Domingo, 10 de febrero de 2013 | Hoy
CINE > SE ESTRENA LOS MISERABLES, LA NUEVA VERSIóN DEL MUSICAL DE BROADWAY BASADO EN LA NOVELA DE VICTOR HUGO
Desde su estreno en Broadway en los años ’80, Los miserables nunca perdió su vigencia. Se trata, claro, de la imbatible novela de Victor Hugo que conjuga como ninguna otra la épica, el melodrama y el romance; el amor y la guerra, la pobreza extrema y el ansia de dignidad. Y de personajes asombrosos como Jean Valjean, Fantine, Javert, Cosette o los horribles Therandier. En la nueva versión de Hollywood, dirigida por Tom Hooper, el elenco elegido es de superestrellas: Anne Hathaway –en una transformación increíble–, Russell Crowe, Hugh Jackman, Sacha Baron Cohen, Helena Bonham-Carter. La adaptación pierde cierta potencia frente a la obra y cierta sutileza frente a la novela –además de que el director prefiere ahondar lo menos posible en la trama social–, aunque gana con su posibilidad de recrear de manera personal y agraciada la París de entonces y a sus personajes, y de filmarlos desde las perspectivas más imponentes. Pero quizá lo más importante sea rastrear cómo esta historia de la Francia revolucionaria, los pobres, los injuriados y los desgraciados, pudo convertirse en el musical que más tiempo lleva en cartel.
Por Natali Schejtman
Hace dos años, Wisconsin fue testigo de una extraña protesta. En el capitolio de Madison, un grupo considerable de manifestantes reclamó en contra del gobernador Scott Walker. Y decidieron cantar, con orquesta y todo, no una típica canción para la ocasión, pero sí una que parecía compuesta para ellos: “Do you Hear the People Sing?” (“¿Escuchás al pueblo cantar?”), la canción que marca el momento apoteósico de Les misérables, el musical, en el cual los revolucionarios de 1830 equiparan el cantar al expresarse y avisan así que inician su barricada y que no serán esclavos de nuevo.
Suena raro que se use una canción de un musical –un género no siempre tomado en serio– para un evento tan “real”. Pero tratándose de este musical, cerca de la ópera y más bien solemne, tiene su lógica. En 150 años que lleva la monumental novela de Victor Hugo –publicada en Francia en 1862–, sus amplificaciones fueron múltiples. La trama de la novela tiene casi veinte adaptaciones entre el cine, la televisión y la radio (Orson Welles mediante), que incluyen cortos, largos, animaciones, películas mudas y otras extremadamente habladas. Con vida propia, las canciones del musical –estrenado en los ’80 en Londres y en
Broadway– son replicadas como las de ningún otro y, acaso por eso, una de esas canciones pudo haber representado con pertinencia a los indignados de Wisconsin. De la misma manera otra pudo ser perfecta para que una mujer poco agraciada de los suburbios ingleses descollara en un reality de talentos y pasara inmediatamente a la fama. Y acaso también por esa ancla rotunda en la cultura popular, ahora es el turno de llevar al cine la versión teatral musical creada a partir de la novela.
La primera escena de la nueva película, dirigida por el inglés Tom Hooper (director de El discurso del rey), es grandilocuente y algo incoherente: decenas de presos están trabajando en el puerto, bajo exigencia inhumana, castigos físicos y la mitad del cuerpo sumergido en el agua, que está tumultuosa y los golpea en la cara. A pesar de eso y de la lluvia, sus caras están dramáticamente sucias, como si estuvieran haciendo la misma tarea en el medio de la campiña. Ese énfasis visual de la pobreza como una marca indeleble que comienza por las caras y los dientes es una de las marcas de la película. Allí, en la costa, conocemos a Jean Valjean (Hugh Jackman), convicto que pasó 19 años encerrado por robar comida para alimentar a uno de sus sobrinos que estaba muriendo de hambre. En la misma escena conocemos a su antagonista: Javert, el oscuro policía al que Russell Crowe, vestido con un traje azul luminoso y siempre muy atractivo en el cuadro, no le termina de hacer justicia con su performance.
Gracias al perdón y la ayuda de otros, además de su propio esfuerzo, Valjean renace con nombre nuevo. En pocos años es alcalde de una pequeña ciudad y dueño de su fábrica más pujante. Allí trabaja Fantine (Anne Hathaway) con otras mujeres –muy malas ellas– que la denuncian –siempre cantando– porque no ha dicho que tiene una hija ilegítima. Entonces la echan de la fábrica.
Fantine comienza su derrotero miserable de decadencia, enfermedad y muerte. Vende su pelo y va a parar al callejón de las prostitutas, sucias, brutas y pomposas, para conseguir el dinero que debe mandarle a su pequeña Cosette, al cuidado de una pareja repugnante, los Therandier, compuesta por la invaluable presencia de Sacha Baron Cohen y Helena Bonham-Carter, protagonistas ambos de uno de los mejores números de la película, con un aire a Sweeney Todd (el barbero diabólico inglés, también protagonista de un musical) y alguito de la estética burtoniana.
El “descenso” de Fantine se ilustra con la famosa canción “I Dreamed a Dream”, en la que su cara rapada ocupa toda la pantalla para contar cuán feliz supo ser, cuán desdichada es. Lleno de culpa por haber echado a su madre, Valjean se hace cargo de Cosette luego de la muerte de Fantine.
El contexto es la primera mitad del siglo XIX y más exactamente las revueltas populares que se suceden alrededor de 1830. Por eso la película es una combinación entre el relato del amor y la movilización popular. Aparecerán las barricadas y los revolucionarios, Cosette se enamorará perdidamente de uno de ellos, Marius, y Valjean, el eterno prófugo, deberá tomar decisiones que le permitan a su hija ser feliz.
