Domingo, 4 de noviembre de 2012 | Hoy
Por Ernesto Seman
Desde Nueva York
El lunes, la cuadra vivió un momento mágico. El agua que venía de arrasar la costa de Nueva Jersey vino por la izquierda y ahogó al barrio en su esplendor. La que venía por la derecha creció hasta inundar un metro de casas y negocios. Pero frente a la cuadra se detuvo, paró, sin sentido. Un acto bíblico, alabado sea este tramo rotoso de Red Hook y una elevación inexistente como las brujas. Las aguas se abrieron y por ahí cruzamos, indemnes, rumbo a una ciudad con su vida dada vuelta y con 38 bajas.
El que no perdonó a esta cuadra es el huracán que pasó cada día entre Irene y Sandy durante los últimos catorce meses. A la casa de la esquina, una máquina excavadora le trepanó los cimientos, llevándose del barrio a una docena de personas. Maiki, el viejo puertorriqueño que resistió Irene pertrechado con cinco perros y doce cervezas, tuvo un infarto hace dos meses, con tanta mala suerte que los médicos de emergencia lo encontraron con cincuenta gramos que le dieron el pase directo del hospital a la prisión, tras cuatro décadas de servicio intachable para la comunidad. Hasta Luc, otrora novio de Lady Gaga, y por lejos el más lindo y más famoso de una cuadra de anónimos y feos, perdió a la cantante hace ya medio año, dejándonos sin la visita semanal de limusinas y adolescentes gorditos corriendo detrás.
Saliendo de la cuadra, Nueva York es simplemente tierra arrasada por un huracán, sin el glamour de las películas ni la precariedad de González Catán. Doce veces por minuto escuchás la resistencia y el coraje con los que la ciudad afronta esta y las otras tragedias que convoca con puntualidad. Hiperbólico, magnificado por la lente, heroico y algo infatuado en una mística provinciana, así reacciona el ciudadano de Nueva York. Mirado por el ojo del huracán, buscándole el gesto que confirme la singularidad de su eficiencia o la latinoamericanización irreversible que le atribuyen de antemano. En las horas posteriores, el de la comunidad es un llamado atávico. Yo aprendí hace tiempo que las donaciones son un acto expiatorio sin beneficio para las víctimas, pero Sandy es Potlatch, un carnaval invertido que revierte lo que somos habitualmente, una semana de comunión que reafirma y sepulta las 51 semanas restantes, una tragedia no en la erupción del agua y del viento sino en la puesta en escena que era la tragedia para Aristóteles; una oportunidad para re-presentarnos ante nosotros mismos. Así que me sumerjo en el espíritu solidario y produzco mi propia teletón de amor. Hago mi donación online, llevo un bidón de agua a la escuela, saludo con una dosis extra de afecto a cuanto bombero me cruzo por la calle, y le bajo una ración mayor de comida a Essette, el linyera que llegó al barrio hace doce años para que vivamos a un lado y otro de la calle que separa a los propietarios de los que no. “Essette, acá te vas a ahogar.” “Vine a darles de comer a los gatos. Me voy a las seis.” “A las seis te lleva puesto el viento, tenés que salir ahora.” Essette piensa que en Eritrea estábamos mejor, con menos gente diciéndote qué hacer, pero al final accede, deja latitas de whiskas y monta en la bicicleta, poncho al viento. Con la vista del linyera perdiéndose en un horizonte negrísimo, quiero una reivindicación a los que no llegaron a hoy, por los vecinos derrumbados, por Maiki, por Lady Gaga y el resto de los compañeros caídos.
Pasan los días y todo lo que faltaba sigue faltando, y algunas cosas que había empiezan a faltar, incluyendo subtes, nafta, agua, electricidad y gas. Un chico en Brooklyn saca un cuchillo en la cola infinita para cargar nafta, otros tantos salen a robar tiendas inundadas en Coney Island, un grupo de vecinos increpa a la Guardia Nacional que tarda más de lo previsto en traer comida al complejo de viviendas populares. El gobierno impone un mínimo de tres personas por auto para entrar a Manhattan, y la policía se come la puteada del siglo de conductores desprevenidos y avivados. Hay brotes de insubordinación y entonces el clima se hace un poco más afilado. El odio y la desobediencia no les ganan a la solidaridad ni a cierto saludable respeto por la autoridad legítima, ni siquiera les hacen partido. Y una infraestructura descomunal comienza a acomodarse, como sea, y a mover a unos 20 millones de personas de sus casas al trabajo y del trabajo al supermercado. Pero el caos al menos descorre un poco la cortina para quienes hacen de la cultura una regla de origen místico y destino normativo. No hay como un huracán para aprender que la civilidad también está pautada, en parte, por la cantidad de tiempo que llevan los escrotos en la morsa y el nivel de presión ejercida por la misma. ¿Es difícil imaginar a un argentino reaccionando con tan buen tino al marasmo que nos rodea? Tanto como suponer que un neoyorquino seguiría haciéndolo si, como al resto de los mortales, la vida se le desarmara cada cinco días.
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