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Domingo, 10 de agosto de 2003

Una trilogía argentina

POR BEATRIZ SARLO

Hay razones biográficas en el origen de este libro y conviene ponerlas de manifiesto. Formo parte de una generación que fue marcada en lo político por el peronismo y en lo cultural por Borges. Son las marcas de un conflicto que, una vez más, trataré de explicarme.
En agosto de 1970, la revista Los libros publicó “El otro duelo” de Borges. La nota editorial, escrita seguramente por Héctor Schmucler, decía: “El 24 de agosto Jorge Luis Borges cumple 71 años de edad. Coincidiendo con esa fecha, aparecerá en Emecé un nuevo libro de cuentos: El informe de Brodie. El hecho adquiere especial importancia si se considera que el último había aparecido en 1953. De los once cuentos que componen el volumen, el autor de Ficciones ha seleccionado especialmente para Los libros el que se publica en estas páginas”. El cuento de Borges, quizás el más sangriento que haya escrito, presenta una carrera de degollados: dos gauchos soldados, cuya rivalidad es conocida por todos, prisioneros en uno de esos encontronazos desprolijos de las guerras civiles del Río de la Plata, son condenados a muerte. La ejecución será macabra y prolongará esa rivalidad. El capitán anuncia: “Les tengo una buena noticia; antes de que se entre el sol van a poder mostrar cuál es el más toro. Los voy a hacer degollar de parado y después correrán una carrera”. Y eso es exactamente lo que sucede: la burla primitiva, la ejecución de la que Borges no silencia los detalles truculentos de la obra del cuchillo, los chorros de sangre, los pocos pasos que ambos rivales dieron, mientras sus verdugos sostenían las cabezas recién cortadas. El degüello de los prisioneros no fue sólo un acto de crueldad inconsciente sino una farsa macabra. Después de muchos años, Borges elige como anticipo de El informe de Brodie esta historia bárbara y de nuevo enfrenta a sus lectores con la diáfana narración de un suceso brutal y remoto.
Borges era tan legible como ilegible. ¿Por qué este viejo refinado visitaba otra vez la campaña del siglo XIX y otra vez escribía un cuento en el que un mundo primitivo y legendario es captado por una narración disciplinada y perfecta? En 1970, yo no podía saber que iba a seguir preguntándome por Borges y que no iba a encontrar nunca una respuesta que me convenciera del todo. En 1970, para mí Borges todavía era un irritante objeto de amor-odio. También para muchos otros la relación con Borges oscilaba en el conflicto entre la denuncia y fascinación. Algo quedaba claro: Borges era inevitable y, por eso, Los libros, una revista de izquierda, le dedicaba la tapa de ese número publicado en agosto de 1970. En agosto de 1970, Borges ya comenzaba a ser la cifra de la literatura argentina que fue durante las tres décadas siguientes.
Dos meses antes, el 29 de mayo, los Montoneros habían secuestrado a Pedro Eugenio Aramburu. La casual proximidad de ambas fechas es sólo eso, una coincidencia de la que no podrían extraerse más conclusiones. O quizá solamente una. Borges y los hechos que se producen en ese año ‘70 definieron, de diverso modo, los años que vendrían (como si se tratara de dos naciones distintas que se entrelazaban momentáneamente para luego separarse). En agosto de 1970, yo leí, entre asombrada e irritada, el cuento de Borges. Semanas antes los Montoneros habían secuestrado a Aramburu. Ambos hechos (aunque entonces no lo supiera) serían fundamentales en mi vida. Este libro intenta comprender algo de esa configuración política y de esa presencia cultural. Festejé el asesinato de Aramburu. Más de treinta años después la frase me parece evidente (muchos lo festejaron), pero tengo que forzar la memoria para entenderla de verdad. Ni siquiera estoy segura de que ese esfuerzo, hecho muchas veces durante estos años, haya logrado capturar del todo el sentimiento moral y la idea política. Cuando recuerdo ese día en que la televisión, que estaba mirando con otros compañeros y amigos peronistas, trajo la noticia de que se había encontrado el cadáver, y luego cuando también por televisión seguí el entierro en la Recoleta, veo a otra mujer (que ya nosoy). Quiero entenderla, porque esa que yo era no fue muy diferente de otras y otros; probablemente tampoco hubiera parecido una extranjera en el grupo que había secuestrado, juzgado y ejecutado a Aramburu. Aunque mi camino político iba a alejarme del peronismo, en ese año 1970 admiré y aprobé lo que se había hecho.
