Domingo, 5 de mayo de 2013 | Hoy
ARTE > LA MUESTRA ALGUNOS ARTISTAS EN FUNDACIóN PROA
La muestra Algunos artistas presenta tres recortes posibles del arte argentino, surgidos de las colecciones de Gustavo Bruzzone, Esteban Tedesco y Alejandro Ikonicoff. Con un innegable acento en los años ’90, ánimo dicharachero y sin una curaduría central, la muestra se pregunta por los cambios que experimentaron la idiosincrasia artística y la escena del arte en Buenos Aires desde aquellos años hasta hoy. Y de alguna manera abre un espacio para generar curiosidad y preguntas, con la sensación de que hay mucho todavía por decir.
Por Claudio Iglesias
“Más de una vez me enteraba de que estaban por destruir ciertas obras. Entonces los llamaba y les decía: ‘No las tiren, esperen’.” La anécdota de Gustavo Bruzzone sobre los orígenes de su colección se ajusta perfectamente a los artistas que pasaron por la galería del Centro Cultural Rojas entre 1989 y 1996, bajo la dirección artística de Jorge Gumier Maier, con una nómina que incluye a Alfredo Londaibere, Marcelo Pombo, Fernanda Laguna y muchos otros. Sus obras a veces estaban hechas con materiales baratos y poco durables, eran demasiado pequeñas, y tal vez no muy fotogénicas. No eran lo que uno esperaría de una colección de arte contemporáneo. Rebosantes de ingenuidad y patología, no eran producto, tampoco, de artistas profesionales. Sin embargo, entrarían en los libros de historia y recorrerían páginas enteras de diarios y revistas. Más de veinte años después siguen resultando referenciales: el Winco de Pombo, los objetos de Gumier Maier o el ñandú velocirraptor de Miguel Harte robándose una empanada son imágenes indelebles, sedimentos de un momento específico y liminal de las relaciones entre arte y conciencia, cuyo significado cambió drásticamente en Buenos Aires, en el curso de pocos años.
Algunos artistas fue el título que Gumier Maier utilizó para presentar a su elenco en una muestra en 1992 en el Centro Cultural Recoleta. Algunos artistas es, ahora, el título elegido para presentar tres recortes posibles del arte argentino entre los noventa y el presente, surgidos de las colecciones de Bruzzone, Esteban Tedesco y Alejandro Ikonicoff, en la Fundación Proa. Con un innegable acento en los noventa, con ánimo muy dicharachero y sin una curaduría central, la muestra extiende al público una pregunta por los cambios que experimentaron la idiosincrasia artística y la escena del arte en Buenos Aires desde aquellos noventa hasta estos dos mil diez.
Ya desde la introducción (curada por Rafael Cippolini, como el capítulo correspondiente a Bruzzone), la intelección de sí mismo de la que es capaz el arte aparece representada en un panel de retratos de artistas realizados por colegas (como Alberto Goldenstein y Rosana Schoijett). La revista ramona, el Rojas, Belleza y Felicidad son algunos de los ambientes reconstruidos en esta sección prologal que, más allá de sus acentos sentimentales, estimula la percepción del ambiente artístico de Buenos Aires en el tránsito que va del siglo pasado al nuestro como una escena vivificada por un fuerte pathos artístico, encarnada en espacios dirigidos por artistas, con un sentido de la entrega y el extremismo libre de cualquier tufillo a burocracia, gacetilla de prensa o discurso institucional.
Justamente, la particularidad imborrable de la colección Bruzzone tiene que ver con el arte argentino de los noventa como nicho ecológico diferenciado, en el concierto de la institucionalización global del arte contemporáneo. El esteticismo a contrapelo de la época, el concepto de arte como objeto de una devoción desequilibrada y gratuita, el culto de lo imaginario y una sensibilidad al mismo tiempo atrofiada y voluptuosa pueden individualizarse más o menos en los distintos artistas que pasaron por el Rojas, pero constituyen una fuente de rasgos comunes, una idiosincrasia genética distintiva de una generación que tuvo entre sus premisas la “necesaria innecesariedad” (según Gumier Maier, parafraseando a Kant) del arte, como momento específico en su relación con la sociedad y la historia. Lo que quiere decir que no existe vara alguna para comparar el arte argentino de los noventa, ni a partir del neoconceptualismo académico entonces en ascenso en otras plazas latinoamericanas, ni a partir de los modelos de artista “internacional” disponibles en la década del ochenta. En el mejor de los casos pueden deslizarse hipótesis sobre algunos atavismos del propio arte argentino: Aizenberg, Cándido López, Prilidiano Pueyrredón y Berni, tal vez en ese orden, serán los artistas con los cuales la generación del Rojas dialogará encendidamente. Las referencias a la geometría serán laterales, de raigambre más morfológica que propiamente concreta. Dos grandes cuadros imprevistos, de dos figuras secundarias pero sugerentes, son los de Ziliante Musetti (Colorido de árboles, 1987) y Guadalupe Fernández (Edificio Libertador, 1997).
