Domingo, 23 de diciembre de 2012 | Hoy
MúSICA > ALEJO STIVEL, EL EX TEQUILA Y SUPERPRODUCTOR, REPASA SU VIDA Y HABLA DE SU DEBUT SOLISTA
A fines de los ’70, con menos de 20 años, Alejo Stivel desembarcó en el Madrid posfranquista junto a su madre y la familia de Ariel Rot: todos se exiliaban de la dictadura argentina. Justo antes de que empezara la Movida, llevaron el rock argentino a España con Tequila, su grupo, que se desarmó en apenas cuatro años, transformando a Stivel en veterano a los 23. Criado entre Gelman, Cortázar, Paco Urondo –el marido de su madre– y David Stivel, después de una juventud explosiva, se refugió en la producción antes de atreverse a volver al escenario. Trabajó con Joaquín Sabina –lo reinventó con 19 días y 500 noches–, La Oreja de Van Gogh y La Cabra Mecánica y ahora, de regreso a Buenos Aires, presenta Decíamos ayer, su tardío disco debut como solista, en el que homenajea a sus iconos, desde Silvio Rodríguez hasta The Clash, pasando por Spinetta, Sui Generis y Serrat.
Por Martín Pérez
Apenas diez días. Ese es el tiempo que Alejo Stivel se había reservado para poner la voz en las canciones de su primer disco solista. Con la sabiduría de dos décadas como productor a su favor, todo lo demás ya estaba donde tenía que estar. Sólo tenía que cantar las canciones antes de la llegada del norteamericano Joe Blaney, el encargado de la mezcla final. “Pero lo que no calibré era cómo me iba a sentir al pasar de un lado del mostrador al otro –confiesa Stivel, cómodamente sentado en su bar preferido de Palermo, recordando aquellos días–. Porque si bien la distancia que va de la cabina de grabación a estar frente al micrófono son apenas unos pasos, ese recorrido se me empezó a hacer cada vez más largo.” Cuenta Stivel que justo cuando pensó que todo estaba perdido, que al final era posible que no hubiese disco, se quedó solo una noche con el técnico en el estudio, dándose una última oportunidad, y entonces sí, en una sola sesión pudo grabar la mitad de los temas. “Recién cuando me quité la presión pude seguir adelante”, revela este otrora niño prodigio, hijo del productor de cine y televisión David Stivel y la actriz y maestra de actores Zulema Katz, que luego sería pareja de Paco Urondo, a quien Alejo también considera su padre. Un joven precoz que supo militar políticamente desde su más tierna edad, al mismo tiempo que aprendía a rockear viendo a sus ídolos del primer rock argentino, y que en su exilio madrileño hizo honor a ese linaje sobre los escenarios de la España post Franco al frente de Tequila, el grupo que formó junto a Ariel Rot, que arrasó con todo y también se desinfló demasiado rápidamente. De allí el título de su más que tardío debut como solista, después de su propia movida madrileña, su reconversión en –primero– compositor de jingles, y finalmente en productor discográfico. Decíamos ayer es un disco de covers, cuyo heterogéneo repertorio honra la música de aquellos gloriosos años de formación, incluyendo tanto rock argentino como español, sin desdeñar lo mejor del cancionero tanto hispano como cubano, con Serrat, Pablo Milanés y Silvio Rodríguez a la cabeza. Pero el título, que es un guiño a la frase que Fray Luis de León dijo al volver a estar frente a sus alumnos luego de ser perseguido por la Inquisición, se refiere inequívocamente a un regreso. “Hace treinta años me metí por última vez en un estudio a cantar y ahora vuelvo con canciones, además, de aquella época”, dejó en claro Alejo cuando presentó, el año pasado, el disco en España. Pero en este Buenos Aires donde Alejo ayer aún no había dicho nada, su disco de covers funciona antes que nada como una tarjeta de presentación. Presidida, en el libro que acompaña el CD, por una carta firmada por Silvio Rodríguez en la que el cantautor cubano le agradece, entre otras cosas, por Spinetta, Charly García y Nito Mestre. “Lo que pasa es que yo le hice escuchar por primera vez a Silvio, en el hogar de mi madre en Madrid, los discos de Spinetta y Sui Generis”, precisa Alejo, que no tuvo mejor idea que arrancar con las voces para su disco nada menos que con su versión rocker de “Ojalá”. “Como para no sentirme presionado...”, murmura, sacudiendo la cabeza de un lado al otro. Apenas la tuvo lista, confiesa, se la hizo llegar a Silvio, que tardaba en contestarle. “Pensé: no le gustó y está viendo cómo decírmelo.” Pero el cubano simplemente estaba de gira, y apenas tuvo un teclado a mano, le envió las entusiastas líneas incluidas en el arte del disco, que hablan de un “sonido ardiente”, de un “verbo de insurgencia”, de un “mito victorioso”. El mito de Alejo Stivel, el rocker que volvió para cantarlo.
