NOTA DE TAPA
Reina de corazones
¿En qué punto se cruzan Eva Perón, el secuestro y muerte del general Aramburu y la obra de Borges? En su último libro, La pasión y la excepción (Siglo XXI Argentina), Beatriz Sarlo investiga eso que llama una trilogía argentina: primero, el modo en que la imagen erigió a Eva Perón en “reina del Estado social peronista”; cómo, después, su cuerpo terminó alimentando los motores ideológicos más radicales de la década del ‘70; y, finalmente, la forma en que la violencia política de esos años aparece en Borges.
Por Daniel Link
En El Crack-Up, una de las más grandes novelas cortas del siglo pasado, Francis Scott Fitzgerald observa que “la prueba de una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo, y seguir conservando la capacidad de funcionar”. En el caso de Beatriz Sarlo, y en particular en su último libro, La pasión y la excepción, esas ideas son identificación y distancia. Porque allí Beatriz Sarlo trabaja alrededor de la construcción de la imagen de Eva Perón (entendida como un proceso de corporización de la soberanía política), el secuestro de Aramburu y ciertos textos de Borges (“un personaje, un acontecimiento, una escritura”) como partes de una “trilogía excepcional”. El punto de vista de una tal configuración sólo puede sostenerse, tal como se lee en el prólogo que se reproduce en esta misma edición como anticipo exclusivo, a partir de una tensión que caracteriza, si hay que creerle a Fitzgerald, sólo a las inteligencias de primera clase.
Yo ya no soy aquella mujer, dice Beatriz Sarlo con todas las letras, y en esa constatación funda el punto de vista que la guía: identificación y distancia. Por eso quien escribe La pasión y la excepción no es aquella que recuerda, y en esa distancia busca una garantía: Beatriz Sarlo no apela a su memoria ni a la memoria de los otros sino al análisis de los documentos de época. En los diferentes momentos de la iconografía de Eva Perón y los comunicados fundacionales de Montoneros lee la formación de un cuerpo soberano (el de Evita) y de un conjunto de pasiones alrededor de ese cuerpo. Entre ellas, la venganza.
–Me interesa la venganza. Hay que reconocer que también lo fascinó a Borges. Pero se la ha pensado poco cuando se trata del presente, como si su cualidad pasional estuviera fuera de lugar. En el pasado, fue una institución de justicia, una institución fascinante y terrible. La cuestión es que no desaparece por completo del escenario moderno; permanece como recuerdo, pero también como recurso en última instancia, cuando se piensa que otra justicia es imposible o que siempre tomará el partido de los vencedores contra los vencidos. De todos modos, no se puede explicar toda la política de los ‘70 a partir de la venganza. Eso sería descabellado, como cualquier explicación que tuviera sólo un eje. Lo que digo en el libro es que el secuestro y el asesinato de Aramburu son, entre otras cosas, una venganza. Y trato de volver a los sentimientos que acompañaron esos días, para empezar, trato de recapturar mis propios sentimientos de entonces (no los del presente). Por eso no me ocupo del caso Aramburu a la manera de las memorias que se han publicado en los últimos años. No quise escribir una mezcla de recuerdo y transformación del recuerdo en otra cosa, a veces melancólica, a veces celebratoria y nostálgica. No me interesa, en el caso Aramburu, qué puede recordarse hoy, sino qué pensaron y dijeron, en esos días, los que hicieron la acción. No trabajo con testimonios tardíos (alejados más de veinte años), sino con huellas y documentos del pasado contemporáneo a los hechos. Lo que me intriga es la persona que yo fui, que ellos fueron, no lo que recuerdo o elijo recordar de esa mujer. El recuerdo tiene siempre un elemento bienpensante y, muchas veces, exculpatorio. Y no quisiera pensar bien de mí misma (o de otros) sino aproximarme lo más posible a lo que éramos entonces, a comienzos de la década del 70. Quiero saber lo que fui.
Pareciera que hay una dimensión explicativa nueva en su trabajo: la pasión como motor de la acción política pero también como fundamento de la producción de la verdad...
