Domingo, 13 de octubre de 2013 | Hoy
CINE > BLUE JASMINE Y LA VUELTA DE WOODY ALLEN
En su nueva película, Woody Allen volvió a su juego favorito de desentrañar temperamentos y descifrar idiosincrasias, a tal punto que para tal fin y para ahorrarse las molestias de inventar un plot recurrió a una de las más emblemáticas obras de Tennessee Williams, Un tranvía llamado Deseo y su imbatible y decadente Blanche Dubois, aquí una Jasmine interpretada magistralmente por Cate Blanchett. Pero lejos de preocuparse por el devenir de un arquetipo femenino o inclusive de la nueva masculinidad de Kowalski, el foco de Blue Jasmine está puesto en las fantasías que, como el cine en La rosa púrpura de El Cairo, todos tejemos para amortiguar los golpes de la realidad.
Por Marcelo Figueras
Los protagonistas de las pelis de Woody Allen suelen ser idiosincrásicos, como su creador. Desde el Alvy Singer de Annie Hall al Gil Pender en Medianoche en París, se trata de gente que sabe perfectamente quién es y qué quiere de su vida; los problemas derivan de un mundo que se niega a aceptarlos tal cual son, o del detalle de que el sentido mismo de la existencia se le presente como, en el mejor de los casos, dudoso. Tal vez por esa razón, cuando la curiosidad de Allen vira hacia un personaje cuya identidad está en crisis o al borde de la disolución (esto es: alguien en las antípodas de su persona), las pelis que le dedica cuestionan su propia forma y ponen a prueba variantes inusuales del relato. Así fue, por ejemplo, con Zelig (1983) y La rosa púrpura de El Cairo (1985), que no por casualidad figuran entre sus mejores trabajos, y así ocurre también en Blue Jasmine, que sin llegar a aquellas alturas, es lo más parecido a un character study –donde las características del personaje importan más que el argumento– que Allen haya concebido.
Tan poco le importa el plot esta vez, que lo toma casi tal cual de Un tranvía llamado Deseo. Así como Blanche Dubois llegaba con todas sus pertenencias a casa de su hermana Stella, Jasmine naufraga donde Ginger, su hermanastra. La diferencia entre ambas es también un eco de los personajes de Tennessee Williams. Como Blanche, Jasmine es extrovertida, pretenciosa y nostálgica de un pasado que presenta como dorado. Como Stella, Ginger es una mujer simple y sin más ambiciones que las de conservar un hombre a su lado. La irrupción de Blanche/Jasmine produce una crisis en la vida amorosa de Stella/Ginger. La solución sería que Blanche /Jasmine desposase a su flamante galán (Mitch en Williams, Dwight en Allen), yéndose así de la casa de Stella/Ginger y dejándola en paz. Pero el pasado que Blanche/Jasmine intentaba superar la alcanza y el cortejo se consume sin consumarse, empujándola a la locura.
Hay cambios inevitables, que derivan de la decisión de ubicar la historia en el presente: Blanche venía de perder la finca sureña de la familia, Belle Reve (o sea, bello sueño) y Jasmine está en la ruina por culpa de su marido, un financista tan rico como inescrupuloso. (En este sentido tiene algo de Ruth Madoff, esposa del más grande estafador de la historia de los Estados Unidos. Cuando Madoff cayó preso, Ruth vivió dos años con su hermana en Boca Ratón, Florida.) Por lo demás, Allen, lejos de esconder su deuda con Williams, juega a las asociaciones libres con elementos del drama original y de sus más celebradas puestas. Cate Blanchett viene de interpretar a Blanche (Blanchett/Blanche: vaya eufonía) en Nueva York y aquí es Jasmine. Alec Baldwin encarnó a Stanley Kowalski (en teatro en 1992 y en TV en 1995) y aquí es Hal, el marido de Jasmine. Blanche cantaba “Paper Moon” durante sus baños reparadores, Jasmine dice que cuando conoció a Hal sonaba “Blue Moon”. (Lo que para Blanche –blanca– era níveo como el papel, en Jasmine es azul como la tristeza.) En lugar de la figura bestial de Kowalski, Allen divide a los hombres de Ginger en dos: su ex marido Augie (un Stanley ya domesticado) y su novio actual, Chili. (Un Stanley aún vital, ma non troppo.) Por supuesto Chili ya no es de origen polaco, porque la antorcha de la bestialidad está hoy en manos de otra etnia. Parafraseando al Solanas de Capusotto: ¡latino!
Bien podría haber dicho que se trataba de la primera adaptación de texto ajeno en su carrera y filmado, lisa y llanamente, “el tranvía llamado Deseo de Woody Allen”. ¿Quién se lo objetaría? Pero algo lo disuadió. Puede, claro, que ese algo tenga que ver con el dinero. (El hijo de Nettie Cherrie, quien llevaba las cuentas del delicatessen familiar, no va a gastar nunca un dólar que pueda ahorrarse.) Pero también vale preguntarse si no hubo razones creativas que lo impulsaron a reescribir el personaje más célebre de Tennessee Williams. Para empezar, es difícil armar una puesta de Un tranvía... que no resulte lastrada por la prescripción de ciertos tabúes. En 1947, una mujer adulta con muchos amoríos y ninguna pareja estable estaba más cerca de la Hester Prynne de La letra escarlata que de la mujer independiente de hoy. (Aunque tampoco vivimos en un mundo ideal, como revelan los comentarios misóginos que Cristina Fernández inspira a diario.) Allen parece muy consciente de este cambio, que expresa ante todo en su relectura de los personajes masculinos: Chili (Bobby Cannavale) tiene impulsos machistas pero ya no viola a su cuñada, como Kowalski. De hecho, si reconquista a Ginger (Sally Hawkins) es porque se muestra sensible. “¡Vos llorás todo el tiempo!”, le dice ella, fascinada por ese macho que no teme expresar su dolor de modo saludable. Pero a Allen no le interesa la evolución de los roles de género. Tal vez por eso se mofa del asunto, en los pocos pasajes de Blue Jasmine que dan pie a una sonrisa. Lo que le intriga es un tema que también está en la obra de Williams, pero no perdió vigencia: las fantasías que tejemos a modo de membrana, para amortiguar los golpes de la realidad. La mayoría de nosotros no se identificaría hoy con un personaje excesivo y decadente como Blanche Dubois. Sin embargo, todos sin excepción (y crecientemente, en un mundo que crea cada vez más interfases virtuales entre el individuo y cualquier experiencia real) vivimos en un universo de simulacros, de cuya funcionalidad depende nuestra cordura. Puede que tengamos poco en común con Blanche Dubois, pero hay algo de Jasmine Francis en cada uno de nosotros.
