Domingo, 10 de febrero de 2013 | Hoy
ARTE > LA RETROSPECTIVA DE OSCAR MUñOZ EN EL MALBA
Con casi cuarenta años de producción, Oscar Muñoz es uno de los nombres más importantes del arte contemporáneo de Colombia. Cercana a la fotografía, su obra indaga temas que van desde la luz y la fijación de las imágenes hasta la memoria individual y colectiva. Protografías, la exhaustiva retrospectiva de su obra que puede visitarse en el Malba, plantea recorridos intensos, a veces fallidos, con frecuencia de tal riqueza que permiten lecturas que van de lo dramático a lo gracioso.
Por Verónica Gómez
Tiempo-Muerte-Desaparición-Dolor-Memoria -Trascendencia-Identidad-Existencia... son algunos de los términos utilizados con frecuencia para abordar la obra del artista colombiano Oscar Muñoz (Popayán, 1951), que presenta varias décadas de su trayectoria en una exhaustiva muestra titulada Protografías, vigente en el Malba hasta fin de mes. En su reiteración casi automática, desde epígrafes hasta críticas, estos términos se vuelven solemnemente aparatosos. Nos piden que entremos de puntillas a la muestra, con la gravedad que exigiría la estadía en un velorio. Obedientes al clima sugerido, paseamos lentamente por las salas de exposición impregnándonos de dramatismo. Nos dejamos rodear por los fantasmas que Muñoz invoca en un bajísimo esplendor monocromático que va del gris al pardo, con un arsenal de técnicas sorprendentemente versátil para decir casi siempre lo mismo, aunque distinto. A partir del fantasma número 50 o 60 (ya perdimos la cuenta) algo parecido al hastío se apodera de nosotros. Nos pesa el traje. Y nos olvidamos del motivo por el cual debíamos estar tristes o compungidos o, al menos, un poquito consternados. Echamos una mirada al epígrafe para retomar la actitud que corresponde. Pero cuesta. Nos sentimos incómodos, fuera de lugar y circunstancia. La incomodidad surge de un conflicto todavía no resuelto: debemos estar serios, todo en la muestra nos lo pide, pero la seriedad, al ser impuesta, nos empuja a la risa. Hay dos caminos: impostar o retirarse de la exhibición antes de que la carcajada no pueda ser reprimida. Probamos el primero y la incomodidad se acentúa hasta que el aburrimiento desarma el conflicto. Ya no hay ganas de reírse. En cambio, un sentimiento anodino reemplaza la tensión. Nos vamos de la muestra farfullando una pregunta que tiene el sabor de la esperanza: ¿es posible tratar una obra de tal envergadura con humor? Lester, personaje de la película dirigida por Woody Allen, Crímenes y pecados, decía que la comedia es igual a tragedia más tiempo. Si le dedicáramos el tiempo, no un tiempo razonable, sino un tiempo exageradamente extenso a la contemplación de la obra de Oscar Muñoz... ¿lograría hacernos reír? Con probar no perdemos nada. A lo sumo, pasaríamos por irrespetuosos.
Llegamos a la sala de exposición y, a modo de felpudo de oscura bienvenida, nos recibe un gran hall forrado con fotografías aéreas de la ciudad de Cali encapsuladas bajo vidrios de seguridad templados. Son 36 módulos de 1 m2 cada uno. La obra se llama Ambulatorio. Bajo el peso de sucesivas caminatas de espectadores el vidrio ha ido estallando en incontables fragmentos y el lamento de una ciudad que abunda en historias de violencia y narcotráfico se ha dejado oír a modo de crujido agudo y chirriante. A un mes de inaugurada la muestra, el estallido es imperceptible para el oído humano. Parece que no queda nada por estallar. Pisamos un poco más fuerte para gozar del efecto que la interactividad de la obra propone y nada. Ningún sonido. ¿La obra dejó de funcionar? Comprobamos que, en este caso, el paso del tiempo trae aparejada una dosis de frustración para la sana malicia destructiva del espectador. Hete aquí la paradoja: una, obra cuyo leitmotiv pareciera ser jugar al truco con los vericuetos del tiempo sobre el material y salir airosa esgrimiendo una enseñanza, es derrotada por él. La experiencia calculada de antemano para ser vivida por el espectador no tiene lugar. En cambio, el supuesto fracaso de la obra abre la primera brecha para que la nariz del humor se asome a olisquear algo más interesante que una lección conceptual. De ahora en más queremos que Muñoz, siguiendo los consejos de Beckett, y por su propio bien, fracase cada vez mejor. Y no tarda mucho en complacernos.
