Domingo, 10 de noviembre de 2013 | Hoy
A fines de los años 90 llegaron de Córdoba para empezar a tantear el under porteño. Lo suyo era una extraña forma de bailar, áspera, de choque, ajena a la gracia de los pasos de la danza más tradicional. Por eso, el nombre que adoptaron representó esa peculiaridad sonora: Krapp. Se hicieron fuertes mediante una serie de espectáculos anómalos, que conjugaron danza, riesgo físico y teatro. A partir de este fin de semana podrá verse una retrospectiva en la que el grupo Krapp literalmente vuelve sobre sus pasos para demostrar que el paso del tiempo agregó reflexión y pensamiento a obras que, como Mendiolaza, Olympica y Adonde van los muertos, son una muestra de la salvaje libertad creativa de un grupo de amigos que crecieron juntos y a los golpes.
Por Mercedes Halfon
¿A qué suena Krapp? A algo que se rompe, que se quiebra. Y no por sentido –no se llaman “rompan todo”– sino por sonido: Krapp. El grupo de danza que rayó la última década con su impronta es ruptura desde su mismo nombre. Y es eso lo que hicieron desde siempre. Romper en el lugar y en el momento menos esperado. Partiendo de una alquimia singular que reunía danza y teatro, campo y ciudad, ingenuidad y violencia, cuarteto y punk, han dejado una marca en la escena nacional tan rotunda como esa foto que circulaba en los comienzos del grupo donde se veía una zapatilla rosa aplastando la cara de uno de los actores/músicos de la compañía. Un zapatillazo, una patada voladora de color pastel que venía a decir ¿ven? Este es el sonido de un cuerpo cayendo sin ardides al piso. Hace krapp. Y no tiene nada que ver con la belleza que se le pega como un parásito a la danza. Tampoco hace falta contar una historia con principio y final. Lo que importa está en lo que se rompe. En lo que hace krapp.
Pasaron casi quince años de la primera obra, no es mucho, y sin embargo mutaron tanto en ese recorrido y han generado tantas olas a su alrededor, que es tiempo suficiente para hacer con todo ese material una retrospectiva. La propuesta incluye la reposición de sus obras más importantes, Mendiolaza (2000), Olympica (2006), Adonde van los muertos (Lado B) (2010) y Adonde van los muertos (Lado A) (2011). Pero también otras actividades que tomarán durante noviembre y diciembre el Centro Cultural San Martín. Charlas, mesas debate, videoproyecciones, documentales y un concierto performático de cierre final. Una de las más raras propuestas del ciclo se denomina Reconstruyendo a Krapp, donde un grupo de bailarines –investigadores– buscará reconstruir la primera obra del grupo, No me besabas (1999) sin haberla visto, sin acceso a video, intentando recuperar los trazos posibles que puedan haber quedado de esta obra en la memoria de la ciudad.
Así es que todos ellos, Luciana Acuña, Luis Biasotto, Edgardo Castro, Gabriel Almendrós y Fernando Tur, que están cerca de los cuarenta –que han dirigido sus propios trabajos individuales, actuado en otras obras, hecho protagónicos en cine y, en el caso de Luis y Luciana, dirigido las coreografías del noventa por ciento de las obras más destacadas del teatro nacional que requieren un coreógrafo– ahora se ven en el brete de volver por los pasos y gestos que crearon en Krapp cuando tenían veintipico. Tarea difícil si las hay. Un ejercicio de recordación que para ellos implica necesariamente una reflexión sobre sí mismos. Mirar desde el presente hacia el pasado, pero un pasado que puede tornarse profético: por ejemplo en una obra como Olympica, que trataba sobre unos atletas otrora laureados, que desde un presente degradado intentaban volver a ese pasado de gloria, aunque supieran que estaban condenados a fracasar. Biasotto y Acuña se ríen diciendo que es algo parecido a lo que están experimentando hoy, cuando ensayan de lunes a viernes esa cantidad de coreografías descomunal con una fecha de estreno perentoria. Una empresa de recuperación que de por sí saben que nunca van a lograr tal cual. Nunca volverán a verse esas obras. Porque ellos son también otros. Por eso le han puesto a la retrospectiva Retrocedida. Porque de eso se trata: de un movimiento en reversa, de ponerle cuerpo a un recuerdo, una especie de déjà vu espectacular.
