidad de pasear entre ellos, de caminar junto a ellos, y de sentirse parte de ellos, es única.
Por Gustavo Nielsen
En un episodio de Los Simpson, Homero le dice a Bart: “Nunca jamás digas nada en público hasta que estés seguro de que los demás piensan como vos”. Así empezó la conferencia sobre la ciudad que el profesor catalán Manuel Delgado Ruiz dio en la Legislatura Porteña hace dos años. La seguridad a la que Homero aspira tal vez sea un mecanismo para el éxito del funcionamiento de un espacio público, dejando el chiste a un lado.
El espacio público es el espacio de la negociación, y a la hora de crearlo desde cero también tendremos que negociarlo al estilo Simpson. El objeto a negociar suele ser mínimo: quién está primero en la parada del colectivo, quién se sentará en aquel banco, preguntar por la ubicación de un comercio. Uno evalúa a los demás transeúntes a través de cómo se presentan, no a través de lo que son. Cuentan más las pertinencias que las pertenencias, dice Delgado Ruiz. Y así describe a las personas que deambulan por la calle: “Son sólo masas corpóreas, perfiles que han renunciado voluntariamente a toda o a gran parte de su identidad. Han logrado con ello colocarse por encima de toda cosificación, lo que implica que encarnan una especie de cualquiera en general, o, si se prefiere, un todos en particular, que hace bueno el principio interaccionista de que en una sociedad como la nuestra la figura que domina es la del otro generalizado”.
Acabo de recorrer la muestra de Alberto Giacometti en la Fundación Proa y lo que vi allí es el perfil de esa renuncia urbana conseguido a fuerza de repetición y sintaxis. Lo que estudia Delgado Ruiz, hecho escultura.
Para el lego, el diseño de una plaza o una calle es una cosa fácil. Parece que el arquitecto no hubiera hecho nada; apenas un solado, una puesta de bancos, un rasgo de paisaje contenido en unos árboles, una iluminación apropiada y sanseacabó. Diseñar una plaza es diseñar un contenedor para un montón de gente reunida sobre un piso. Diseñar una calle es armar el corredor para esa gente que camina. Que cuando llega a la esquina tiene que poder derivarse en su recorrido o quedarse a esperar el encuentro con alguien. Son espacios planos, casi de dos dimensiones, adonde la tercera dimensión la da el ser humano que nombra el profesor. Sin la gente, los espacios públicos son demasiado aire, apenas nada.
Giacometti es la inversión de este paradigma. Está la gente reunida, pero le falta la plaza. La gente camina sin calle. Las tres mujeres se dan la espalda para partir, una por cada esquina, sin que nosotros veamos el canal de las bifurcaciones. En la asepsia blanca de Proa hay una reunión de espacios públicos ocupados a los que se les ha sustraído, en una operación existencialista, la ciudad.
Refiriéndose al tema, Jean-Paul Sartre escribió que Giacometti ve solamente personas en movimiento, siendo muy difícil de calcular esa visión en una escultura que no sea cinética. Las personas de Giacometti son gente que pasa. O que pasó.
Si pudiéramos colar por un cedazo a todos los personajes que cruzamos durante nuestro día en el colectivo, en la cola para pagar los impuestos, parados en los halls de los edificios, almorzando al sol, llegando en bicicleta a sus trabajos, y extraer una síntesis que reúna todos esos cuerpos en danza, con sus neurosis y caprichos, y pudiéramos sacar de ellos el extracto, la más mínima expresión, tendríamos Giacomettis.
Contra todo lo que me pueda retar la severa curadora Véronique Wiesinger, que fue quien reunió las 148 obras que aquí se exhiben, creo que hay una especie de método en Giacometti, y está referido absolutamente a lo urbano. Sus personajes desean compañía. Necesitan que esas mujeres de los burdeles bajen de los escenarios para darles un abrazo. Necesitan encontrar a sus amigos en la muchedumbre. Por eso todos levantan la cabeza; otean. Y por eso casi todos se estiran hacia arriba: para mirar por encima de la masa, de la gente que, agolpada, hace bulto. Las demás esculturas, las que no son altísimas, son bien pequeñas, como hechas con fósforos: a ésas les tocará mirar a través de las piernas de la multitud. Humanos periscopio, humanos fósforo, ambos sirven para esta tarea.
Al estirarse hacia arriba, Giacometti somete a sus hombres a un alargamiento que se asocia con una redistribución en altura de la masa corpórea. Los afina achatándolos dos veces. Primero los mete en una morsa y los aplasta por las orejas hasta volverlos casi de dos dimensiones, hombres de papel. Luego los rota noventa grados y los aprieta en la dirección nariz-nuca. Los dos achatamientos correlativos convierten al hombre en un alambre delgado y alto, mejor diseñado para moverse en una aglomeración que si tuviera un cuerpo normal.
