Domingo, 19 de enero de 2014 | Hoy
“Un pájaro vivía en mí/ Una flor viajaba en mi sangre/ Mi corazón era un violín.” Así comienza el poema que abre Violín y otras cuestiones, el primer libro de Juan Gelman, figura central de las letras iberoamericanas, que murió en México el martes pasado, a los 83 años. Poeta, periodista y militante, autor de clásicos de la poesía argentina como Gotán, Cólera Buey y Los poemas de Sidney West, en estas páginas lo recuerdan amigos, colegas y compañeros, repasando historias y exilios, abriendo y cerrando polémicas, reviviendo risas y dolores, y convocando versos y más versos. Como los de “Epitafio”, tan recordado estos días, aquel poema iniciático, que termina diciendo: “Aquí yace un pájaro/ Una flor/ Un violín”.
Por Susana Cella
Abrí la puerta de mi casa, un día a la tarde, iba terminando el siglo. A unos metros, alguien torció la cabeza y me miró con su inconfundible expresión, la que innúmeras fotos han captado, esa misma cara que había visto por primera vez apenas unos años antes, cuando, después de que, democracia mediante, no pudiera volver al país bajo pena de captura, Juan Gelman logró librarse de las trabas “legales” y regresar. Entonces fue que leyó poemas en un aula de la Facultad de Filosofía y Letras del tercer piso, la José Martí. A la salida, nos dijo a dos amigos y a mí, que quisimos saber, un tanto irrespetuosos creo de nuestra parte, qué iba a hacer en lo sucesivo: “Tengo el trabajo en Estados Unidos, la mujer en México y el país, acá”. Ese acá fue siempre su posibilidad prevalente e infinita, su lugar de escritura y vida, omnipresente y más en la forzada lejanía, por eso, la persistente referencia al exilio, desplegada desde Bajo la lluvia ajena (1980), extremada en Salarios del impío (1993) cuya versión mecanografiada conocí antes de verla en el formato de un libro ilustrado y me quedé siempre con la terrible desnudez de esas negras letras de máquina de escribir que acentuaban el epígrafe: “La muerte rápida es castigo muy/ leve para los impíos. Morirás/ exiliado, errante, lejos del/ suelo natal./ Tal es salario que un impío/ merece” (Eurípides).
Aquel día, sentado a la mesa de mi comedor sólo preguntó, sencillo, respetuoso: “¿Puedo fumar?”. No hizo falta mucha respuesta. ¿Cómo no va a poder?, pensé recordando el poema Trilce VI de aquel al que alguna vez me nombró como “el padre Vallejo”, cuyo primer verso Gelman incorporó a un texto suyo: “El traje que vestí mañana” (en Bajo la lluvia ajena)
Efectivamente, para Gelman fue una constante referencia, más notoria en los primeros libros, pero detectable en toda su obra, por ejemplo en Eso (1988): “a todo esto/ la poesía/ // Recta como la espada del camino/ // bajo el cielo de zinc/ // desatollóse/ desencebollóse/ lauréose/ // echóse a andar” en una verdadera síntesis alusiva a varios poemas vallejianos, precisamente refiriéndose a la poesía, tema recurrente en muchos poemas, claro que no en tono declarativo, sino según supo hacer tan afinadamente en su extensa producción: mediante combinatorias y derivas que aparecen en modulaciones diferentes, en poemas enteros, en versos y en vocablos. Así, por ejemplo, acudiendo a distintos registros de lenguaje, incluyendo formas del habla (“mesmo”, “pa”, “sefiní”, “disolvido”, “un suponer”) que bien pueden estar trenzadas con alusiones a obras literarias y escritores, o personajes históricos de épocas diversas, muchas veces asociados como en el caso del conde de Lautréamont y el Che en “Sudamericanos” (Fábulas, 1971), y asimismo constataciones, reflexiones tramadas con la narración: “la punzada chirría en lo sabido del pañuelo cegato/ pero la que selló mi corazón // se sube a todo lo que pase/” (Anunciaciones, 1988), y los inesperados vínculos: “Se ha de secar la cara con la noche”, “en las orejas le crecían flores para no oír los ruidos del dolor”.
