FOTOGRAFíA> EL SILUETAZO DESDE LA MIRADA DE EDUARDO GIL
Hace treinta años, durante la III Marcha de la Resistencia de las Madres de Plaza de Mayo, hombres, mujeres y niños bocetaron y pintaron cientos de figuras con forma humana que después salieron a pegar por la Plaza de Mayo y alrededores. Así se gestó El Siluetazo, una acción estética y política que logró hacer presente a los desaparecidos. Ahora, el fotógrafo Eduardo Gil, que estuvo ahí, recuperó las fotos que tomó ese 21 de septiembre de 1983 y las presenta en una emocionante muestra en el Parque de la Memoria.
› Por Mercedes Halfon
El 21 de septiembre de 1983, en la III Marcha de la Resistencia organizada por las Madres de Plaza de Mayo, tuvo lugar un suceso muy particular: hombres, mujeres y niños, de pie o en el piso, bocetaron y pintaron, en un improvisado taller que ocupó la Plaza de Mayo y sus alrededores, cientos de figuras con forma humana que luego salieron a pegar. Eso fue El Siluetazo. Una potente práctica tan estética como política que hizo visible en el espacio público, en la Catedral, en los árboles de esa Plaza histórica, en los bancos aledaños, las demandas que el movimiento de derechos humanos venía enarbolando en aquella finalización de la dictadura militar.
Concretamente, se trató de la confección sobre papeles de siluetas del cuerpo a escala natural, que luego se pegaron de a cientos. Ese día y el siguiente se convirtieron en la presencia de una ausencia: dolorosa, flamante, no del todo segura, que se fundía con el reclamo de las Madres de “aparición con vida”, que todavía resultaba más una esperanza real, que el postulado ético en el que luego terminó convirtiéndose. Con el paso del tiempo este contundente recurso visual se extendió espontáneamente. Las siluetas están en las rejas de la ESMA, en el pavimento de la 9 de Julio, en la Plaza misma, pero ese Día del Estudiante fue la primera vez que se hicieron y el acto tomó dimensiones monumentales.
Luego hubo dos Siluetazos más: en la previa de la asunción de Alfonsín (diciembre de ese mismo año) y en marzo del año siguiente. La idea partió de tres artistas visuales, Rodolfo Aguerreberry, Julio Flores y Guillermo Kexel, a lo que se sumaron aportes de las Madres, las Abuelas, otros organismos de DDHH, militantes y activistas, que terminaron de darle forma definitiva. Pero la concreción, y esto es lo que le da la dimensión gigantesca e inusual al acontecimiento, fue llevada a cabo por los manifestantes. Ellos fueron los que pusieron su cuerpo (literalmente) para que otros dibujaran su contorno, los que pintaron, los que pegaron. Dicen Ana Longoni y Gustavo Bruzzone en el prólogo del volumen de título homónimo, dedicado a analizar y recopilar documentos sobre este suceso: “El Siluetazo señala uno de esos momentos excepcionales de la historia en que una iniciativa artística coincide con la demanda de un movimiento social, y toma cuerpo por el impulso de una multitud”.
Muchos sueños tomaron cuerpo en esa práctica, ese día: la colectivización de los medios de producción, el proyecto vanguardista de unir arte y vida, el encuentro certero de una función social para el arte. Pero El Siluetazo, sin embargo, no es recordado como un hecho artístico, sino como un acontecimiento cuyo lugar está en la historia a secas, antes que en la historia del arte. Un acto político que quiso echar luz sobre los eufemismos inventados por la dictadura militar (frase de Videla mediante) en la figura del desaparecido. Una de las formas posibles de acercarse hoy a este suceso es a través de las fotografías que quedaron. Eduardo Gil estuvo allí en carácter de manifestante y tomó testimonio con su cámara. Su muestra en el Parque de la Memoria permite volver sobre El Siluetazo y pensar su perduración como hecho irrepetible.
Impulsado por la investigadora Ana Longoni que realizaba para Adriana Hidalgo el mencionado El Siluetazo, Gil desempolvó todo el material registrado esa jornada. Para su sorpresa vio que las imágenes, tan diferentes de lo que su trabajo siguió siendo y es en la actualidad, resistían el paso del tiempo. Muchas de las fotos que podrán verse en la muestra integraban su archivo personal, pero nunca habían sido mostradas. Sólo dos de ellas forman parte del acervo fotográfico acerca de aquel día y deben haber sido, sin duda, actores de la construcción de su memoria y recuerdo. Una es “Siluetas y canas”, donde vemos un mural con siete siluetas alineadas una al lado de la otra; y ante ellas, pero dándoles la espalda, indiferentes o tal vez custodiándolas, dos policías que miran hacia los márgenes opuestos de la imagen. Las siluetas de los uniformados se superponen con las siluetas vacías: como si sus sustancias fueran parte de lo mismo y a la vez no, completamente antagónicas.
