PERSONAJES > ROSARIO DAWSON, HIPNóTICA Y GLORIOSA EN EN TRANCE, DE DANNY BOYLE
› Por Mariano Kairuz
Rosario Dawson aparece en En trance como una suerte de criatura mitológica: mitad mujer, mitad caballo. No, de verdad, no es un chiste y no es una exageración: tal es la presencia, tal su inmensidad en la última película de su ex novio, Danny Boyle, que acá la dirige por primera vez y la filma –con la asistencia fundamental del director de fotografía Anthony Dod Mantle– como nadie. La mitad animal de Rosario se hace presente cuando la cámara se acerca a ella, que no es taaan alta (1,70 m según imdb.com) y la hace parecer gigante; poseedora de las piernas más largas del mundo, y también de una cabeza enorme: en una breve escena de cama parece que va a engullirse a su pareja. Sus labios carnosos hacen de un leve movimiento con la mandíbula –nuevamente en la cama, con su amante– el centro sexual de todo el asunto, y es un asunto donde el sexo se vuelve fundamental a medida que la película va desplegando sus capas. Hasta que en la última media hora entramos en trance: el breve, fugaz desnudo –total, frontal, enteramente depilado– hace vibrar la desestabilizada imagen elegida por Boyle hasta que la película llega a su fin y después.
En trance es una película hipnótica sobre el hipnotismo. De algún modo resuenan en ella muchas otras películas –empezando por Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y el procedimiento para producir amnesia emocional–, con lo cual mucho de lo que pasa parece ya visto; algunos de sus varios giros son previsibles y algunos detalles argumentales son inexcusablemente arbitrarios, y sin embargo es una de las películas más entretenidas estrenadas en lo que va del año. Boyle y Mantle consiguen un efecto alucinatorio, una pulsación particular, absorbente. En más de un momento, En trance parece jugarle una batalla a la enorme, pretenciosa El origen (Inception), de Christopher Nolan, pero en una clave menor, lúdica, casi clase B. Apela, como Inception, al truco de ¿es-esto-real-o-no?, pero en lugar de utilizar el subterfugio de los agentes que se infiltran en el sueño, hay una hipnoterapeuta (Rosario) capaz de hacer olvidar o recordar según su conveniencia a los otros personajes lo que saben o creen saber, lo que vivieron o creen haber vivido. El McGuffin, el pretexto argumental, es un thriller de apuestas ilegales, deudas con mafiosos y robos maestros de cuadros famosos, en particular el robo de Vuelo de brujas, de Goya, “el pintor que –arenga el hombre de la casa de subastas decidido a sacarle millones de libras a la pintura– pintó primero la mente humana”. Pero lo que importa es otra cosa: lo que importa es la gracia que Boyle extrae de sus protagonistas. Lo de Vincent Cassel es sencillamente prodigioso: si siempre se especializó en matones y villanos tan carismáticos como desagradables, acá vuelve hacer de criminal, pero escena a escena se nos vuelve el personaje más simpático de la película. El aniñado James McAvoy revierte su correctísima imagen. Y está ella, magnética, enorme. Danny Boyle debe haber estado muy enamorado de Rosario, y hace de cada una de sus imágenes un cuadro intoxicante. Ella ya había hecho desnudos, pero el que exhibe acá incendia la pantalla en cuestión de segundos, y el guión la convierte, de manera explícita, en una modelo renacentista (una “Venus de Botticelli”, dijo una crítica norteamericana), contándonos cuándo fue que la pintura abandonó a sus musas lampiñas y empezó –con La maja desnuda de Goya– a agregarles vello púbico, el vello “que nos recuerda nuestro origen biológico”.
Su origen es conocido; su historia ya pasó por esta misma página: que el apellido Dawson es el que le dio su padre adoptivo cuando se casó con su madre –abandonada por su padre biológico en pleno embarazo, a los 17–, que vivió con ellos como okupa en el no tan limpio sur de Manhattan en los ’80; que la encontraron Larry Clark y Harmony Korine a los 15 años (hoy tiene 34), luciendo esplendorosamente su cóctel norteamericano nativo, afrocubano y puertorriqueño con un toque irlandés, riendo estruendosamente en la puerta del departamento de sus padres; y entonces la pusieron en un par de escenas de su film, diciendo lo mucho que “¡me gusta coger!”. Que a partir de ahí fue abandonar sus planes de estudiar biología marina, y meterse de cabeza en el instituto Lee Strasberg, y luego en el enceguecedor vestido plateado con el que se reveló al mundo en La hora 25 de Spike Lee, y por el que todavía hechiza los sueños de muchos de sus espectadores. Kevin Smith, que la dirigió en Clerks 2, la llama “The Hottest Geek on Earth” (“La Chica Nerd más caliente de la Tierra”), y Robert Rodriguez la puso en tacos altos y ametralladoras en Sin City (y su inminente secuela). Ya le había prendido fuego al cine en sus pocas escenas en la imposiblemente ridícula Alexander, de Oliver Stone, con un cuerpo a cuerpo feroz, gruñendo, cuchillo en mano.
“Un desnudo –recuerda Rosario– que tiene mucho en común con el de En trance: no es exactamente un desnudo, como aquélla no era una escena de amor o sexo sino casi una de violación. Son desnudos que funcionan como catalizadores de algo más, de una dinámica de lucha por poder, como un instrumento utilizado para extraer algo de alguien.”
Su desnudo en En trance fue capaz de sacar a la bestia que se aloja en ella, y debería ser también capaz de embobar y convencer –como emboba y convence a sus personajes, y nos emboba y convence a sus espectadores de casi cualquier cosa– a todos los productores y directores de casting de Hollywood de llamarla más seguido, de convocarla para cada una de sus próximas películas: de hipnotizarlos ya, ahora, en tres, dos, uno.
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