Domingo, 24 de noviembre de 2013 | Hoy
CINE En llamas, la segunda parte de Los juegos del hambre, deja cada vez más claro por qué esta saga distópica para adolescentes es distinta de las demás. No se trata sólo de la muy palpable metáfora de los juegos del título, en los que hay adolescentes que se matan entre ellos para entretenimiento del público que ve la masacre por televisión, sino que el relato se aleja de la competencia y la iniciación de Katniss se acerca cada vez más a una fábula amarga que, asegura su autora Suzanne Collins, estuvo originalmente inspirada en los relatos de su padre ex combatiente, las masacres y la espiral de violencia que sostienen los contrastes de un mundo injusto.
Por Mariano Kairuz
La recién estrenada En llamas, segunda parte de la saga Los juegos del hambre se parece en muchas cosas a otros productos de su género –cine fantástico destinado al público adolescente o, según la categorización norteamericana, los Young Adults– y a su vez es saludablemente distinta de todo. Se parece en sus concesiones presuntamente destinadas a sus espectadoras (y lectoras de la saga de novelas en que se basa) más jóvenes, chicas de 15 o menos, con sus clichés románticos-trágicos, como el de la heroína que se debate entre dos pretendientes igual de nobles y valerosos (a lo Crepúsculo); se parece, como casi todo el cine fantástico contemporáneo, en su abuso de los efectos digitales, que le confieren a todo lo que dibujan el mismo espesor visual, la misma textura. Pero se diferencia en algo crucial: aquí los púberes protagonistas se ven obligados a enfrentarse entre ellos, como en Harry Potter, Crepúsculo, las más recientes Cazadores de sombras o Percy Jackson, pero el combate que los pone frente a frente es hasta la muerte. Chicos matando chicos, así de brutal y directo.
La mayor parte de la crítica norteamericana recibió más que bien a En llamas: en el The New York Times, Manohla Dargis escribió que Francis Lawrance, director de este segundo capítulo de Los juegos del hambre, “le provee una sensibilidad más dura, menos sentimental, que se ajusta mucho mejor a este tipo de material. (...) En llamas no es una gran obra de arte, pero es una película competente y por momentos emocionante, y hace algo que otras películas mejores, más artísticamente notables, a menudo no consiguen hacer: le habla a su propia época, a su tiempo”.
Es probable que de eso se trate finalmente el fenómeno de ventas de los libros de Los juegos del hambre, y el éxito de las películas –la primera recaudó 400 millones de dólares en EE.UU. y otros 300 internacionalmente; los preestrenos de la segunda señalan una segura expansión–: es un producto suficientemente apto para adolescentes, inclusive apto para toda la familia, esquemático e inofensivo en la superficie, que por debajo, en el núcleo duro de lo que está contando, conecta en algún lugar con profundas ansiedades sociales de nuestro tiempo. El tema “chicos masacrando chicos” está demasiado presente en la sociedad norteamericana y cada vez más en el resto del mundo, desde las matanzas de estudiantes de Columbine y de la universidad tecnológica de Virginia (aunque la edad del perpetrador fuera algo mayor), hasta la de fines del año pasado en la escuela de Sandy Hook. De ahí, de esos traumáticos eventos de la vida real, extrae su potencia dramática y su perturbadora resonancia lo que de otra manera no sería más que una fantasía un poco morbosa en la línea de mucho reality TV. Los juegos del hambre podría ocupar, en un cine aséptico y refractario al riesgo –a la posibilidad de asustar en serio a sus espectadores– el espacio que otras distopías bestiales llevadas al cine, como Cuando el destino nos alcance, Zero Population Growth o El planeta de los simios ocuparon en el tanto más estimulante y tremebundo cine de los años ’70.
Para los recién llegados –ni la primera película ni los libros replicaron todavía acá el fenómeno masivo que fueron en EE.UU.– conviene explicar un poco qué es Los juegos del hambre. Los juegos del título son unas violentas competencias a muerte en las que el gobierno dictatorial de Panem (el territorio que se ubica en lo que queda de los Estados Unidos tras una guerra apocalíptica) obliga a participar a dos adolescentes seleccionados por cada uno de los doce empobrecidos distritos que componen la nación, a modo de tributo, de contundente recordatorio de que la “pacificación” tiene su costo. No hay compasión para nadie, como prueba el hecho histórico de que alguna vez existió un distrito Trece, que fue borrado del mapa tras un intento de insurrección contra el Capitolio. Las competencias son filmadas desde todos los ángulos posibles y televisadas casi en su totalidad, dando lugar al reality show anual por el que toda la nación puede seguir la desesperada lucha por la supervivencia de los “tributos”, y la trágica suerte de todos menos uno. En este panorama es que surge la improbable heroína de la saga: Katniss Everdeen, una chica de 16 años que se ofrece en lugar de su hermana de apenas 12 años para representar al más famélico de todos los distritos, el Doce, la mina de carbón, pobre de toda pobreza. A diferencia de distritos más prósperos, que entrenan a sus chicos, Katniss sólo cuenta con su habilidad con el arco y la flecha, adquirida en las cacerías clandestinas en el bosque con las que procura algo de carne para su familia. El primer libro y la primera película cuentan cómo consigue sobrevivir hasta las últimas instancias del juego, cómo forma una alianza con el otro tributo del Doce, el joven y noble panadero Peeta, y cómo consigue no asesinar a otros chicos hasta que, por supuesto, no le queda otra. Los juegos... es también, en este aspecto, un brutal relato de iniciación, porque eventualmente Katniss se verá obligada a matar, y la descripción del breve pero inevitable trauma de esa “primera sangre” se convierte en uno de los ejes del primer libro.