–Quise decir algo bien sencillo: que no hay acción política sin compromiso de las zonas menos controladas de la subjetividad. No hay acción que se sustente sólo sobre las ideas. La acción es oscura, porque conocemos su impulso sólo de modo imperfecto. Aceptar la oscuridad de la acción implica justamente reconocer el límite que la acción plantea al conocimiento. De nuevo, buscar el lado oculto, precisamente porque está oculto. En lugar de explicar lo que se cree saber, buscar la explicaciónde aquello que probablemente nunca se sabrá por completo. Trabajar una historia reconociendo su cualidad de iceberg. La acción-iceberg como modelo de trabajo.
La batalla de las ideas
Así planteado, La pasión y la excepción es un libro que no hace sino continuar un libro anterior de Sarlo, La batalla de las ideas (1943-1973), donde ofrecía una meditada y precisa antología de textos de época (aproximadamente la misma época que cubre ahora La pasión y la excepción) cuidadosamente presentados como un mapa de un debate cultural que hay que reponer como trasfondo de los procesos y acontecimientos que Sarlo narra ahora en su último libro. De hecho, La pasión y la excepción tiene un carácter marcadamente narrativo y los momentos más explicativos o argumentativos del libro han sido relegados al final, como “hipotextos” que pueden leerse independientemente.
–Me interesa narrar historias. También quise hacerlo en La máquina cultural. Las historias no están lejos de las ideas. Por el contrario, son un paisaje que permite verlas mejor. De allí viene la fuerza de la narración: su capacidad para acercarse (a veces más que ninguna otra disciplina de las llamadas científicas) a nudos significativos. Narrar es el desafío después de que tanto la historia como la literatura pensaron que la narración ya no era posible. Sólo vale la pena intentar lo que no parece posible.
¿Por qué analiza la construcción del cuerpo de Eva y no sus peripecias postmortem?
–La singularidad de la figura de Eva Perón es que, con el tiempo, pudo transformarse: primero ser bandera política, luego signo de lo que Carlos Altamirano llama el “peronismo verdadero” y, finalmente, objeto de marketing simbólico. Sin el espesor que tuvo, Eva ya hubiera sido normalizada, como de hecho Perón fue normalizado. Perón es un personaje histórico. Eva sigue siendo, todavía hoy, una especie de personaje fabuloso, una cantera, quiero decir un lugar donde se suman cualidades extraordinarias cuya prueba es que son las cualidades de una persona extraordinaria. Aquí está la circularidad de la leyenda, que no quiere decir que sea falsa o verdadera. La leyenda es precisamente un más allá de lo verdadero o de lo falso. Yo quise trabajar en el más acá, es decir en las condiciones físicas, materiales, corporales que hicieron a Eva Perón. No me interesó en cambio el lado gótico de las peripecias del cadáver que sólo prueban de qué modo la venganza que se ejerció sobre Eva era parte de la potencia que tenía tanto para los vencedores como para los vencidos de 1955.
Una corriente interpretativa poderosa ha colocado la figura de Evita en el ámbito del kitsch (peronista), que usted sistemáticamente rechaza...
–Es una idea fácil la del kitsch peronista. Un movimiento de masas tiene que tener una estética y es bastante improbable que esa estética sea la del decoro burgués o la de alguna vanguardia. Esto es tan obvio que no da para mucho más. Por otra parte, lo que me interesa de Eva, su cuerpo de reina del estado social peronista, tiene poco de kitsch. Es un cuerpo de reina y una iconografía de reina. A veces el kitsch está en la mirada; encontrar que algo es kitsch quizás resulta de no poder caracterizarlo con más precisión o, directamente, no entenderlo.
Revolución y milenio
Así como en La batalla de las ideas Sarlo incluyó un capítulo especialmente dedicado a analizar las confluencias, en la década del 70, entre creencia religiosa e impulso revolucionario, en La pasión y la excepción vuelve sobre la misma articulación milenarista, como clave de lectura de la política de esos años.