Cuando nos acercamos a los paseantes de una ciudad real para preguntarles algo y de alguna manera establecer la negociación de la que habla Delgado Ruiz, vemos sus caras. La sala principal de la exposición de Proa lleva el nombre Figuras y bustos, las dos obsesiones de Giacometti. El hombre que pasa, figura. El hombre al que nos acercamos, busto.
Estoy detenido frente a la vitrina de los bustos. Parecen caricaturas de personas, tienen sus facciones exageradas. Le pregunto a Véronique si los modelos fueron los amigos o parientes del artista, y me dice que sí, pero que hubo solamente dos modelos. Su esposa Annette y su hermano Diego. Las decenas, los cientos de cabezas que hizo Giacometti, salieron sólo de esas dos caras. Los bustos de la vitrina tienen gestos y rasgos detallados que demuestran ira, asombro, tranquilidad o interés. Giacometti los moldeó para que fueran diferentes, al extremo de parecer tomas de personas distintas; aunque nadie en particular esté retratado en estos bustos.
El segundo detalle que veo es el contorno de estas esculturas recortado contra el blanco de las paredes del museo. No parece hecho prolijamente, como por tijera: parece cortado de la realidad con los dedos, como si el artista hubiera querido confundir, amalgamar, el fondo y la figura. Como si las personas quisieran volverse fondos y los fondos, persona. Los contornos en Giacometti están dentados para morder desesperadamente el aire de alrededor, aferrarse, captarlo.
El contorno me lleva a ver las superficies. Las superficies de los hombres y mujeres de Giacometti son rugosas, el artista les arma una piel llena de muescas y pellizcados. Esta terminación es un trabajo adicional. El somete a sus bustos y a los moldes de yeso a un tuneado artesanal, con cuchillos, gubias, lápices y más materia superpuesta. Así logra vaciados de bronce con la piel rugosa.
En la historia de la escultura, muchos bronces tienen una piel suave. Pensemos en Bourdelle, el maestro de Giacometti, o en el “Arco de histeria”, de la contemporánea Louise Bourgeois, que fue expuesto en Proa el año pasado. Los límites definen exactamente al tipo ahí colgado, un intocable, perfecto, lejano, con la piel brillante del bronce pulido. Si el hombre ahí acostado fuera rugoso, sería más fácil de abrazar sin que se resbale. Hay una necesidad ineludible de cariño en estas superficies indeslizables de Giacometti. El hombre del “Arco de histeria” está para ser admirado, analizado o estudiado clínicamente; estos hombrecitos de aquí, no. Estos somos nosotros, los que miramos la exposición.
Estamos ante un artista conceptual. En una entrevista de 1962 para el semanario comunista italiano Rinascita, Giacometti afirma que no tiene el propósito de ser un artista de la soledad. Y agrega: “como ciudadano pienso que la vida es lo opuesto de la soledad, porque importa justamente un tejido de relaciones con los demás”. Y dice que el modo solitario de su búsqueda intelectual le ha dolido, pero que no lo ha comprometido a ser el poeta de la soledad.
¿Cuánto disfruta la gente de ese aire indescifrable, peligroso, abundante que hay afuera de las casas y todos distinguimos como ciudad? Un espacio que se hace llamar público pero que en realidad es comunitario, con reglas de uso que a veces pone la Muni pero otras veces los vecinos, los piqueteros, la clase media, el tránsito, la policía, los feriantes. Valen las leyes, la presencia, el sentido común, la demagogia y hasta la mismísima violencia.
De estos atributos se nutren los seres de Giacometti. De estos atributos también huyen. Están en tensión. ¿Dije antes que lo que buscaban era amor? Me equivoqué. Lo que estos seres no tienen, lo que les falta, es casa. Eso es lo que buscan desesperadamente. Se han perdido. Y el espacio público es lindo mientras uno pueda salir de allí y regresar a la intimidad, al lugar adonde ningún desconocido nos mire caminar.
Estos personajes no sufren por soledad, como bien dice Giacometti. Son personas que no pueden abandonar la calle. Que nunca entran a casas, porque –pobrecitos– no tienen casas. Que lo único que quieren es detenerse, hartos de estar de pie, para finalmente poder tirarse en una cama con sábanas limpias, a descansar.
La colección de la Fundación Alberto y Annette Giacometti de París estará expuesta hasta el 9 de enero de 2013 en Fundación Proa, Pedro de Mendoza 1929, La Boca, de martes a domingo de 11 a 19.
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