Estas transmutaciones surgen también en las derivas de una palabra (niñar, enmuerta, amora, sufridera, sangrera). En el paso de género al femenino (la páis, la mundo, por ejemplo), diseña una zona de lo entrañable y amado, donde cabe la mujer, la inocencia infantil, lo que nutre, en contraste con lo que daña y destruye. En este aspecto juegan también los diminutivos, que no son sino expresión de amor general, de afectividad colmada en instantes felices o desgarramientos ante la pérdida. A lo que pueden sumarse esas “o” que equiparan elementos disímiles: “los muertos que me traés o luna”, esto por otra parte acentuado por el uso de barras de separación en el interior del poema o a fin de versos, que sirven para enfatizar cortes y que sólo pueden oírse en la peculiar escansión de la lectura en tono gelmaniano, pero a la vez, al herir la sucesión, pautan, destacan una palabra, la cortan para adensarles los significados, y no menos, con tales líneas quedan inscriptos los silencios como pausas para acumular interrogantes, que no son pocos y suelen aparecer en sucesión de preguntas: “¿se derraman por almas lastimadas?/ ¿son en mí/ // ¿como ropa húmeda pegada a mí?/ // ¿país que no se quiere despegar?... (“Esperan”, en Si dulcemente, 1980).
No menos importante, la propia escritura se trama en diálogo –vale destacar esto del diálogo– con otros textos, así la propuesta de Com/posiciones (1986): “llamo com/ posiciones a los poemas que siguen porque los he com/ puesto, es decir, puse cosas de mí en los textos que grandes poetas escribieron hace siglos... me sacudió su visión exiliar y agregué –o cambié, caminé, ofrecí– aquello que yo mismo sentía ¿Cómo contemporaneidad y compañía? ¿mía con ellos? ¿al revés?”, estableciendo un tipo de vínculo (en este caso, con poetas medievales) que muestra una escena de escritura donde los precedentes, la tradición literaria siempre ampliada, es compañía y alimento, palabras a las que sumar las propias, en situaciones de confluencia, en experiencia que se comparte.
En Citas y Comentarios (1982), no sólo escribe con San Juan, el profeta Isaías, Santa Teresa hasta los poetas del tango, sino que además puede ser que se junten en un poema, por ejemplo Ezequiel, el profeta, y Lepera, el letrista de Gardel. Una lógica poética capaz de establecer estos enlaces a partir de semejanzas que no respetan un ordenamiento cronológico. En otra modalidad, la combinatoria es visible en Dibaxu (1995), ese texto donde se ven como un espejo los poemas escritos en sefardí y en castellano moderno, en el que una acotada cantidad de términos (pájaro, mujer, ojo, etc.) van configurando en cada poema una imagen diversa.
Como ese poeta portugués que “tenía cuatro poetas adentro...”, Gelman tuvo los suyos, aunque de otro modo que Pessoa. Sidney West, John Wendell, Dom Pero y Yamanocuchi Ando sirvieron también a expandir horizontes de escritura siempre en clave gelmaniana, notoriamente al sumarle a Julio Greco y José Galván, ambos víctimas de la dictadura. Quedaron de estos personajes poéticos sus obras, y luego, al parecer, a diferencia del poeta que tenía que “alimentar cuatro bocas”, continuó sus escritos llevándose a sí mismo (no fácil carga, según testimonia en sucesivos poemarios), pero sin que tantísimos poetas (Dante, Brodsky, Cafavis, Apollinaire, Rimbaud, Lezama Lima, José Angel Valente, y sigue la larga lista) dejaran de habitar sus poemas, escribiendo a su modo con ellos y sus legados, y al mismo tiempo componiendo el suyo propio, que es, mucho más que ciertos recursos muchas veces mencionados y a veces copiados, precisamente esa sabia manera de escribir con moviéndose en la densa trama de los significantes que la lengua no deja de proveer, y cuanto más amplia, mejor. En tal sentido, Gelman fue y es una referencia insoslayable en el lenguaje poético, en su opacidad y comunicabilidad simultáneamente puestas en juego.