Su relación con la fotografía profesional, recuerda Eduardo Gil, por esa fecha recién empezaba. Antes había pasado por una cantidad considerable de estudios y oficios que interesa enumerar: piloto de aviones, meteorólogo, chofer de taxi, estudiante de sociología, empleado bancario, ejecutivo a cargo del departamento exterior de una empresa, entre otras cosas: “Yo empecé a hacer fotos en el ‘76. En ese año trabajaba en una multinacional, era jefe y a la vez delegado. Y tuve que renunciar. Por eso los primeros años tomé la fotografía como medio para ganarme la vida. De a poco, por mi formación empecé a ponerme muy crítico, a estudiar, profundizar en el lenguaje fotográfico. Una de las primeras influencias que tuve fue Cartier-Bresson, esa idea del momento preciso, de ir con la cámara buscándolo, era lo que primaba en el momento en que hice las fotos. Mucha gente fotografió El Siluetazo, pero mi búsqueda fue desde una dimensión estética, más allá de lo documental”. Mirando las fotos se percibe una impronta de fotorreportaje que él denomina “latinoamericanista”. Se destaca el uso exhaustivo de las posibilidades del blanco y negro, con las sombras que dibuja el sol sobre las calles, las siluetas, los grises del pavimento, los uniformes, las pinturas, las blancas pancartas.
Además de las fotos de ese primer Siluetazo, la muestra de Gil está integrada por otras dos series. Una –que sucede cronológicamente antes– es la II Marcha de la Resistencia, ocurrida en diciembre de 1982; y otra que sucede después: se trata de planos detalle de los ojos de los desaparecidos, tomadas directamente de los carteles que piden por su aparición, con una ampliación tal que se ven las tramas y los pigmentos. Los tres trabajos circulan por las mismas ideas: del registro documental a una mirada que se vuelve tan formal que se adentra hasta la matriz de los mismos hechos: sólo quedan las materias primas con que éstos fueron construidos.
Eduardo Gil se emociona al recordar esa fecha en la que como un manifestante más acudió, pero en vez de a poner su cuerpo, a poner su cámara y su mirada: “Yo no pinté ninguna silueta. Mi rol era mostrar lo que estaba pasando. Sentí que la cámara era la herramienta ideal para dar cuenta de una situación que en ese momento no sabía que era histórica, pero sí era interesante. Por eso hice un registro meticuloso de la secuencia. Un criterio de documentar, están todos los pasos. Fue muy fuerte a nivel de lo que había en el aire. Recuerdo a modo de sensación una cosa casi diría mística. Parecía al principio una propuesta, como los pañuelos... pero de pronto parecía que algo más, las presencias cobraban vida y corporeidad, el grito de ‘presente’ con el nombre y la fecha. Los chicos con los pinceles llenando las imágenes, gente que no se conocía trabajando junta. Fraternidad espontánea, algo imparable, crecían las siluetas como un grito silencioso, les daban cuerpo a los que no estaban”.
Entre las diversas interpretaciones del Siluetazo que figuran en el estudio de Longoni-Bruzzone, se menciona la doble función acusadora-reparadora de las siluetas en el devastado tejido social argentino de 1983. Treinta años después, podemos decir que tanto el tejido social como los trabajos que vinculan imagen y desaparecidos –desde una perspectiva íntima e individual a una estatal y social– han cambiado, evolucionado, dado sus necesarias vueltas. Allí empezó todo. Ese mismo hecho fue el germen de todas las reflexiones futuras en esa paradójica materia de representar lo irrepresentable. Y lo fue de un modo vital, en el corazón mismo de la ciudad, llevado a cabo por una muchedumbre necesitada de expresarse. Como alguna vez dijo León Ferrari sobre ese día del que él también formó parte: “El Siluetazo fue una obra cumbre, formidable, no sólo política, sino estéticamente. La cantidad de elementos que entraron en juego: una idea propuesta por artistas la lleva a cabo una multitud sin ninguna intención artística. No es que nos juntábamos para hacer una performance. No estábamos representando nada. Era una obra que todo el mundo sentía, cuyo material estaba dentro de la gente”.
Hasta el 2 de junio en Parque de la Memoria, Avenida Costanera Norte, Rafael Obligado 6745. Lunes a viernes de 19 a 17. Sábados y domingos de 12 a 18. Gratis.
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