El cadáver de Eva Perón fue invocado en el secuestro de Aramburu, en su interrogatorio y en la sentencia de muerte. Sobre ese cadáver, ya había escrito Rodolfo Walsh su cuento “Esa mujer” y allí una frase tuvo la capacidad profética de anunciar lo que vendría después: “Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amargada, olvidada sombra”. Se alzaron esas olas y barrieron los primeros años de la década del setenta. El secuestro de Aramburu fue el comienzo de la marejada. Ese cadáver también era una cifra.
El cadáver de Eva Perón era parte de un pliego de exigencias que incluían también el regreso de Perón a la Argentina. Estos reclamos atravesaron dieciocho años desde 1955 hasta 1973, dándole dimensiones épicas a la lucha de una Argentina verdadera e irredenta. Para alguien como yo, cuya familia participó de la oposición “gorila” al primer gobierno peronista, tanto la figura de Eva como la admiración por el talento maniobrero, la astucia socarrona, las ideas y el carisma de Perón fueron el capítulo inicial de una formación política que implicaba una ruptura con el mundo de la infancia. Ser peronista (significara eso lo que significara) nos separaba del hogar e, imaginariamente, también de la clase de origen. Quienes no heredamos el peronismo sino que lo adoptamos, no teníamos de Eva casi ningún recuerdo, fuera de los insultos que se pronunciaban en voz baja, las fotos de los diarios y el revanchismo triunfal de septiembre de 1955. Debimos, entonces, conocer a Eva, recibir el mito de quienes lo habían conservado. Tanto como ella fue producto de la voluntad y la audacia, nuestra Eva salía de la voluntad política impulsada por la leyenda peronista.
Eva había muerto cuando yo tenía diez años. Mi padre no me permitió ir a su interminable velorio en el Congreso. Pocos años después, con la dudosa ayuda de La razón de mi vida encuadernado en cuero rojo, debo de haber construido para mi uso (como tantos otros) la imagen de una Eva revolucionaria, movida por la ingobernable fuerza de lo plebeyo, más militante que aventurera, para citar la disyunción clásica de Juan José Sebreli. Sin embargo, Eva seguía siendo una figura ajena a mi experiencia, una condición a alcanzar o una alegoría cultural del peronismo, el personaje de un relato del Estado peronista que, en sus manos, había tenido algo de edad de oro. Recuperar su cadáver era un proyecto de piadosa justicia y reparación de un crimen alevoso; pero, sobre todo, significaba que el peronismo había ganado la partida.
Por eso, este libro vuelve a Eva para averiguar algo más. El camino hacia ella comienza con un texto de Copi, escrito también en 1970 con los restos de discursos oídos en la Argentina de nuestra infancia. Y termina con un texto de Borges, el otro argentino inevitable. También vuelve a Borges para intentar saber algo más de la venganza política con que se inició el último tercio del siglo XX. Quise plantear de nuevo la pregunta de por qué el secuestro de Aramburu fue vivido por miles como un acto de justicia y reparación. Borges dijo que todas las historias estaban en unos pocos libros: la Biblia, La Odisea, el Martín Fierro. Probablemente también casi todos los argumentos estén en Borges.
He trabajado en tres planos que se fueron intersectando a medida que avanzaba. El saber del texto borgiano, la excepcionalidad de la belleza,la excepcionalidad extrema y pasional de la venganza. Un personaje, un acontecimiento, una escritura, si no me he equivocado, forman la trilogía excepcional a la que traté de encontrar algún sentido.

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