Con motivo del cincuentenario de su primer libro, Violín y otras cuestiones, en 2006 (publicada en edición facsimilar de aquella primera de Editorial Gleizer), fueron muchos los que quisieron oír a quien ya se había constituido (aparte de premios ya obtenidos y por obtener) en una de las figuras canónicas de la poesía en lengua castellana. La ocasión deparó anécdotas como aquella de que cuando estaba haciendo la colimba, Gelman dialogó con otro soldadito que integraría también el Grupo del Pan Duro, Hugo Di Taranto, y que estuvo ahí, para evocar juntos aquel encuentro en que el tema común fue Baudelaire. Fue el mismo año en que lo nombraron Profesor Honorario de la UBA, y además de agradecer las, según él, “exageraciones” por cuanto dijeron el entonces rector Jaim Etcheverry y Daniel Filmus, no dejó de recordar los varios aniversarios que ese año se cumplían, evocando, entre los consabidos, a su hijo Marcelo, su nuera y la nieta que finalmente pudo encontrar.
Su vasta obra, que arranca precisamente con ese texto primero, en parte deudor de Raúl González Tuñón (El violín del diablo) que se lo prologó, fue desde el inicio “algo más” que llegaba para abrir caminos no transitados por la poesía. No epigonismo ni reiteración, sino, para decirlo con las palabras del siempre presente Vallejo, “un latido vital y humano” que justamente en tal sentido posibilita un trayecto propio en tanto la palabra se enlaza a la experiencia particular e intrasferible que busca su modo de manifestarse. Por tanto, la obra de Gelman muestra una continua exploración, jamás queda anclada en algún compartimiento de género, como muchas veces se lo quiso circunscribir, fuera la idea de una poesía coloquial, social, o cualquier otro corsé. No han faltado respuestas por parte del autor que bien podrían considerarse recusaciones a tales encasillamientos. “La poesía puede hablar de todo, porque el único tema de la poesía es la poesía”, declaró alguna vez ante la consabida pregunta sobre “poesía y política”, y obvio, viniendo la frase de quien muy lejos anduvo siempre, como lo demostró incluso en vida y obra, de cualquier torre de marfil. El rechazo seguramente era a los clisés, a las recetas, al anclarse en alguna cómoda invariante, de ahí, la diversidad de sus textos, de ahí su continua, hasta el final, búsqueda.
El martes 14 de enero de 2014, luego de una serie de recorridos por la ciudad, llegué a mi computadora, y ahí andaba atendiendo mensajes cuando llegó entre ellos la infausta noticia. No ignoraba yo los problemas de salud que Gelman estaba afrontando desde tiempo atrás y que se agravaban, pero contra todo diagnóstico, prevalecía la esperanza de un tiempo de gracia.
Al caer el mazazo, no otra cosa fue la escueta información, empezó una suerte de vértigo, por las redes, por los mensajes, muchos de ellos de remitentes inesperados, un intercambio para tramitar el dolor que nos está habitando, para en favor de una memoria necesaria hablarnos de algún episodio certero, así me escribió una estudiante: “Gotán (1956-62) es de lo mejor que leímos en la Facultad”. Y otro, “recuerdo unas palabras tuyas un día que nos hablaste en Puan de poetas latinoamericanos”; según él recordaba y yo no, dije: “Si miramos de cerca, todos tienen su Vallejo y su Gelman. No hay cómo escapar de tanto brillo”. Ante esto pensé que había yo sembrado algo en terrenos fértiles, contra un cúmulo de desidias, desvalorizaciones y ninguneos que hubo de sufrir Gelman (y no sólo él, recuerdo ahora la antología breve que hizo de Francisco Urondo titulada Poemas de batalla, 1998) en los edulcorados años de neoliberalismo y socialdemocracia, cuando reinaba la Teoría de los dos Demonios y circulaban vacuas expresiones y la denostación bien coherente con la ideología, que como continuidad de la dictadura dictaminaba exclusiones y olvidos.
