Domingo, 24 de noviembre de 2013 | Hoy
PINTURA Argentina hija de españoles, Raquel Forner (1902-1988) comenzó realmente a pintar cuando estalló la guerra civil en la tierra de sus padres en los años ’30: entonces aparecieron esas imágenes de mujeres poseídas por el dolor, posando en territorios yermos. Pero su obra fue mutando desde entonces, siempre marcada por los acontecimientos, y desembocó en una fascinación por los viajes espaciales con cuadros poblados de seres mutantes, andróginos. En el medio están los casi cincuenta años de trayectoria de esta artista indispensable y radical: una obra intensa y extraña que puede verse hasta el 15 de diciembre en la estupenda retrospectiva que presenta el Museo de la Universidad Tres de Febrero.
Por Verónica Gómez
El 22 de abril de 1961 Raquel Forner cumplía 59 años. Ese día escribió en su diario personal: “Me siento feliz de vibrar ante la belleza y el misterio de una rama, de una piedra, de un color cambiante sobre la arena o el mar; de vibrar y de comprender el lenguaje mil facético de la naturaleza que a cada paso me brinda elementos y fuentes de inspiración para una pintura”. Diez días antes el cosmonauta ruso Yuri Gagarin era lanzado al espacio exterior a bordo de la nave Vostok 3KA-3, convirtiéndose en el primer viajero espacial y comensal ingrávido. Gagarin, cuyo nombre en clave durante el vuelo fue Kedr (algo así como “pino siberiano” en ruso), sujeto a su asiento eyectable conversó por radio con sus operadores de la tierra Zaryá (“aurora”) y Vesná (“primavera”), a quienes comunicó emocionado que ahora sí podía ver la Tierra como un objeto redondo. Si Raquel Forner vibraba ante la singularidad de un detalle terrestre, Gagarin lo haría ante la inmensidad del espectáculo extraterrestre: “Qué hermosura. Vi nubes y su sombra distante en la superficie terrestre [...] El agua parecía una masa oscura con pequeñas manchas brillantes [...] Cuando contemplé el horizonte vi la transición abrupta y el contraste entre la superficie llena de colores de la Tierra y el cielo absolutamente negro. Disfruté el rico espectro de colores de la Tierra. Está rodeada de una aureola de luz azul que se oscurece gradualmente, convirtiéndose en turquesa, oscuro azul, violeta, y finalmente el negro carbón”. Cómo no iba a resultar estimulante el rapto poético del cosmonauta para una artista como Forner, tan inmersa en los avatares existenciales del ser humano. Si hasta ahora se había concentrado en las peripecias humanas terrestres, la conquista espacial la desafiaba a intuir y dar forma a un hombre nuevo frente a la inmensidad desconocida. Las crónicas espaciales, que Forner consumía con avidez en revistas y folletines de divulgación científica, ampliarían su hipersensibilidad natural, constituyéndose como fuente de imágenes poéticas que nutrirían tanto sus astroseres ingrávidos como su serie de retratos lunares. La exposición vigente en el Museo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero ofrece, bajo el título Presagios e invenciones de la modernidad, un racconto del recorrido pictórico de una artista cuyas visiones siguen resultando, aún hoy, con nuestra capacidad de asombro anestesiada y cuando es posible viajar a la Luna si se es millonario, tan intensas como extrañas.
Mediados de la década del ’30. Las mujeres de Raquel Forner son rutilantes, monumentales y quejosas. Matronas talladas en piedras cilíndricas, de porte compacto, gruesas pantorrillas, manos portentosas y vastos pies de plomo. Si de alguna costilla salieron, el Adán propietario de la misma tuvo que ser un coloso. Pero cuando intuíamos que la eternidad iba a posar sus anchas caderas de estatua en el medio de una escena de devastación, como un rotundo culo femenino pintado por Rubens en el fragor de una batalla, algo produce un cimbronazo. Una raíz medrosa, un tallo tímido y luego serpentino en su avanzar, provocan la ruptura: la carne se abre como un pergamino roto, las mujeres echan raíces y ramas. Vaciada la cabeza, la cara se vuelve corteza, máscara. Las mujeres que Forner pergeña en estos años, escenario de la Guerra Civil Española y de la Segunda Guerra Mundial, deambulan poseídas por el dolor y posan en territorios oscuros salpicados por árboles yermos.
En una entrevista de 1944 Raquel Forner le decía a Cayetano Córdova Iturburu: “Yo comencé a pintar realmente cuando estalló la guerra en España. La tragedia material y espiritual que comenzó en España para desparramarse luego por el mundo”.
Antes de la tragedia que forjó el estilo inconfundible de Forner, la artista había demostrado su garra constructiva en paisajes de pequeño formato, y un manejo diestro del color y sus empastes. También allí, aunque tímidamente, en sus obras tempranas de los años ’20, latía la desolación; cierta soledad geométrica cuyo efecto sombrío el color vibrante no llegaba a contrarrestar. Este interés oscuro se desplegaría –valga la paradoja– en todo su esplendor, en la serie de la guerra. Mujeres del mundo (1938), Estudio para retablo del dolor (1943), Exodo (1940), Claro de Luna (1939), Estudio para La Victoria (1939) y Estudio para Exodo (1940), son las piezas más emblemáticas de este período presentes en la exposición.
