Cuando hace pocos días El gran Gatsby de Baz Luhrmann abrió el Festival de Cannes con una lujosa y un tanto desconcertante versión de la novela de Francis Scott Fitzgerald, la era del jazz empezó a encontrar su lugar en el cine global, con versión 3-D y una mirada sobre la riqueza, el derroche y el clima de fin de época que inevitablemente puede leerse en sintonía con la actual crisis financiera internacional. Con Leonardo DiCaprio como figura estelar, lejos de la versión nostálgica de Robert Redford de 1974, el Gatsby de Luhrmann se convierte en una contundente muestra del alcance y los límites del cine de este tiempo.
› Por Mariano Kairuz
Primero, antes que la película, viene el mito de la “infilmabilidad”. Esa idea de que hay libros que no pueden ser convertidos en películas, ya sea porque tienen dos mil páginas o porque son centrales en ellos recursos narrativos de difícil o imposible traducción (como, por ejemplo, el “fluir de la conciencia”) o porque son irreductiblemente literarios, repletos de un lirismo, una abstracción o un espesor metafórico que resiste duramente su transformación en imágenes. El gran Gatsby vendría a ser una de esas novelas infilmables, o eso se dice a menudo, aunque nadie parece poder explicar exactamente por qué. No es que el libro de Francis Scott Fitzgerald no ofrezca escenas y diálogos y acciones concretas que puedan ser llevadas a la pantalla casi literalmente: de hecho, una de las razones que hacen de él un clásico es justamente su aparente sencillez, su fluidez, su esquema argumental accesible, fácil de seguir. La noción de que El gran Gatsby es infilmable parece surgir, más bien, de la comprobación del fracaso de todos los intentos previos: según los registros disponibles, desde el de la primera adaptación cinematográfica, muda, hecha en 1926 (un año después de la publicación original del libro y hoy supuestamente perdida), pasando por la que protagonizó Alan Ladd en 1949 y que nadie recuerda con admiración hasta la más conocida, la de 1974, con Robert Redford, que el legendario crítico del New York Times, Vincent Canby, lapidó en su momento escribiendo que la película era “tan inerte como un cadáver que parece llevar demasiado tiempo en el fondo de una pileta”. Pero es probable que el rechazo tenga un origen aún más arraigado y difícil de combatir, anclado en cierto esnobismo común: la reverencia que ha inspirado esta novela que en su momento no fue un éxito comercial ni especialmente considerada por los críticos ni en los círculos literarios de su época, pero que casi noventa años después mantiene una vigencia inquebrantable.
La pregunta, entonces, es por qué no habría de poder filmarse. El gran dilema del gran Gatsby es que aquello que parece destinado a perderse en la traducción no son las acciones y los diálogos, sino las ideas detrás de ellas. El propio Fitzgerald, frustradísimo por la pobre recepción inicial de la que esperaba que fuera su obra consagratoria, consideró en su momento que nadie parecía tener la menor idea acerca de sobre qué trata la novela. Será por eso que, cuando se acercaba el estreno de la versión de Baz Luhrmann, muchos empezaron a afilar sus cuchillos. Lo más esperable para quienes conocen su filmografía era que Luhrmann se apropiara de la novela, llevándola a su estilo de brillo y exceso, el tipo de espectáculo desaforado en el que moldeó a su Romeo + Julieta (ni el primero ni el último Shakespeare trasladado a fines del siglo XX o principios del XXI, pero seguro que el más estridente), y en particular su desbordado melodrama musical Moulin Rouge! A los que aleguen que el estilo de Luhrmann es pura forma, puro estallido y pirotecnia y escaso contenido, se les podría contestar que algo de eso hay en la novela de Fitzgerald, que en parte a eso apunta su descripción de las fastuosamente decadentes fiestas de la mansión Gatsby, que Luhrmann filma en un 3-D saturado de color la puesta en escena orgiástica, el obsceno despilfarro que Fitzgerald tipeó en su máquina de escribir; sólo que en la largamente estudiada y debatida parada moral del libro, todo esto prefiguraba la catástrofe financiera de 1929. “La película queda consumida por el mismo exceso que la novela miraba con escepticismo”, escribió el crítico norteamericano Eric Kohn en el sitio indieWire nueve días atrás, cuando El gran Gatsby se estrenaba en Estados Unidos, cinco días antes de abrir el Festival de Cannes, y seis antes de su estreno en Argentina y buena parte del mundo con una campaña publicitaria a la desproporcionada medida de sus ambiciones.