¿Cómo empezó todo? ¿Cuál es el origen de esta alquimia potente y casi tan misteriosa como la Coca Cola? Hay que decir que Luciana Acuña es de San Francisco y Luis Biasotto de Unquillo, provincia de Córdoba. Y allí se conocieron, en el taller de danza contemporánea de la Universidad Nacional. Después de terminar sus licenciaturas –Luis en teatro, Luciana en psicología– formaron una compañía que llamaron Krapp en homenaje a la obra de Samuel Beckett, a quien Biasotto estaba dedicando su tesis en esa época. Decidieron migrar para seguir sus estudios, pidieron becas de formación y vinieron a instalarse a Buenos Aires. En ese período de avidez inicial –fines de los ‘90, principios de los 2000– Acuña y Biasotto tomaron clases con los maestros que aquí estaban pisando fuerte: dramaturgia con Daniel Veronese y Alejandro Tantanian, actuación con Ricardo Bartís y Rafael Spregelburd, danza con Roxana Grinstein y Gustavo Lesgart. Entrenaron incluso con un campeón argentino de yudo que, según cuentan, los levantaba y tiraba al piso como una pluma.
No fueron precisamente una creación ex nihilo; fue de toda aquella mescolanza sumada a lo que ellos traían de contrabando de Córdoba. Y para llegar a su primera obra faltaba un componente más: los músicos-actores porteños. Sucedió que durante el proceso de ensayos de la iniciática No me besabas, surgió la necesidad de incorporar músicos en vivo. Y quisieron que esos músicos no fueran “sesionistas”, sino partícipes activos de la escena. Luis invitó a unos compañeros de taller de Bartis, los excéntricos Gabriel Almendros y Fernando Tur, a los que se sumó la magnética presencia de Edgardo Castro como actor. Así quedó configurada la compañía hasta el día de hoy. Dos bailarines + tres no-bailarines que bailan en todas las obras. Cinco cuerpos extremadamente diferentes, altos, bajos, robustos y raquíticos, que bailan, actúan y hacen música, con una libertad y una gracia que no podía generar otra cosa que empatía.
“¿Cómo matar a una persona a golpes?” era el texto que iniciaba No me besabas, su primera obra. La danza y el teatro se alternaban de un modo vertiginoso: los bailarines eran interrumpidos por la estrepitosa llegada de unos músicos/actores con una suerte de líder gangster, que luego se iba para dar paso a otras secuencias de pasos bruscos y exigidos, que al poco rato volvían a ser interrumpidos. La violencia explícita de esta obra fue el germen de toda su estética futura, que si bien ya no fue literal, ni se habló de golpes, sí se tornó parte de su código de danza. De toda esta época Biasotto recuerda: “Creo que eso de buscar el choque que apareció en la primera obra venía de unos intereses intuitivos, muy genuinos. En Córdoba nosotros no teníamos mucho conocimiento teórico de distintas tendencias de la danza. En ese momento recuerdo que no me gustaba lo que me parecía demasiado etéreo o amanerado. Y lo que hicimos tenía que ver con ser lo opuesto a eso”. Luciana agrega: “Yo tenía cierto rechazo a que todo parezca tan natural para el bailarín, que nada le cueste, que se muestren cosas maravillosas e imposibles de hacer, como si fueran muy fáciles. En esa época estaba de moda el Contact improvisation. Y nosotros quisimos ir en contra, por eso planteamos que en vez de que dos cuerpos se unan y se entiendan, dos cuerpos choquen y no se entiendan”.
De ese puro rechazo, entonces, nació una afirmación. Una búsqueda que los llevó a probar qué podía pasar entre dos cuerpos si no se entendían, qué podía pasar con un bailarín que mostraba su esfuerzo y su peso. Tal vez sea la dureza de los cuerpos uno de los principales resultados de todo ese proceso inicial. Los cuerpos de los Krapp son resistentes. Y eso quedó demostrado cuando se estrenó su segunda obra, Mendiolaza, la pieza que los dio a conocer al gran público del teatro y se convirtió en un éxito, en un hit inmediato del Off.
En el medio de las dos primeras obras sucedió algo inesperado: un grupo de productores norteamericanos de visita en Argentina por los festejos de los diez años de la Red Latinoamericana de Promotores Culturales se entusiasmaron con el joven elenco y los invitaron a hacer una gira por cuatro ciudades de los Estados Unidos. De vuelta en Buenos Aires, con más experiencia y apoyo institucional, concibieron su segunda obra.
El nombre completo de esta pieza era Mendiolaza (Un drama coreográfico). Aquí el teatro empezó a aparecer más claramente. Una línea argumental recorría la obra: todo sucedía en una fiesta de pueblo, entre kermesse y celebración dionisíaca, donde una alarma podía sonar y hacer que todos los festejantes tengan que darse a la fuga. Mendiolaza es además el nombre de un pueblo cordobés, y todo este imaginario está presente en la obra: un presentador maltrecho que introducía a dos bailarinas más maltrechas aún al grito de “¡No son lisiadas!” y ellas, Luciana Acuña y Agustina Sario –quien participó en esta primera pieza del grupo–, iniciaban una coreografía espástica y sexy, al ritmo de un cuarteto lumpen que se emitía desde una radio. También había competencias de velocidad en cámara lenta, juegos de básquet con chicas en vez de pelota, un solo de Biasotto y Acuña con una coreografía tierna y animalesca a la vez, con música que un acordeonista tocaba arrastrándose por el piso.
