Dom 19.05.2013
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ENIO IOMMI (1926-2013)

Yo no sé lo que es el arte

› Por Juan Pablo Cambariere

Fui ayudante de Enio Iommi durante nueve maravillosos años.

Lo primero que hacía Enio al llegar al taller era barrer, decía que lo relajaba, que le daba un momento para pensar. Barría las hojas del otoño en el patio y el polvo que se juntaba en cada baldosa del piso del taller.

Era bastante cabrón y difícil. Pero al mismo tiempo era la persona más dulce y divertida del mundo.

Enio Iommi me ofreció ser su ayudante cuando yo acababa de dar el ingreso a Bellas Artes. No sabía nada de mí y yo poco de él. “Vení, así te vas a ganar unos mangos”, dijo. Hasta conocer a Enio yo quería pintar, pero entrar en su universo y amar la escultura para siempre fue la misma cosa. ¿Saben cuánto más caro, complicado y disfuncional es ser escultor que pintor? Me cagó la vida, Enio.

Nada le resultaba indiferente. Cuando digo nada, quiero decir realmente nada. Al discutir cualquier trabajo en proceso de algún alumno nuevo lo hacía como si estuviera debatiendo el Manifiesto Invencionista con Tomás Maldonado o Theo Van Doesburg. Esto para un alumno es conmovedor, embriagante.

Como buen tano, disfrutaba mucho de la comida. Durante algunos períodos salíamos a almorzar a bodegones o bares de cuarta cerca del taller. Enio sabía siempre qué tenías que pedir en cada lugar. “Acá pedite la sopa de verdura”, me decía, y yo lo miraba con desconfianza, pero le terminaba haciendo caso. La sopa de verdura siempre resultaba ser un manjar.

Siempre separaba en sílabas algunas palabras, especialmente laburar. “¡Hay que la-bu-rar!”, subrayaba cada tanto.

Tuve la suerte de ayudarlo en el montaje de muchas exposiciones. Era un espectáculo verlo resolver en una tarde un espacio en el cual interactuaban 15 o 20 obras súper complejas.

El día que montamos la muestra en el ICI jugaba Argentina con Grecia en el Mundial de EE.UU. Así que en la mitad del montaje nos fuimos a un bar del microcentro a ver el partido. Todavía recuerdo cómo se paró de un salto, la expresión de alegría, los puños cerrados y los codos pegados al cuerpo celebrando el primer gol de Batistuta. Yo ya hacía un par de años que trabajaba con él, pero gritar un gol juntos es algo que une a los hombres de una manera difícil de explicar.

Tenía desesperación por transmitir sus conocimientos, no en forma presumida o soberbia, ni tampoco bajando línea. Simplemente se reconocía como portador de algo invaluable que debía ser transmitido.

“Yo no sé lo que es el arte”, decía cada tanto (en el taller o en alguna vernissage) como quien tira una bombita de olor en una iglesia. Y le brillaban los ojos cuando veía que algunos se daban vuelta desconcertados.

Era muy divertido (ya sé que ya lo mencioné, pero vale la pena repetirlo).

A veces se ponía a contarme historias de cuando era joven, historias que sabía que a mí me fascinaban. Yo, por pudor, nunca me atrevía a pedírselas, entonces él cada tanto me decía con expresión cómplice “vení, vení” y largaba:

“Una vez volvimos con R (de más está decir que R era otro monstruo del arte latinoamericano) y estábamos tan borrachos que...” O: “El movimiento (ACI) tenía también músicos, que obviamente hacían conciertos. No sabés los bodrios que nos comíamos, y nos teníamos que sentar horas a escucharlos con cara de concentrados, porque eran parte del movimiento, jajajajaja”. Y se moría de risa.

Yo lo trataba de usted, él me tuteaba.

“Nunca te presentes a concursos”, me decía. Creo que éste es uno de los consejos que más me ha redituado seguir.

Sabía que lo que importaban eran las personas. Podía apoyar incondicionalmente al alumno o camarada más mediocre si lo consideraba buen tipo, y rechazar los favores de la más poderosa y renombrada figura del mundo del arte, si le parecía lo contrario.

Como todo gran maestro, no contestaba siempre lo mismo ante la misma pregunta. El contestaba lo que sabía que su interlocutor necesitaba oír en ese momento. Tenía tantas respuestas como interlocutores.

Una de las cosas que yo más admiraba de él era lo curioso e inquieto que podía llegar a ser. No dudaba en arriesgarlo todo y reinventarse en cada muestra.

Es cursi decirlo –especialmente ahora–, pero no por eso es menos cierto: hacía parecer fácil lo difícil.

“¡AYUDANTEEEEEE!”, me llamaba cada tanto delante de alguna visita o del grupo de alumnos. Yo dejaba de hacer lo que fuera que estaba haciendo y atravesaba el taller caminando a dos metros del piso, reventando de orgullo.

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