Primero fue el poema, luego la foto. El poema es de Juan Gelman y está fechado en 1964, cuando Alejo apenas tenía 4 años. Cuando quedaba herido por algún amor, Alejo recuerda que Gelman se refugiaba en el living de la casa de sus viejos. Allí le dedicó aquel poema al pequeño hijo de sus amigos, que solía rondar al visitante. La foto es de Emilio Alfaro, otro amigo de su padre. Alejo tenía unos años más, pero aún era un niño de mirada fresca y rulos castaños. A pesar de no ser contemporáneos, el poema parecía corresponder a la imagen. Tanto, que sus padres los colgaron juntos en el living de aquel hogar trashumante, de aquel refugio de la calle Venezuela, entre Piedras y Chacabuco. Un día Alfaro vio su foto, se deleitó en su ubicuidad al lado del poema, y decidió compartirla. Armó un bastidor, hizo apenas una veintena de copias, y las repartió entre sus amigos más cercanos. “Por eso es que mi foto, junto al poema, estaba colgada por aquellos años en la casa de todos los amigos de mis padres”, recuerda Alejo, que conserva el díptico original en su hogar madrileño. Carne de poster desde mucho antes de subirse a un escenario, Alejo recuerda un trato de igual a igual con los amigos de sus padres. “Ana María Picchio me venía a buscar a casa, y nos íbamos juntos al cine, como si fuésemos amigos. ¡Pero yo apenas si tenía diez años!”, se ríe. El único con el que se notaba la diferencia de edad, explica, era con Julio Cortázar. Pero porque el inventor de los cronopios se ponía claramente por debajo de él, y escuchaba sus palabras muy atentamente, como si estuviese ante una eminencia.
Acostumbrado a ir solo a las grabaciones de Cosa Juzgada, el programa de su padre, cuando tenía apenas diez o doce años, Alejo tuvo destino de actor desde muy chico. Hincha de Racing capaz de recitar de memoria aún hoy el equipo de José, a los diez años ya había reemplazado los posters de Cejas y Perfumo en su cuarto por los afiches de Perón y Evita. Joven cachorro de la UES, recuerda haber escuchado silbar las balas de Ezeiza por sobre su cabeza, a donde fue casi sin dormir junto a Javier Urondo (el hijo de Paco), directamente de la toma de su colegio, donde disfrutaron de hacer sonar por los mismos parlantes donde se escuchaba Aurora todas las mañanas, los discos de Sui Generis y La Pesada. En una época que la militancia y el rock transitaban caminos distintos, Alejo supo congeniarlos. “Mis padres fueron muy responsables: pese a su idiosincrasia, mi casa siempre fue un hogar de verdad, donde siempre me sentí cuidado”, asegura Alejo, para quien el rock apenas si fue una forma de encontrar un lugar propio, pero siempre con la anuencia de su padres. Ese lugar sería su último refugio, cuando la explosiva situación política de la Argentina terminaría echándolo, junto a toda su familia.
El asesinato de Paco Urondo fue lo que desencadenó la huida y un cónclave familiar decidió que el destino común de exilio para las familias Katz y Rotemberg sería Madrid, donde Alejo, Ariel y Cecilia podrían crecer juntos. “Con mi madre viajamos en barco, y las horas que vi desaparecer lentamente Buenos Aires en el horizonte fueron las más tristes de mi vida –recuerda Alejo–. Como Ariel fue en avión, llegó unas semanas antes que yo, y ya había olido el ambiente de Madrid, una ciudad oscura, pero donde todo era posible, todo lo contrario de lo que fuimos viviendo en nuestras experiencias porteñas. No me olvido más de que fuimos a una plaza y Ariel sacó un cigarrillo y fue a pedirle fuego a un policía. Yo estaba aterrado, venía de una ciudad donde no querías llamar la atención, y este desfachatado apenas si podía aguantar la risa mientras hacía algo impensable unas semanas antes. Me acuerdo de que nos descalzamos en una plaza, y me terminé de dar cuenta de que todo había cambiado. Esto va a estar buenísimo, pensé.”
Alejo recuerda que comenzó a salir de sus años oscuros en España cuando empezó a hacer jingles. Sin saber muy bien por qué, después decidió producir. Y a partir de entonces se inició el segundo acto musical de su vida, que arrancó mucho más difícil que el primero. Porque con Tequila, el grupo que armaron apenas pisaron España con Ariel, arrasaron en un país en blanco y negro y que no sabía muy bien qué era eso de cantar rock en castellano. Ariel y Alejo, en cambio, cruzaron el charco con un tesoro en discos de rock argentino, y les hicieron honor con un desparpajo adolescente que los condujo rápido a la cima, pero cuatro discos después –en igual cantidad de años– todo había terminado. La movida madrileña aún no había comenzado y ellos ya eran veteranos, sin haber cumplido aún los veinticinco años.