Respecto de la música, siempre original para las obras, compuesta por Tur y Almendrós, hay que decir que también posee una dosis de sorpresa, de belleza deforme, inesperada. Como reflexiona Fernando Tur: “Cuando pienso la música de las obras en todos los casos hay un antes, una imagen, una escena, un mundo, incluso algún integrante de la compañía. En Mendiolaza por ejemplo, claramente el cuarteto influenció nuestra composición desde lo rítmico, aunque mi sensación era más balcánica. También hay algo de balada francesa y la versión de Los Beatles, que creo que tuvo que ver con unir esos textos bastardos con un himno inglés. En síntesis, varios elementos que sería casi imposible unir, pero juntos crean un encuentro ecléctico y popular”. Como agrega Luis Biasotto: “En Mendiolaza, al estar trabajando con los chicos, empieza a cruzarse nuestro imaginario de pueblo con otros elementos que ellos trajeron. En mis imágenes de Córdoba nunca hubiera aparecido un piano o un acordeón. Ellos trajeron ese mundo porteño o urbano, que se compuso con algo más campero que traíamos nosotros”.
De las coreografías, lo que más se recuerda eran esos saltos que ellos hacían de modo kamikaze, para aterrizar horizontales en el piso. La marca del grupo, el sonido que hacía krapp. “Cuando creábamos las obras estábamos a puro moretón. Porque era la única manera de entender. Nos arriesgábamos a que pasaran esas cosas.” Luis acota: “No nos importaba nada. Yo confiaba mucho en que me podía tirar de cualquier lado y que iba a caer parado como un gato. Nos gustaba esa adrenalina”.
Pero lo más extraño es que esa técnica y la estética que de allí se desprendió, de sus propios cuerpos, no fue tomada por ellos como bandera. Fue una estación más en un camino que seguía y sigue: “Lo que nos pasó es que cuando encontramos la manera de saltar, caer, golpearnos sin lastimarnos, cuando entramos en el circuito de la repetición, dijimos: no lo hacemos más. En nuestras últimas obras no lo hacemos. Porque había algo que ya conocíamos demasiado. ¿Qué íbamos a hacer? ¿Ponerle una marca y empezar a venderlo? No había más búsqueda”. Esa sensación de que algo estaba agotado hizo síntoma en el grupo. Después de la obra, el reconocimiento, las giras, se separaron. Pero a medias. Decidieron seguir haciendo Mendiolaza, llevarla de viaje a donde fuera, pero no seguir creando juntos. No iba a haber otra nueva obra de Krapp.
Esa etapa de separación duró varios años. Hasta que en medio de una gira por Portugal pasó algo. Dice Luis: “Estábamos en Faro. El festival en el que participábamos en vez de darnos un hotel para vivir nos alojó en un centro cultural increíble, de cuatro pisos, donde estábamos completamente solos. En un ensayo general se nos ocurrió, en vez de hacer la rutina prevista, hacer ‘noche de performance’. Hicimos desde un clip en el baño, que terminaba con duchas y lechugas en el cuerpo, a una película de terror y travestis en el sótano. Claramente fue un delirio, pero fue la constatación de que teníamos ganas de volver a trabajar juntos”.
Así nació Olympica. Una obra de transición entre lo que habían sido y lo que iban a ser después. Casi como una representación de lo que les pasaba como grupo, en la pieza plantearon argumentalmente un centro de rehabilitación de atletas. Con equipos de gimnasia de colores que ocultaban vendajes dolorosos y una rampa donde practicar saltos mortales. El nuevo salto que los iba a llevar en una dirección definitiva. Después de esa obra, volvieron a separarse. Pero esta vez para hacer trabajos individuales. Luciana Acuña dirigió La bahía de San Francisco, Luis Biasotto hizo lo propio con Bajo, feo y de madera (una pieza olvidada), Edgardo Castro protagonizó el film Castro, de Alejo Moguillansky, entre otras cosas. En el 2010 volvieron a la carga como grupo y estrenaron la primera entrega del díptico Adonde van los muertos (Lado B). Les habían pasado muchas cosas. Acuña iba a ser madre, un integrante de la familia extendida de Krapp se había ido para siempre. Ya no tenían veinte años. Y quisieron hablar sobre la muerte, la más difícil, la más irrepresentable de todas las piruetas.