Para la Cecilia de La rosa púrpura... esa membrana era el cine. Aun cuando perdía a su marido, su casa y su trabajo, podía entrar a ver Sombrero de copa y olvidarse de los sinsabores durante una hora y media. Pero Jasmine no cuenta con nada semejante. Todo lo que tenía era una vida social intensa, como se espera de la esposa de un financista millonario: un castillo de naipes, que se derrumba tan pronto Hal cae preso y muere. Jasmine abandona su penthouse neoyorquino y cambia de costa, en busca de la única relación formal que le queda: su hermanastra Ginger, que es cajera de un supermercado, divorciada, madre de dos hijos y vive en un barrio de clase media-baja de San Francisco. Este es otro de los datos que Allen altera respecto de Un tranvía...: Ginger y Jasmine no son hermanas de sangre, sino hijas adoptivas de una familia común. O sea que ya no provienen de un linaje augusto, como pretendía Blanche. Lo cual torna más acuciante el deseo de reescribir la propia historia. Nacida Jeanette, Jasmine (“la hija favorita”, dice Ginger sin resentimientos) adoptó el nombre de una flor que perfuma más por las noches y procedió a reinventarse. Pero lo hizo superficialmente, tal como lo hace todo: Jasmine es la reina de las apariencias, siempre impecable y envuelta por la dosis exacta de perfume, hábil para decorar pero incapaz de construir. Cuando Dwight (Peter Sarsgaard), un funcionario del Departamento de Estado con aspiraciones políticas, la encuentra en San Francisco, lo que tiene lugar es más una prueba de trabajo que una seducción. Jasmine posee el perfil para el rol de esposa que brilla en los encuentros sociales. Es, en esencia, la cáscara vacía que Dwight buscaba... y que a todas luces Hal compró en su oportunidad, mientras Blue Moon sonaba de fondo.
La membrana que protege de los golpes tiene una segunda propiedad: nubla la visión, de modo que permite ver selectivamente. Como la mayoría de nosotros, Jasmine elige qué registra y qué ignora, y entre esto último, decide no ver todo aquello que concierne a la inmoralidad de su marido. Le conviene no ver las trapisondas de Hal, en tanto sigan enriqueciéndolos y por ende aumentando su cotización en ese mundo. (Un crítico con quien suelo coincidir, Andrew O’Hehir de Salon. com, metió la pata al criticar a Allen por no haber percibido la diversidad cultural de San Francisco. Si no aparece en pantalla es porque Jasmine no está en condiciones de apreciarla: todo lo que ve allí es pobre y de mal gusto, hasta que Dwight le abre las puertas de la San Francisco privilegiada.)
Pero todo tiene un límite: hasta el autoengaño. Y Jasmine, que parecía dispuesta a hacer la vista gorda con las infidelidades de su marido, se quiebra cuando Hal confiesa que está enamorado de una chica joven. (Una niñera, para más datos, que en el mundo enrarecido de los millonarios no es una nanny ni una baby sitter sino, a la francesa, una au pair.) En ese instante, cuando Hal le propone un divorcio que vendría acompañado por un conveniente arreglo económico, Jasmine comprende su propio valor: no es más que un electrodoméstico pasado de moda y reemplazado por un modelo nuevo mediante una simple operación de compra-venta.
Y entonces Allen se reencuentra con Williams. Porque a pesar de que pasaron 66 años desde Un tranvía llamado Deseo, algunas cosas no han cambiado lo suficiente. Todavía existen mujeres que miden su propio valor de acuerdo con el hombre que las ha elegido. Así es Jasmine y así es Ginger, que aunque se queja en realidad goza cuando Chili le hace una escena en el supermercado. En el fondo ambas sienten la necesidad de seguir siendo adoptadas, sólo que ahora por sus parejas. Por eso el final es, aunque parezca imposible, más sórdido que aquel de Un tranvía...: porque aquello que se resiste al cambio termina pudriéndose. A mitad del siglo XX, no era inusual que una mujer de mediana edad que no conseguía pareja sufriese un colapso nervioso, y por lo tanto que se la considerase digna de piedad. A comienzos del siglo XXI, una mujer así no merece siquiera la amabilidad de los extraños: es simplemente una loca que perora por las calles. Lo que finalmente explica la razón de ser de Blue Jasmine es Cate Blanchett. Imagino a Allen viendo su Blanche Dubois y tentándose de prolongar esa magia en el cine, con mínimas alteraciones. Porque créanme, pocas actrices pueden hacer honores a un personaje tan complejo como el de Jasmine/Blanche, sin rehuir sus miserias ni pretenderse víctima. Blanchett se cuida bien de inspirar piedad. Todo lo que pide es que le concedamos a Jasmine nuestra empatía, que merece en su condición de compañero caído en la batalla por la felicidad.
Esa mujer sí que perfuma todo lo que toca.
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