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Domingo, 10 de noviembre de 2013

La máquina de hacer danza

 Por María marta Gigena

Un artefacto anómalo. Algo como eso podrían ser los Krapp y sus obras. Como una tetera con el asa invertida o un sillón que se dobla con las patas sobre la pared desafiando la gravedad, o una bicicleta con las ruedas cuadradas. Un artefacto extrañado, que elude la solemnidad, que incluso puede parecer un chiste, y que al mismo tiempo instala preguntas sobre su propia naturaleza y sobre las partes que lo componen. Como esos artefactos extraños, las obras que los Krapp han ofrecido en estos años plantean una resistencia a la clasificación dentro de una serie y se entusiasman con los desajustes.

En ese artefacto singular que son los Krapp, la pregunta adecuada no es la de la pertenencia a un género o a un lenguaje (que si son teatro, o danza, o si hay allí algo de performance). La pregunta debiera ser alguna otra, que tuviera que ver con las posibilidades del cuerpo y de la palabra, de lo que tienen para decir o pueden decir y de los interrogantes que los rodean y los relacionan.

En las obras de Krapp, las respuestas posibles a esa pregunta no formulada persisten felizmente en estar siempre un poco fuera de lugar: como algo que no encaja del todo pero igual sigue en marcha. Como aquellas dos mujeres encorsetadas de Mendiolaza, incómodas pero igual moviéndose, intentando una y otra vez.

De hecho, lanzado al desajuste, golpeando los cuerpos y las palabras contra los límites de las preguntas que hacen en cada obra, el artefacto Krapp no disimula una ilusión. Y de hecho, en los últimos años, con Lado A y Lado B de Adonde van los muertos, muestra cada vez más el entramado desnudo de la representación del que ya había pistas en No me besabas.

Entonces, además de un artefacto anómalo, una máquina teorética. Eso dice André Lepecki que es toda obra de danza o de lo que sea que hoy pensamos como danza cuando sus límites están borroneados. Y esta afirmación bien podría servir para los Krapp, si se trata de ese artefacto extraño y singular, que en vez de esconder las partes y los mecanismos que lo componen, los exhibe una y otra vez sin repetirse. Un artefacto que juega con el ridículo, que invita a la risa, al desconcierto o a la perturbación, pero que nunca se ajusta del todo. Algo así como una máquina teorética mejorada, porque evita la solemnidad que está al acecho en ese adjetivo y construye con sus preguntas una obra.

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