Mención aparte merece Autorretrato (1941), obra que se erige como manifiesto artístico personal. Allí Forner se retrata en una pose hierática, con una mirada de cansancio acusador, sosteniendo un puñado de pinceles y rodeada de situaciones dramáticas que funcionan como un compendio de citas a su propia obra: en primer plano vemos un globo terráqueo con una Europa ensangrentada de la cual pende un periódico estrujado al son de la desgracia –el color de la sangre resuena con el rojo de su chaleco y repercute más atrás, en el pecho herido de un pájaro que agoniza en el hueco de la mano amputada de una estatua–; a la izquierda se despliega un mapa de la República Argentina en cuya cabecera distinguimos el retrato de Forner junto a su marido, el escultor Alfredo Bigatti (con quien se casaría en 1936) y a los pies un manojo de espigas, elemento recurrente en la obra de Forner. El paisaje que oficia como telón de fondo es oscuro y pesaroso: allí se yerguen muros en ruinas, mujeres suplicantes y paracaidistas extraviados.
Las imágenes de Forner son descollantes. Extremas. Difíciles de digerir. Sus figuras femeninas, impregnadas de estoicismo, son habitantes desgarrados de un paisaje metafísico. Tremendamente escultóricas, son capaces de metamorfosearse infinitamente, desde la geometría clásica y arcaica del italiano Mario Sironi hasta las zonas amorfas y tambaleantes, rocallas frutales en erupción, de Alberto Savinio.
Corre la década del 50. La volumetría rotunda de Forner ha perdido peso. En cambio, el color ha ganado en saturación, animándose al naranja vibrante, el azul cobalto, al amarillo claro, a los colores puros. Quebrada la escala tonal, el color manifiesta su luz propia, disruptiva. Vemos en la figuración de esta época mucho de Rufino Tamayo y de Cándido Portinari. Una geometría plana y facetada –sin dejar de ser por eso constructiva– donde es difícil distinguir entre figura y fondo.
El diálogo (1951) es una pieza clave de la exposición. Anuncia el cambio que se avecina. Allí los cuerpos de dos tristes seres, enflaquecidos y alongados, entablan una conversación distante, tal vez telepática, mientras buscan una conexión física a través de sus brazos, más cercana al contacto entre dos espantapájaros que dos humanos de carne y hueso.
Es de lamentar que no haya mucho en la muestra de esta etapa. Compuesta casi íntegramente por obras de la Fundación Forner-Bigatti, la exposición, con una curaduría impecable de Diana Wechsler –que tuvo el buen tino de incluir vitrinas donde se desparraman ejemplares de la biblioteca de Forner, recortes de periódicos y escritos que dan cuenta del papel fundamental de la lectura de la época en la gestación de su obra– funciona como un compendio de puntas de iceberg de la trayectoria de la artista. Hubiera sido lindo presenciar una búsqueda más exhaustiva de piezas pertenecientes a otras colecciones. El proceso creativo de Raquel Forner se vería entonces menos tabicado y tendríamos la fortuna de regodearnos más profundamente en cada etapa de la artista.
En 1960 Forner pinta Luna. Es un retrato del satélite, todavía virgen de pisadas terrícolas, cuyo rostro, rodeado de un amarillo mostaza, ocupa casi todo el cuadro. Si las expresiones en los rostros pintados por Forner llegaban al paroxismo, esta obra aparece como un punto y aparte. El misterio se hace casi abstracto. Pero el drama no desaparece. La luna sangra. Y está llena de pozos oscuros. Hay un presagio y no resulta muy auspicioso que digamos.
De una etapa a otra, Forner parece cambiarlo todo: color, factura, composición, figuración. Pero bajo una mirada más atenta, algunos rasgos continúan latiendo inalterables. Hipnótica hasta la vacuidad, la mirada de sus nuevos personajes continúa errante, ansiando anclar en un punto lejano, hacia adentro o hacia fuera. Desprendidos de la tierra, seres mutantes de carotas redondas y manos de rana intentan flotar en un espacio que los comprime. Ya no son mujeres, son andróginos. Plena década del 60. Forner nunca es más trágica y divertida al mismo tiempo. Y continuaría siéndolo hasta su muerte, en 1988.
En Etapas espacio-temporales (1978), un grupo de parcas o verdugos portando látigos de varias puntas, aquellos inventados especialmente para la flagelación humana, forman un friso gris en la parte inferior del cuadro que sostiene el sector colorinche habitado por cabezotas de múltiples ojos. En actitud ascendente, el conglomerado de seres es coronado en la parte superior del cuadro por un nuevo ser-engendro, con cola de pescado, que parece ser el fruto bobalicón de una relación intrincada.
Si décadas atrás el color mutaba lentamente, prefiriendo transitar el lento pasaje para virar hacia el gris, ahora las zonas grises y los colores saturados se dividen drásticamente. Los embarazos se multiplican, los seres se hinchan como si se hubieran tragado un planeta multitudinario. La visión radiográfica nos ofrece el interior y exterior en simultáneo, con el mismo protagonismo enloquecedor. Una pulsión por conectarlo todo da origen a los cables y venas que recorren el espacio perforando a su paso los cuerpos, horadando las manos (imposible no recordar las manos horadadas de aquellas mujeres de la guerra), siguiendo un itinerario desorbitado, como cordones umbilicales intergalácticos.
Presagios e invenciones de la modernidad es una oportunidad maravillosa para reencontrarnos con una artista radical e indispensable, que supo asumir el acto pictórico como una militancia de la sensibilidad para convertirse en médium de las convulsiones de la época que le tocó vivir.
Raquel Forner
Presagios e invenciones de la modernidad
Del 10 de octubre al 15 de diciembre de 2013
Museo de la Universidad Nacional de Tres de Febrero.
Valentín Gómez 4838, Caseros, Pcia. de Buenos Aires
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