Pero, podría decirse, el que quiera El gran Gatsby que lea el libro, que para eso está. Si algo se le podía pedir a Luhrmann era que fuera con la novela todo lo irrespetuoso que su instinto le reclamara, que la destrozara para extraer una experiencia auténtica, que sirviera en todo caso como complemento del texto de Fitzgerald; que siguiera la máxima de que no hay mejor manera para una película de serle fiel a una fuente literaria que serle totalmente infiel, que tratara de extraer su espíritu, algunas ideas, un foco de inspiración. Y en ese sentido es probable que Gatsby decepcione: pareciera que Luhrmann trató de hacer Moulin Rouge! con Gatsby, que “luhrmanizó” la novela, pero... no lo suficiente.
Sí, está la banda sonora extemporánea, que utiliza en diversas capas el hip hop provisto por Jay Z en lugar del jazz de los años locos, justamente porque, dice Luhrmann, el hip hop representa lo que el jazz representaba noventa años atrás: “Una de las cosas que Fitzgerald hizo muy exitosamente”, dijo el director, “fue tomar todas las cosas nuevas y modernas, tomar la cultura popular de su época, y ponerla en su novela. Debíamos acercar al público de hoy una manera de sentir cómo era leer la novela en los años veinte, cómo era estar en Nueva York en esa época. El en particular utilizó la nueva música callejera afroamericana, que era el jazz. Y eso es hoy el hip hop”.
Pero si lo que Luhrmann quiso fue dar una versión de la historia de Fitzgerald que pueda llegar al público actual con la misma fuerza con que la novela buscó interpelar a los lectores de su época –y cree además que los tiempos son propicios para ello, ya que, como dijo en entrevistas, el mundo atraviesa los coletazos de otra crisis bursátil-especulativa como la de fines de los años veinte–, y poner a prueba su vigencia y proverbial carácter intemporal, bien podría haber intentado trasladar toda la acción a la actualidad, preguntarse quién sería Gatsby hoy, cuál sería hoy el origen de su fortuna, quiénes representarían el old money y el new money norteamericanos. Como experimento hubiera sido interesante. Por supuesto que es poco elegante (por no decir sencillamente un vicio estúpido de la crítica) juzgar a las películas por lo que no son en lugar de por lo que son, pero lo cierto es que la idea parece acechar ahí mismo, en las deliberada y recargadamente artificiosas imágenes de la película que Luhrmann sí hizo.
Finalmente, cuando todos aquellos elementos de la novela que parecían perfectos para someterse al procedimiento del director, la gran bacanal se termina y da lugar a la tragedia de la última parte, Luhrmann desacelera pero no parece querer ni atreverse a abandonar su desbocada propuesta inicial. Y entonces, lo que en el libro expresa el desengaño, la desilusión, el anticipo de la debacle, en la película se vuelve sencillamente anticlimático. Como apunta el crítico Scott Foundas, “¿A quién le importa saber que estás condenado, si vas a irte de este mundo viéndote genial como DiCaprio?”. El punto ya sin retorno acaso sea la famosa y fatídica escena del accidente de auto: Luhrmann se empeña en narrar lo que en el libro está contado de modo descarnado, con la misma espectacularidad que viene arrastrando desde el comienzo. La fiesta ya terminó, pero el show debe seguir.
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