Por supuesto que la escritora Suzanne Collins no inventó desde cero la distopía: Los juegos del hambre responde a una larga tradición literaria del siglo XX y no es difícil identificar en la trilogía elementos del 1984 de Orwell, del Huxley de Un mundo feliz, de relatos más realistas como El señor de las moscas e inevitablemente de la sanguinolenta saga japonesa Batalla real, en la que los adultos se sacan de encima a los chicos “problemáticos” soltándolos en una isla con la consigna no optativa de eliminarse entre ellos.
“El clásico de culto que inspiró Los juegos del hambre”, anuncia en su tapa la primera edición local de Battle Royale, el libro de Koushun Takami publicado en Japón en 1999 pero recién distribuido por primera vez acá (por Planeta a través del sello Booklet) desde hace un par de meses. La novela de Takami transcurre en un futuro cercano, en la República del Gran Oriente Asiático, formada tras el triunfo de Japón en la Segunda Guerra, convertida en un gigante autoritario “de gran sentimiento antinorteamericano”, donde está prohibido el rock y donde, “como medida de control de rebeliones, la administración pone en marcha el Programa: cada año, cincuenta chicos de distintos institutos son elegidos para luchar a muerte en la Battle Royale”. Los alumnos elegidos son secuestrados y forzados a liquidarse unos a otros hasta que sólo quede uno. La progresión dramática se va midiendo en cantidad de chicos que siguen vivos al final de cada capítulo: “quedan 38 estudiantes”, leemos al final de uno; “quedan 24 estudiantes”, varias páginas más adelante, y así. Según algunas interpretaciones del libro y la película basada en él que el veterano Kinji Fukasaku filmó un año después de la publicación, se trata de una sátira hiperbólica del riguroso sistema educativo japonés y del duro pasaje hacia un mercado laboral salvajemente competitivo. En cualquier caso, los adolescentes japoneses parecen cargar con su propia mochila de ansiedades y angustias, como puede apreciarse en películas tremebundas como El club de los suicidas, de Sono Sion, sencillamente inimaginables, por su crudeza, en Hollywood. Por su lado, Fukasaku, que tenía 70 cuando filmó Battle Royale, dijo haber proyectado en la película sus propios fantasmas, los fantasmas de la guerra.
Las similitudes con la premisa de Los juegos del hambre, que llegó nueve años más tarde, son evidentes, lo que generó en blogs y foros de Internet una catarata de comparaciones y rabiosas denuncias de plagio.
Sin embargo, Suzanne Collins dice haber ignorado la existencia siquiera de Battle Royale –libro o película– hasta que entregó su primer manuscrito a la editorial y sus editores le contaron sobre aquel predecesor. Ella cuenta, inclusive con cierto candor, que entonces preguntó si debería ver o leer BR, a lo que sus agentes le respondieron que de ninguna manera, que no querían que metiera su cabeza en ese mundo ahora que estaba comprometida a completar su saga. De hecho, el tercer libro de la trilogía (titulado Sinsajo, Mockinjay en el original, en alusión a un pájaro mutante que se convierte en icono de la rebelión inspirada por Katniss) abandona las similitudes con Batalla Real, cuando los juegos quedan de lado y el relato se aboca a la crónica de la revolución, que se anuncia cerca del final de En llamas. Collins, que al publicar el primer tomo de su millonaria trilogía venía de trabajar como guionista para la televisión infantil preescolar y de escribir otra saga juvenil (The Underland Chronicles), acusa como principal fuente de inspiración –además del mito de Teseo, que se ofrece a enfrentar al Minotauro que se devora a los hijos de Atenas– lo mismo que Fukasaku: los recuerdos traumáticos de la guerra. En su caso, no los propios (Collins nació en 1961) sino los que con mucho empeño y convicción le transmitió su padre, militar de carrera y experto en ciencias políticas criado durante la Depresión y asignado durante un año a Vietnam. “Mi padre me enseñó que hay ciertas cosas que los chicos deben aprender, y estaba convencido de que no bastaba con visitar los museos y los campos de batalla; había que comprender las causas y las consecuencias de la guerra. Por suerte, tenía un gran talento para convertir la Historia en relatos fascinantes, y parecía tener una gran percepción acerca de lo mucho que un chico es capaz de entender sobre los aspectos más duros de la realidad. Hoy creo que hay que educar a los chicos en la realidad de la guerra; si esperamos mucho, ¿qué tipo de explicación podemos dar? Si no hablamos con ellos de estos temas, podemos creer que los estamos protegiendo, pero en realidad los estamos poniendo en desventaja.” Los juegos del hambre, argumenta Collins, no es una saga sobre la adolescencia, sino sobre la guerra.
