ARTE > LA COLECCIóN ELíA-ROBIROSA EN SU NUEVO ESPACIO CERCA DEL RIACHUELO
Cuando Buenos Aires todavía estaba bajo la dictadura, en 1980, Alberto Elía abrió su mítica galería en Recoleta, un espacio que fue más un microclima que un ámbito laboral y, por eso mismo, por su condición insular, poco tuvo que ver con el imaginario más convencional de la apertura democrática. Poco después, la galería cerró, se convirtió en la Fundación Elía-Robirosa y ese ecosistema quedó sellado. Ahora vuelve a abrir sus puertas y reafirma su tradición subterránea, con cierto surrealismo marginal y pesadillesco. Y en su nueva sede, casi a orillas del Riachuelo, plantea un desafío a la ciudad, una presencia en el sur que invita a recuperar una zona estigmatizada, al tiempo que se revisitan estas obras lánguidas y perturbadoras.
› Por Claudio Iglesias
En el espinoso paisaje artístico de 1980, cuando Alberto Elía abrió su galería, no existían en Argentina la democracia, las libertades civiles ni un mercado para el arte contemporáneo como el que conocemos hoy en día. Vinculada con la inteligencia que por entonces revestía en las filas de la revista El Porteño, la galería, como otros espacios de los últimos años del régimen militar, fue más un microclima que un ámbito laboral: un grupo de artistas coincidía parcialmente en los entresijos que dejaba la censura, para lo cual cierta discreción, una actitud de encierro y el culto de un público reducido resultaban fundamentales. Igualmente, en términos plásticos, el cripticismo formal y el trabajo onírico otorgaban, en este contexto, ventajas adaptativas frente a estrategias comunicativas más directas. Luego llegaría la democracia, el arte trataría de activar su potencia pública y se formaría el clima de época que asociamos con los artistas pintando en discotecas o teatros para las masas pueriles y descontracturadas de la llamada “primavera” democrática. Por eso la colección Elía-Robirosa, que surge de la actividad de la galería fundada años antes, todavía bajo el clima de plomo de la dictadura, se distingue del imaginario usual de la década del ochenta en el arte argentino, por lo demás poco y mal estudiada. Cuando años después la galería cerró sus puertas y se convirtió en la Fundación Elía-Robirosa, las peculiaridades de este ecosistema insular quedaron definitivamente selladas, como un sarcófago encantado en una película de Chicho Ibáñez Serrador. El espacio, que en sus comienzos conformaba un oasis de libertad (alcanza con pensar en la serie de Ricki y el pájaro, de Alberto Heredia, o en el Lustrabotas de Pablo Suárez) en los ochenta se mantuvo como el reducto inexpugnable de representaciones elípticas del dolor, la tortura y la pesadilla, siguiendo la huella que va de Alberto Heredia (que participó de la segunda muestra de la galería) hasta artistas extraños como Ariel Kupfer (una especie de Fabio Kacero de un universo paralelo), una generación después.
Este microclima, que permaneció cerrado durante años, ahora abre sus puertas en Barracas, poniendo a los ojos temerosos del público un conjunto de imágenes necesarias para entender la vida y su continuidad en el arte argentino. Se trata de desarrollos artísticos encapsulados, que parecen haber sobrevivido como los insectos bajo las piedras en el invierno radiactivo: una tradición que nada tiene que ver con los clichés sobre el internacionalismo de los ochenta, ni con los debates locales sobre el arte de los noventa. La tradición de Alberto Elía se nutre de fuentes como Pablo Suárez y Kenneth Kemble para producir su propia cepa de entusiastas de lo bizarro, lo atrofiado y (valga decirlo) lo atormentado: Jorge Pirozzi, colorista fatal y macarrónico; Miguel Ronsino, seguidor simultáneo de Gustave Moreau y Roberto Aizenberg, y Marcelo Bordese, el último émulo del marqués de Sade y tal vez el principal continuador del recientemente redescubierto Emilio Renart. La simiente de estos artistas puede recogerse, tal vez, en algunos raros del ambiente del Rojas, como Diego Fontanet, pero en general constituye una estirpe paralela y virgen de la historia del arte local. La colección, por eso, proyecta la imagen de una historia alternativa en la que, por ejemplo, la dictadura hubiera durado treinta años gracias a la bonanza económica y los éxitos deportivos.
Un cuadro de Alicia Marano (Sín Título, 1986) alcanza para captar las particularidades histórico-genéticas de esta tradición subterránea, en la que cierto surrealismo marginal y notablemente pesadillesco parece haber fecundado como en ningún otro lugar, a veces absorbiendo detritus caídos de los lenguajes reconocidos en el momento (en ese entonces, el neoexpresionismo). La gestualidad pictórica enfática de la imagen bastaría para que un guía de museos se remontara a la transvanguardia y la Nueva Imagen. Pero el cuadro nos muestra a una mujer en caída libre en condiciones extrañas: una bailarina cayendo al vacío con la pollera levantada, las manos retorcidas y la boca en una mueca de horror, junto a un esqueleto acuclillado y un monstruo dentudo que parece sonreírle al espanto. La narración fantasiosa, el ambiente onírico, la procacidad y la precisión referencial parecen acercar el mundo pictórico de Marano a la imaginación de un Max Ernst, o a la descripción “laberíntica” del manierismo de Gustav René. Este mundo de locura, muerte y fascinación proyecta una versión propia del arte abstracto (con referentes como Gabriel Messil) y el neopop (Jorge Piedra).
La colección Elía-Robirosa es, en este sentido, una suerte de vestigio de lo remoto y también de lo imposible: un fósil de un momento específico y decisivo y también una conjetura sobre cómo hubiera podido ser el arte argentino en otras condiciones ambientales. No es, por eso, una colección emblemática de los ochenta, sino algo todavía mejor.
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