Esta vez se trata de Aliento, una serie de discos de acero serigrafiados con grasa. A simple vista el espejo está vacío, sólo vemos nuestro propio rostro reflejado. La idea es que soplemos sobre el espejo y nuestro aliento haga aparecer el pequeño rostro de un muerto extraído del obituario de un periódico. Un fantasmita flotando en un punto difícil de determinar, entre nuestra boca y nuestra nariz. Es una linda idea. Poética, sutil. Sensible. Nos hace tomar conciencia del poder de elementos invisibles y vitales como el aire. El aire que contenemos y soltamos puede dar vida, aunque sea a un muerto. Soplamos entonces. Aun sabiendo el efecto de la acción, estamos entusiasmados como chicos que juegan por decimoquinta vez al mismo juego con la inocencia de la primera vez intacta. Y nada. No aparece la carita. Un poco más fuerte, teniendo cuidado de no escupir. El agua, en este caso, no sería bienvenida. Nada. Soplamos más fuerte aún, a riesgo de parecernos al lobo de Los Tres Chanchitos. Nada. Nuevamente frustrados, preguntamos a la cuidadora de sala qué pasó, adónde se fue la carita. Nos explica que hasta hace un tiempo estaba ahí, pero que se ve que se ha gastado y que ya no funciona. El muerto no parla. A veces pasa. Seguimos, dispuestos a escarbar en los mecanismos de aparición y desaparición de la imagen que Muñoz escudriña magistralmente y que, aun en los momentos en que somos estafados, seducen nuestra curiosidad.
Tres bateas de acrílico llenas de agua en el piso. Sobre la superficie del agua flotan cúmulos de polvo de carbón. Un par de metros arriba, de la pared salen tres tubos delgados, uno sobre cada batea. Son algo así como duchas, pero de un solo agujero. Un veloz razonamiento deductivo nos sugiere que caerá una gota de agua en el centro de la batea y que esa gota modificará el dibujo de carbón. Nos quedamos un rato esperando que algo suceda. La gota se hace rogar pero esperamos igual, en una especie de apuesta del tipo “a ver quién aguanta más sin pestañear”. Esto es entre La Gota y nosotros. Empecinados como estamos, el trajín alrededor se anula. La gota no cae. El dibujo sigue suspendido en el agua, inmóvil. Nada pasa. Excepto que nos duelen un poco las piernas. Insistimos. Tenemos ganas de meter el dedo en el agua y revolver el carbón. Pero no es nuestra tarea, es misión de La Gota, y no vamos a facilitársela. El tiempo pasa y nos vamos poniendo nerviosos. Acudimos, una vez más, a la cuidadora de sala. Preguntamos por la gota, que por qué no cae. “Hace tres días que no gotea”, recibimos la respuesta, valga la redundancia, como un baldazo de agua fría. “¿Y cuándo va a volver la gota?” “No se sabe.” El futuro habla parco a través de la cuidadora de sala y se nos presenta como un abismo de incertidumbres. Decidimos esquivar el bulto. Simulacros, la obra en cuestión, parece invitarnos a jugar el juego de las estatuas y hay tanto para ver todavía que preferimos rechazar la invitación y darnos por vencidos antes de condenarnos a la espera de Godot. ¿Otra obra que no funciona? ¿O será que Muñoz nos está tomando el pelo? Nos empieza a caer cada vez más simpático el artista. Picarón. Pensará que somos gatos. Pero no, la curiosidad no nos mata. Inmunes, proseguimos.