–Carlo Ginzburg, en El queso y los gusanos, dijo que la herejía de un molinero del siglo XVI es producto del encuentro de una cultura popular con las páginas de algunos libros. Yo creo que el modelo de la frase de Ginzburg sirve para caracterizar al grupo que secuestró a Aramburu, y alos Montoneros: resultan del encuentro de la radicalización católica con el peronismo que venía de la resistencia. Ahí se cruzan dos creencias fuertes: el peronismo, que se consideraba representante de la Nación y movimiento irredento; y el catolicismo revolucionario que quiere implantar la justicia en este mundo y ha hecho su “opción por los pobres”. La imagen de Cristo guerrillero no la inventé yo. Cristo, Camilo Torres, el Che Guevara eran mártires de la justicia y se los colocaba juntos, en la misma frase. Por otra parte, la idea misma de revolución tiene algo de milenarismo laico: transformación radical, llegada de la justicia a todas las esferas, liquidación de los enemigos y del Mal, y, como consecuencia, inversión radical del orden impuesto. Los católicos tercermundistas, los nacionalistas, los peronistas no podían dejar de entenderse, hablaban el mismo dialecto, la lengua revolucionaria.
¿Puede ese tríptico sobre Eva Perón, Borges y Montoneros leerse como un “ensayo de interpretación nacional”?
–Es difícil saber qué cosas conducen a un libro. No hay que descartar la casualidad, que nos llama sin que sepamos del todo las razones del llamado. Como casi siempre, estaba trabajando sobre Borges que, de modo inevitable, da la impresión de que no se lo ha leído del todo. Sigo encontrando en él claves diferentes de las que encontraba hace algunos años. Por otro lado, escuchaba la repetición de lo que se ha dicho sobre Eva Perón, una especie de juego de variaciones, que me dejaba descontenta, como si de ella sólo se pudiera hablar con un stock de ideas. El secuestro de Aramburu, por el que se reclamó el cadáver de Eva, armaba una especie de triángulo que valía la pena explorar. Lo que resultó es este libro que, sin duda, habla sobre la Argentina. Pero no se me ocurre que pueda ser tomado como una síntesis del siglo que pasó.
Postula una coincidencia entre “El otro duelo” de Borges y el asesinato de Aramburu, como formando parte de una misma configuración de sentido. ¿Cómo se explicaría esa contemporaneidad?
–”El otro duelo” y el asesinato de Aramburu fueron extrañamente contemporáneos, en las mismas semanas de 1970. Esto es una coincidencia. Sobre las coincidencias se puede insistir de manera detectivesca y paranoica, con lo cual lo más probable es que no se llegue a nada interesante. Pero, por más ajenos que parezcan los hechos, también se puede tomar en serio que, en un momento dado, esas cosas (un cuento de Borges, un secuestro y ajusticiamiento) se dieron al mismo tiempo. Es decir que se puede trabajar dentro de la coincidencia con la idea de que los hechos coincidentes impresionaron a muchos al mismo tiempo (ése fue mi caso con la historia de Borges y la de Aramburu). Por otra parte, Borges produce siempre una especie de efecto revelador, en el sentido en que se revela una fotografía. Borges tiene una especie de perspectiva privilegiada: es más lo que hace ver que lo que muestra. De allí, Borges se volvió inevitable en este libro, no sólo por cuentos como “El simulacro” o “Emma Zunz”, sino porque también de él podía contarse una historia de pasiones y de nostalgia de pasiones. Más que una invariancia de tradiciones culturales, el cuento de Borges publicado en 1970 y la muerte de Aramburu muestran que, quizás por azar, hay coincidencias que luego obligan a ser tomadas en cuenta porque, aunque los hechos o los discursos sean independientes unos de otros, su contemporaneidad los ilumina extrañamente. Por supuesto, esto sucede sólo en el caso de textos particularmente densos y de hechos particularmente cargados. No se trata de unir lo que es contemporáneo porque lo es, sino de fijarse en la extrañeza que producen algunas contemporaneidades.