En sus pegadizas y poderosas canciones, compuestas por Claude-Michel Schönberg para la obra teatral y grabadas en vivo en la película como uno de los rasgos más sobresalientes de la producción, cada personaje expresa lo que siente y repone la información necesaria para que se entienda la historia. Lejos del costumbrismo, acá todo es a lo grande, incluso los parlamentos cantados que retratan sentimientos individuales, sean éstos alegres, desesperados o agónicos. En ese sentido, la novela de Victor Hugo proponía una interesante diferencia entre los personajes que verbalizaban –sus quejas, su amor, su desamor– y los que habían quedado lacónicos frente a tanta sumisión, miseria e injusticia (a veces hasta el mismo Victor Hugo se preguntaba qué estaría pensando su personaje Valjean). En la película, todos ellos, y Valjean más que nadie, declaman. Frente a una novela de corte realista, la decisión de Hooper apuesta por el artificio, a veces especialmente pictórico –como en el trabajo con los colores, esos grandes planos de cielos veteados o en todo lo que rodea a los asquerosos Therandier–, a veces algo superficial. Hay una impronta teatral intermitente que no siempre encaja. De hecho, la vehemencia insurgente que en una sala se traduce en potencia extraordinaria, en la pantalla algunas veces se licua por el uso recurrente de primeros planos y la necesidad de individualizar y mostrar, en lugar de “las masas”, al star system que tantos premios viene cosechando en esta temporada. Otras jugadas teatrales tienen más sentido y agregan aire a una película que muestra altas dosis de sufrimiento. Por ejemplo, cuando el callejero niño revolucionario Gavroche se traslada dinámicamente por París mientras canta, a veces mirando a la cámara, la historia de Francia post-revolución, mientras se ven otros rostros miserables que se abalanzan sobre las carretas de los ricos para pedir limosna.
Así como pierde cierta potencia frente a la obra y cierta sutileza frente a la novela, la película gana con su posibilidad de recrear de manera personal y agraciada la París de entonces y a sus personajes, y de filmarlos desde las perspectivas más imponentes. También, esta versión dirigida por Hooper es muy clara en plantear el contrapunto entre el melodrama y la gesta épica (una combinación rastreable en la novela original): la historia de amor entre Cosette y Marius, la confrontación entre Marius y Enjolras, su camarada, con el tópico amor vs. revolución (“el rojo de la pasión” vs. “el rojo de la sangre de los hombres enojados”, dice cada uno), la balacera de la fuerza pública y el rescate íntimo de Valjean a su potencial yerno.
Si bien no es una novela especialmente panfletaria, en Les misérables Victor Hugo se dedicó tanto a las historias de amor (no sólo la de Cosette sino también la de su pobre madre Fantine con el hombre que las abandonó, por ejemplo) como a las discusiones revolucionarias de los jóvenes del ABC, y a la descripción totalizadora de la Francia post-napoleónica. Sin menospreciar la innegable fuerza de los números musicales alrededor de las barricadas, en esta adaptación el conflicto social que atraviesa a todos los personajes en la novela se va lavando en su misma suciedad, demasiado puesta en escena.
Pero más allá de las características particulares de esta versión, algo sucede con esta obra que no sólo no pierde su vigencia sino que la aumenta con los años. En parte eso se debe al poder de una novela original inagotable. Pero en parte también se debe a que para una buena porción de gente, esa novela de casi 2 mil páginas es ahora un puñado de hits que desafían su propio alcance.
En su artículo “Ni siquiera Hollywood puede arruinar a Les misérables”, Laurie Winer explica que el musical llegó a Broadway en 1987 –se había estrenado en 1980 en París y en 1985 en Londres–, con el sida en su pico máximo de asedio, Reagan y la “Reaganomics” (como se conoció su política económica de reducción de gasto público y desregulación de la actividad económica) y una enorme cantidad de nuevos pobres y enfermos mentales merodeando en las calles de Nueva York: “Fue el musical correcto en el momento indicado”, concluye Winer. Tal vez en esos orígenes coyunturales pueda rastrearse lo que viene sucediendo desde entonces con este show de la pobreza y de las revoluciones inconclusas que es el musical que más tiempo lleva en cartel.
A aquella manifestación de Wisconsin se le podrían agregar una serie de usos y costumbres de Les misérables que incluyen a American Psycho, de Bret Easton Ellis y sus múltiples referencias al show de Broadway; o la aparición de un personaje digno de otro musical: Susan Boyle. Si el musical es casi siempre la representación cantada de la proeza individual de alguien de afuera –feo, pobre, ex convicto– que pasa al centro de la escena, eso le cabe tanto a Jean Valjean como a esta señora de pueblo con una voz hermosa que le demostró al jurado que ella podía hacer su propia gesta. ¿Qué cantó Susan en aquella memorable ocasión? “I Dreamed a Dream”, en una clara identificación con el personaje de Fantine. Pero en este caso, los miserables ya no eran necesariamente los pobres sino más bien los invisibles para el showbiz, como esa mujer que quería ser una cantante profesional y no había tenido la chance hasta ese día.
Quizá la posibilidad de ponerles una cara diferente a estos personajes según la época sea parte del secreto de su éxito y de su vigencia. Al no meterse con mayor profundidad en la trama social, Hooper optó por no aggiornar el contenido de manera evidente, en tiempos de revueltas e indignación global. Para eso, seguro más temprano que tarde, ya llegarán nuevas versiones de una novela universal y para todos los tiempos.
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