En sintonía temática, de las duchas pasamos a las Cortinas de baño (1985-86). Esbozos ocres de figuras humanas estampadas se revelan como apariciones en el plástico blanco. La luz artificial que atraviesa el plástico juega un papel fundamental en la construcción del claroscuro. Estos espectros poseen actitud. Se mueven. ¿Se acicalan? Se repliegan sobre alguna parte del cuerpo cuyo detalle nos es vedado. ¿Quién siendo niño no ha sucumbido a la tentación de correr la cortina del baño de un tirón para ver si un extraño se agazapa en la bañera dispuesto a atacarnos? ¿Y no hemos sido asaltados acaso por un sentimiento ambiguo al toparnos con el vacío del otro lado? Una mezcla de alivio por la falta de peligro pero también de desilusión al ver truncada la fantasía. Muñoz no deja espacio a la fantasía: lo que anuncian las cortinas son, claramente, figuras humanas. Y sabemos que detrás no hay nada. Que es puro truco. La hipersensibilidad con que Muñoz se acerca a los materiales, la ductilidad emotiva y fineza con que calibra el alma de las cosas físicas, queda opacada por la invariable forma final que adoptan estos encuentros alquímicos, mágicos: la figura humana. La insistencia de Muñoz en la figura humana, y especialmente en el rostro humano, al que somete a procesos que dan cuenta de una vocación experimental vastísima, funciona como una pancarta de tipo humanista o de facilismo políticamente correcto, donde la obviedad empobrece la lectura y viene a entorpecer la riqueza técnica. Porque a veces la técnica, como un adn irrebatible, dice todo lo necesario. Tan es así, que ponerla al servicio de un mensaje, más que potenciarla, la ahoga. Arriesguemos una hipótesis, algo burda, pero no por eso desdeñable: si Muñoz usara macetas en lugar de rostros, si usara paraguas o chimeneas, en lugar de cuerpos... ¿no nos agarraría desprevenidos y nos permitiría así vivenciar los misterios de la contingencia con más hondura? En cambio, los cientos de rostros humanos que aparecen y desaparecen en la obra de Muñoz son, por lo previsible y estereotipado, un obstáculo a la hora de embarcarnos con el artista en el apasionante juego material que su obra no parece tener miedo de transitar. Más que en la vida o la muerte, la memoria individual o colectiva, la profundidad de la obra de Muñoz reside en el juego. Y, por qué no, en el chiste. Es una obra profunda y oscuramente chistosa. Quizás el ejemplo más cabal de esta arista un tanto inesperada sea una de las obras que integran la muestra: Sedimentaciones. Vemos sobre una mesa alargada una proyección. En los extremos hay dos lavabos. Entre ellos se despliega una serie de retratos fotográficos de distintos tamaños. Intercalados, hay algunos papeles en blanco. Una mano asoma y toma una fotografía. La sumerge en el líquido del lavabo y la imagen se borra, escurriéndose su sustancia por la rejilla. La mano coloca el papel, ahora en blanco, sobre la mesa. Un breve tiempo muerto es interrumpido por una mano (la misma de antes) que vuelve a tomar el papel en blanco y lo sumerge en el lavabo contrario. Un cúmulo gris se desliza, flotando sobre el líquido hasta depositarse en el papel donde queda fijado en forma de rostro. El rostro no es el mismo. El sujeto de la fotografía no ha resucitado, ha reencarnado. Ahora vive en otro cuerpo. La escena se repite rutinariamente. Una cara reemplaza a otra y el mundo continúa girando impávido. El intercambio de figuritas, lejos de ser dramático, resulta un truco gracioso. Y bien mirado, es un chiste negro. La elección de la figura humana adopta en este caso un matiz que trasciende la obviedad. La elección se torna perversa. Muñoz parece decirnos: “Miren qué fácil y divertido es jugar a ser Dios”. Y ahora que sabemos que la obra de Muñoz no es guiada exclusivamente por la bondad ni por la preocupación social ni por los grandes temas de la humanidad, ahora que sentimos que podemos entregarnos al divertimento sin pudor, su obra nos cae infinitamente mejor. Era sólo cuestión de tiempo.
Oscar Muñoz Protografías
Hasta el 25 de febrero en Malba-Fundación Costantini, Av. Figueroa Alcorta 3415
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