Palabras que importan
Tanto en la lectura de las imágenes de Eva a partir de la cual se construye su excepcionalidad (“Eva se vuelve hija de sus palabras y de las que escucha a su alrededor”), como en la lectura de los textos de Montoneros sobre el secuestro y asesinato de Aramburu, se deja leer la hipótesis de que las identidades y los acontecimientos son efectosde discurso. O que el discurso, en última instancia, es mucho más que una combinatoria de palabras.
–Para mi generación, Eva Perón es, en primer lugar, un hecho de discurso: del discurso antiperonista y gorila, y de la saga de la injusticia y el regreso que estaba escribiendo el peronismo desde la resistencia. La voz de Perón formó parte de lo que escuché, sin entender, cuando tenía diez o doce años; y luego, la voz en las cintas que Perón enviaba desde Madrid; y los relatos de una época perdida; y la división entre amigos y enemigos. Con esto no quisiera decir que todo lo social es discurso: Eva fue un cuerpo, y eso es lo que trato de demostrar en el libro, un cuerpo que se volvió excepcional; el Estado de bienestar a la criolla del primer peronismo no fue un hecho de discurso. Pero yo lo conocí en el discurso de la política y de la leyenda. El caso Aramburu fue una gigantesca operación discursiva, pero esa operación estuvo sostenida por varias muertes, entre otras las de casi todos los que participaron en el secuestro. La muerte sostiene e inspira ese momento fundante del peronismo revolucionario. Me interesa cómo llegamos a eso: de qué modo el peronismo revolucionario tejió la trama única donde la leyenda peronista se convirtió en una práctica que fue aceptada porque había discursos, abundantes discursos, que la volvían adecuada y necesaria. ¿Cómo pudo producirse eso? ¿Cómo llegamos a pensar, peronistas y no peronistas, lo que pensamos? A las palabras no se las lleva el viento precisamente.
Pareciera repetir un mismo ademán en El imperio de los sentimientos (donde leía viejas novelas sentimentales) y en La pasión y la excepción, donde manifiesta la misma fruición por fotografías de moda igualmente viejas. Como si la distancia temporal se le hiciera necesaria para bloquear las identificaciones ingenuas que la cultura atribuye al género femenino.
–Tendría que responder, de nuevo: las palabras. Mirando las fotos de Eva Perón, sobre todo las que van desde sus comienzos como actriz hasta su coronación como reina peronista del Estado de bienestar a la criolla, me di cuenta de que no se habían usado las palabras justas, las palabras que venían de aquellos años: bordados, recamados, telas, botones, lentejuelas, príncipe de Gales, corte cruzado, drapeado, forrado, pespunteado. Esas palabras son las que dialogan mejor con las fotos. Analizar esas fotos no fue un ejercicio de semiología, sino la reconstrucción de un vocabulario. Por supuesto, conozco ese vocabulario porque soy mujer y lo escuché en mi infancia, lo hablaban las mujeres de mi familia y las modistas. Estoy convencida de que ese vocabulario designa con exactitud, se trata de palabras especializadas, que forman parte de un saber. Y ese saber, el de la moda y el del cuerpo recubierto por la moda, produjo la imagen de Eva. No fue difícil porque, además, sentí el placer de la exactitud para describir bien lo que había sido bien hecho. Es probable que sea la sensibilidad de una mujer, pero no necesariamente sólo posible en una mujer. La sensibilidad atribuida a las mujeres tiene menos miedo a la banalidad y por eso, llegado el caso, se defiende mejor de lo banal.
Aunque no lo parece, su libro es fuertemente polémico, dado que trabaja con “sensibilidades” que, como usted señaló antes, están todavía vivas en la Argentina. ¿Contra qué interpretaciones de la historia política fue escrito este libro?
–Para ser franca, a este libro lo escribí en contra de la nostalgia de los años 70. No se necesita la nostalgia para pensar que había ideales allí que merecen ser respetados. Por otra parte quería explicarme algo que digo en el comienzo: ¿por qué leí con admiración e irritación, al mismo tiempo, un cuento de Borges publicado en los meses del secuestro de Aramburu; y por qué festejé su asesinato? Busqué una respuesta, lo cual representa, si se quiere, ese imposible que vale la pena intentar.