“Ariel me dijo que dejaba el grupo, y sin él no tenía sentido seguir”, recuerda Alejo, que decidió tomarse un tiempo libre, que se fue extendiendo, lleno de excesos. “Tuve mi propia movida”, asegura, y celebra que los jingles lo hayan sacado de la inmovilidad. O más bien lo hayan aquietado un poco. Lo que le permitió empezar con la producción discográfica. “Como cantante no tienes que estar sobrio, pero como productor tienes que ser el que más lo está”, bromeó más de una vez. Su secreto, asegura ahora, siempre fue haber tenido oído de oyente, y no de músico. “Nunca entendí la división entre progresivos y complacientes –aclara–. Escuché ‘Para saber cómo es la soledad’ primero en la voz de Leonardo Favio, y lo homenajeo en la versión que hago en Decíamos ayer”, revela el productor de grupos españoles como La Oreja de Van Gogh o El Canto del Loco, pero también de M Clan o La Cabra Mecánica. “Hice discos que me llenaron de emoción, y también discos que me dieron de comer –explica Alejo–. Pero estoy tranquilo con todos ellos, porque siempre hice lo que había que hacer, sin ningún prejuicio. Porque para mí no hay música superior a otra, sino que hay música que te hace feliz, y otra que no.”
El punto más alto de su carrera, acepta aún hoy, llegó con Joaquín Sabina, y su disco 19 días y 500 noches. “Yo solía frecuentar las noches de lo de Joaquín, y lo escuchaba cantar con su voz partida. ‘Tenés que hacer un disco cantando así’, le decía”, cuenta Alejo. Y un día Joaquín lo invitó a que lo hicieran. Me acuerdo de que cuando les mostré por primera vez el disco terminado a la gente de la discográfica, apenas escucharon cómo sonaba la voz de Joaquín se removieron inquietos en sus asientos. Decían que no estaba cantando. Pero cuando terminaron de escucharlo, sabían que iba a ser un éxito.”
Ahora que le agarró el gustito, Alejo asegura que no va a dejarlo. Se refiere al hecho de ocupar el centro de un escenario, algo que no hacía desde la separación de Tequila, y a partir de entonces se había transformado casi en una fobia. “Subir a recibir un premio en un escenario me ponía incómodo”, confiesa. Pero todo cambió con el inesperado regreso del grupo de su juventud, dos años atrás. “Siempre era yo el que decía que no, cada vez que alguien sacaba el tema”, explica Alejo, que cuando llamó a Ariel para proponerle el regreso, asegura que su amigo de toda la vida no se lo podía terminar de creer. Y después él tampoco pudo creer cuando escuchó que Ariel en un principio le dijo que no. “Al final logramos hacer coincidir los tiempos de la carrera solista de Ariel con los de todos los demás, y nos pasamos más de cincuenta shows reviviendo nuestro repertorio”, cuenta Alejo, que confiesa que si está presentando un disco solista ahora es porque no pudo hacer un disco nuevo con Tequila. “La idea de hacer uno de covers se me ocurrió escuchando el último disco de Clapton”, asegura, mientras empieza a pensar en terminar de desandar el camino, y empezar a preparar todo para instalarse nuevamente en ese Buenos Aires que, desde el barco donde le dijo adiós tan lentamente, pensó que no iba a volver nunca más.
En un principio pensó en presentar la edición local de su disco tocando en alguno de los festivales masivos con los que terminó el año musical porteño, pero nunca pudo terminar de armar una banda local a tiempo. Así que el plan es esperar hasta el año que viene. Además, asegura Alejo, tampoco es cuestión de dejar de lado su otra carrera, la de productor. Una pequeña muestra de lo que aún tiene en carpeta es un disco de versiones de castellano de Dylan, para el que ya se han apuntado desde Bunbury hasta Silvio Rodríguez, que traduce y canta su propia versión de “Blowin’ in the wind”. Por eso el agradecimiento por “la ronda por el poeta de Duluth” que el autor de “Ojalá” menciona en ese texto que terminó prologando Decíamos ayer, un disco que para el público de este lado del Atlántico es una voz nueva y al mismo tiempo la de siempre. Por eso deslumbran más las versiones de clásicos que por estos pagos no tienen dueño, como “Qué hace una chica como tú en un sitio como éste”, de los madrileños Burning, que las relecturas de Sui Generis o Spinetta. El tema que el disco es el más moderno de los recuerdos: “O me quedo o me voy”, su propia versión del “Should I Stay Or Should I Go”, de The Clash, que empezaba a hacerse escuchar cuando Tequila ya había dejado los escenarios, ese ayer al que Alejo recién ahora transforma en hoy. “Los Fabulosos Cadillacs ya la habían traducido, y es muy difícil que autoricen otra. Pero le pedí una mano a Joe Blaney, que produjo el disco original, y me lo permitieron”, saca pecho Alejo Stivel, el hombre que se fue y, recién tres décadas después, decidió quedarse.
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