Indiferente a los requisitos de inserción global en una década de fronteras abiertas, los artistas del Rojas formaron un microclima intenso, dotado de reglas propias, que inmediatamente se convirtió en historia, en tradición, en forma. Sin embargo, como artistas de carne y hueso que vivían y trabajaban en una ciudad, no se sustrajeron al balance ecológico general. De la misma manera, la historia de los mamíferos no depende de la historia de los reptiles; pero sin el repliegue de los grandes reptiles, es imposible entender cómo las diminutas ratas placentarias del Cretácico llegaron a dominar la biosfera como lo hacen hoy en día.
Gracias al despliegue de una infraestructura institucional que en los noventa no había existido (basta pensar en el Malba, o en la consolidación de la feria arteBA), con el cambio de siglo se produjeron nuevas condiciones de acceso a un mercado más globalizado en el que, simultáneamente, el concepto “arte contemporáneo” comenzó a tener más presencia hasta convertirse en una marca, un sinónimo de estilo de vida. La idealización del arte morbosa y espiritual hasta en sus elementos más sensuales que había dado vida a la escena de los noventa, entre el Rojas y Belleza y Felicidad, ya no tenía las ventajas adaptativas de antaño en un contexto de demandas profesionales crecientes, y en el que la ecuación “arte-consumo” adquirió nueva forma.
Y si bien sería erróneo decir que Esteban Tedesco representa al coleccionista profesionalizado y supuestamente internacional que proliferó en la década pasada, su colección (curada por Ana Gallardo) permite apreciar el espíritu de esa época: con la vista todavía inflamada por las imaginaciones deformes de Lindner o Benito Laren, un pequeño paso hacia la segunda sala trapezoidal de la Fundación Proa alcanza para ver cuadros más grandes, piezas más fotogénicas y actitudes más rígidas. Esta sala es un diorama evolutivo del boom comercial doméstico: una época de grandes animales monocromáticos y prolijos que se pasean orondos por el entorno de exhibición comercial, del que son nativos. Enmarcadas o embutidas en vitrinas, sus obras nos hablan de una trama de galerías e instituciones privadas que en la década anterior no existía, así como de la creciente dispersión en el ambiente de cierta internacionalidad aséptica y homogénea.
Tomando en cuenta estos rasgos puede reconocerse la dimensión casi contracultural de la colección de Alejandro Ikonicoff (curada por Cecilia Szalkowicz y Gastón Pérsico) como exponente de los años dos mil. Más que en la lucha de los grandes predadores del mercado que pelean por llevarse el hueso más grande y vistoso, el trabajo de Ikonicoff como coleccionista cubre los desarrollos del segmento emergente, por un lado, y por otro los desempeños de artistas que tuvieron siempre un pie fuera del mercado, o trataron de generar experiencias performativas esporádicas. La colección misma surge como resultado colateral del apoyo ofrecido por Ikonicoff a la producción de los artistas, en muchos casos financiando sus proyectos o ideas a cambio de “algo”. Este “algo” es lo que le da a la colección un aspecto más gestual que material. Casi no hay cuadros grandes (casi no hay cuadros, a secas), pero hay un cuadro emblemático: un Retrato (2007) de Valentina Liernur que consta de depósitos de pigmento negro, chorreaduras violáceas y apliques plateados que forman una idea nocturna y bizantina del color como maquillaje, como consumo, como moda, que Liernur desarrolló en muchos otros cuadros y exhibiciones. Hay una imagen de época en este cuadro: la imagen de una belleza profesionalizada, espectacular y rígida, sensual, pero a la vez inerte.
Si bien el arte argentino de los noventa existió como tal y tuvo conciencia de sí mismo, no existe sin embargo un libro que haya recogido sus trazas fundamentales y justificado, al mismo tiempo, el esfuerzo y los costos de impresión. Los teóricos que en su momento pensaron en el tema, llegada la década del dos mil, se escaparon por la puerta lateral de sus ocupaciones paralelas, tal vez con el olfato de que los noventa podían convertirse en un tabú intelectual. Los mejores textos teóricos sobre el tema siguen siendo un artículo de Inés Katzenstein y algunas intervenciones puntuales de Rafael Cippolini. La muestra concluye por eso de la mejor forma: en un libro, un catálogo con lo más significativo del debate sobre el arte de los noventa, en el que intervinieron muchas voces, desde un imprevisto Pierre Restany (que cinceló el concepto del “arte guarango”) hasta un crítico local como Santiago García Navarro, que acusó a Gumier Maier de amputador. De esta manera, el catálogo promete ser como la edición en DVD de una película de culto, un compilado de ideas, absurdos y excesos teóricos alrededor de una pieza central: el texto que Gumier Maier escribió para acompañar la muestra El Tao del Arte, también en el Centro Cultural Recoleta, en 1997, con la que el ciclo de exhibiciones en el Rojas quedaría cerrado.
Hacía mucho que no se veía en Buenos Aires una exhibición institucional importante. Habría que remontarse a la retrospectiva de León Ferrari de 2004, o a las muestras antológicas de Liliana Porter, Pablo Suárez y Liliana Maresca en distintos museos por esa época, momento tras el cual las instituciones vernáculas entraron en una especie de invierno científico sazonado de exhibiciones internacionales enlatadas. Algunos artistas corta con el letargo y genera curiosidad, preguntas. Y la sensación de que hay todavía mucho para decir.
Algunos artistas se puede visitar en Fundación Proa, Av. Pedro de Mendoza 1929, La Boca, Caminito, de martes a domingo de 11 a 19.
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