En las dos obras desafiaron prácticamente todas las convenciones de lo que podría entenderse como danza. Espectadores hablando a los espectadores, entrevistas proyectadas en una pantalla gigante, trabajo de mesa en vivo, otros directores de teatro, danza y cine –desde Lola Arias a Mariano Pensotti, pasando por Federico León y Diana Szeinblum– entrevistados acerca de lo que era para ellos la muerte en escena. Había también momentos de baile que se parecían en verdad a competencias de inutilidad o a juegos colectivos en los que participaban todos, los técnicos también. Coreografías que en realidad ni siquiera eran verdaderas coreografías. Sino la excusa para el movimiento de los cuerpos en escena, apenas reglados, sin intenciones de virtuosismo, ni pose.
Y después de todo ese recorrido, en el que el único principio al que fueron fieles fue –aunque suene pretencioso– su propia libertad, llega la retrospectiva. Un hecho considerado canónicamente como la consagración, la cúspide o el fin de algo, y que a ellos también los hace sentirse en aprietos. Por eso deciden tacharla poniéndole de nombre Retrocedida. Para sentirse un poco cangrejos. El movimiento no se detiene, sólo que ahora avanza hacia atrás.
Retrospectiva: el reino de lo ex que se torna actual. Un retorno del pasado que ellos hacen presente con sus propios cuerpos. Miran los videos de las obras y bromean “Ay, qué entrenados” o “Auspicia: Kinesiología OSDE”. Son como los atletas de Olympica, pero diferentes. Como decía Artaud refiriéndose al actor: atletas del corazón. Esta forma de recordar es particular en la danza, porque al tratarse de movimientos inventados por ellos mismos, no poseen forma de notación alguna. Tienen que confiar en su memoria y en el material audiovisual. En uno y otro caso, el archivo es su propio cuerpo. Y para recuperarlo, volver a poner en marcha, el proceso mezcla lo mental y lo físico. Acordarse y dejarse llevar: “Es como volver a andar en bicicleta”.
Pero lo que se juega, además de la reposición, es la reflexión, el trabajo de pensarse a sí mismos en aquel entonces y ahora. Algo que no siempre resulta cómodo de atravesar: “Se vuelve muy extraño por momentos el ensayo, sobre todo cuando lo estamos haciendo bien y no hace falta parar. Creo que va a ser peor cuando lo hagamos con los vestuarios, las luces y todo. Vernos es como un déjà vu. La sensación es tan extraña que es casi desagradable, es muy vertiginosa”.
Por los ensayos, además de los integrantes de Krapp circula la familia extendida. Alejo Moguillansky, marido de Luciana Acuña, quien también ha hecho videos y una película del grupo, Gabriela Gobbi, pareja de Biasotto y consultora teórica; Mariana Tirantte, productora general, escenógrafa y que en el marco de la retrospectiva hará una instalación permanente con sus trabajos; Matías Sendón, diseñador lumínico; Gabriela Fernández, vestuarista; José Ansaldo, productor técnico. Entran, salen, van, vienen, con un objeto, un hijo de alguno de los integrantes, o una solución para un problema, de esos que se multiplican a medida que la fecha de estreno se convierte en ya.
Todos están movilizados. Biasotto, que desconfía de la idea de consagración que implica una retrospectiva y prefiere quedarse con las preguntas que el proceso entraña. Acuña, que define su estado actual como melancólico: “Pero no por estar pensando en el pasado, sino por pensar en el futuro, en el devenir del grupo. Siempre que terminamos una obra, pensamos que nos vamos a separar”.
Sea o no sea cierto el final, lo que hay es que los Krapp van a estar disponibles a afirmarlo si es necesario. Entonces, ¿es ésta la despedida? Sigue Luciana: “Se qué no es grave, porque todos vamos a seguir produciendo. La gravedad es que somos amigos mientras estamos juntos. Cuando no estamos trabajando juntos, no somos tan amigos. Entonces me pregunto si la necesidad de hacer obras no tiene que ver con algo más que lo artístico. Algo como conservar ciertos lazos familiares. Krapp es como la Navidad: no ves nunca a los parientes, sólo ahí, en las fiestas. Y pasa todo lo que pasa. Después no los ves más, ¡Porque no los podés ver más!”. Entonces no hablamos de una despedida sino de una fiesta. Aunque sea la última.
Desde el viernes 1º de noviembre al sábado 14 de diciembre, en el Centro Cultural San Martín, sala A-B y sala Alberdi. Entradas: $ 60. Miércoles día popular: $ 40.
El loro y el cisne, de Alejo Moguillansky, con los Krapp se puede ver los domingos a las 22 en la sala Lugones del TGSM, Corrientes 1530. Y los viernes a las 22, en el Malba, Figueroa Alcorta 3415.
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