En cuanto a Batalla Real, hasta hace muy poco no se había estrenado en EE.UU. Salvo por su proyección en espacios under y su paso por festivales, la película de Fukasaku no tuvo una circulación formal en Norteamérica hasta once años después de su estreno mundial. En el medio, un par de productores norteamericanos uno de ellos, Roy Lee, especializado en remakes de films asiáticos consideró hacer una versión estadounidense, lo anunció y lo intentó, pero terminó dándose por vencido: los ánimos estaban demasiado caldeados en su país (de vuelta: Columbine, Virginia Tech) y toda la gente a la que recurrió para conseguir financiación se mostró aterrorizada ante el prospecto de que algún demente de esos que abundan, inspirado por Batlle Royale USA, llegara un día a clase de malhumor y liquidara con una ametralladora a todos sus compañeros. Mientras tanto, se estrenan films de producción mediana pero grandes ambiciones como Kick Ass 2, en la que un montón de freaks adolescentes vestidos de superhéroes unos y supervillanos otros, y compenetrados con sus respectivos disfraces se liquidan violentamente entre ellos con armas blancas y de fuego. La violencia como entretenimiento es la polémica del día, y la violencia entre adolescentes es específicamente un producto del clima de época. Surgidos entonces, acaso, de una raíz común (la traumática experiencia de guerra) y vinculados por la salvaje realidad de la adolescencia contemporánea, Battle Royale y Los juegos del hambre se convirtieron en fenómenos masivos en distintas partes del mundo. Pero mientras que BR parece ser el límite hollywoodense, aquello que la industria no se anima a hacer ni a estrenar, las tribulaciones de Katniss marcan el horizonte de lo posible: envuelta en un disfraz de cine de aventuras, una fábula amarga capaz de expresar la misma profunda angustia, de captar algo de zeitgest de principios de siglo.
Los menos entusiastas le critican a En llamas su esquematismo y la obviedad de su comentario político, tal vez pasando por alto que estas concesiones tan poco adultas son la única manera, hoy, de que un producto caro como éste alcance el público que necesita para volverse redituable con un tipo de relato poco común en su género. En llamas pone en escena múltiples contrastes: al hambre de los distritos pobres le opone la glotonería literalmente bulímica del Capitolio, la vida materialmente precaria en los pueblos derruidos convive como ocurre en el mundo hoy mismo con diseños tecnológicos sofisticadísimos; a la dura realidad de las vidas de la mayoría enfrenta la frivolidad de la televisión y la moda. Las bobadas románticas amenazan con reblandecer el relato al principio, pero luego son dejadas prácticamente de lado para concentrarse en la competencia y el germen de la rebelión. Finalmente, puede decirse que la mayor limitación que encuentra Los juegos... es la expresión gráfica de sus ideas: al parecer, puede enunciarlas pero no mostrarlas. Por ejemplo: en medio del “Tour de los vencedores”, que lleva a Katniss y Peeta de paseo por los doce distritos, un anciano osa hacer con tres dedos en alto el saludo de la revolución y es ejecutado en el acto por las fuerzas policíacas del Estado, para horror de la heroína y un poco del espectador; sin embargo, cuando el cadáver es retirado de la escena, se nos escamotea la sangre que necesariamente debería haber quedado derramada en el lugar. Cuando, más tarde, en plena competencia, los protagonistas son alcanzados por una niebla venenosa, vemos cómo la piel afectada de sus caras y sus brazos se llena de espantosas ampollas purulentas; la imagen es consistentemente horrorosa, y sin embargo, la cura posterior resulta tan mágica que borra el daño producido despejando todo rastro de aquélla: a diferencia de lo que ocurre en las guerras verdaderas, los cuerpos en general perfectos de sus protagonistas no admiten cicatrices de ningún tipo. Los potenciales traumas llegan y se van limpiamente. Por eso no es una película sólo apta para mayores de 18 años; por eso Los juegos del hambre pudo recaudar 700 millones de dólares, En llamas incrementará su presupuesto, y asegura el estreno de sus dos continuaciones en los próximos dos o tres años.
El secreto de su éxito, en última instancia, reside en esa chica hermosa y de verdad en llamas llamada Jennifer Lawrence, surgida casi de la nada hace tres o cuatro años, y hoy –a los 23, con dos nominaciones al Oscar, uno ganado– convertida en la superestrella más prometedora para la próxima década hollywoodense. Con su encantadora naturalidad, ese aire de nobleza y sinceridad que vuelve convincentes hasta las decisiones más ridículas de su personaje, Jennifer se ha convertido en la perfecta e inesperada heroína de este cuento “revolucionario”, lo más parecido a una historia política que tiene para ofrecer un cine cada vez más infantil.
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