Pero como en Gelman “el emperrado corazón amora”, siguió escribiendo, y es el día de hoy en que me sigo preguntando cómo pudo, en medio de la devastación que no es sólo el exilio, que no es sólo la contienda política, sino que se agudiza en el más íntimo dolor de las entrañables pérdidas. Y fue precisamente en tal cercanía, habitando eso mismo, que pudo emplazarle a la muerte la palabra, así la Carta Abierta (1980) al hijo, la Carta a mi madre (1989) y a los compañeros muertos en Hechos y relaciones (1980) y Si dulcemente (1980). O su homenaje a las Madres en el oratorio La juntaluz (1985).
En una de las ocasiones en que yo todavía lo trataba de usted me dijo: “Tengo sesenta y cuatro años, si me decís ‘usted’ me parece que tuviera sesenta y cinco”. La casual frase no fue sino uno más de los interrogantes que su poesía me había ido planteando. Y continúa. Al ser nombrado Ciudadano Ilustre de Buenos Aires, se presentó junto a Rodolfo Mederos, a cuya magistral interpretación musical comentó: “Estuviste muy bien, perdoná que te lo diga”. En ocasión de un encuentro en México D.F. después de no haber podido acudir a su invitación a cenar por un transporte que se retrasó desde Pátzcuaro no sé cuántas horas, ante las disculpas del caso sólo nos respondió: “Comimos rico”. Nunca le faltó esa fina ironía, registrada en muchas entrevistas, que bien pude entender como sutil mezcla de lucidez y sensibilidad, a la que era imposible sustraerse. Aquella cena no cenada fue uno de los lamentables e involuntarios desencuentros. Quizás, y sólo en parte, compensados por los momentos en que tuvimos ocasión de vernos, por breves que fueran, inolvidables. No faltaba nunca su dulce humor, la pregunta inteligente, alguna que otra anécdota. Estuvieron también los mails y las llamadas telefónicas, una de ellas, después de que yo lo abrumara con un ensayo sobre su poesía publicado después por una revista norteamericana, de pronto apareció su voz en el teléfono o cuando le nombré a Melody Spring, casi provocativamente, porque me había apropiado del lugar para un texto mío, logré saber que había valorado esa aventura.
A fuer de parecer yo una fetichista, estoy mirando su letra en la dedicatoria a la edición de Violín... por el cincuentenario, junto a la primera edición que atesoro gracias a la generosidad de un amigo entrañable suyo, José Luis Mangieri. Todo anda por aquí, sin que jamás nunca puedan sino apaciguar la herida abierta por la ausencia.
Y con Violín... estoy repasando la copiosa obra, leo y releo versos “previamente llorados”, me anclo en estrofas e imágenes, me detengo en sus peculiares barras, en las citas incrustadas, vuelven las “golondrinas misteriosas que hacen nido en tu pelo”, y trato de juntar, por recuperar cada letra leída, previamente llorada también, cuanta cosa escribió según fueron sucediéndose, Salarios del impío, Dibaxu, Incompletamente (1997), Valer la pena (2001) País que fue será (2004), De atrásalante en su porfía (2009), El emperrado corazón amora (2011), etc. Siguió escribiendo contra toda dificultad, siempre, y seguramente sabiendo de ese lugar al que alude Franco Rella en Desde el exilio: “En la opacidad silenciosa de la vida desnuda, en la melancolía sin nombre de una tarde en una ciudad extranjera, en el sentimiento sofocante de la muerte, o en la ebriedad de la percepción de una verdad inminente pero inaferrable, en la desesperación de sentirse entre las cosas, buscar una historia significa trabajar pacientemente los confines para transformarlos en tránsitos y en pasajes: en umbrales”. Quizá por eso el tono de libros más recientes, quizá por eso, el título del último: Hoy (2013), su umbral: “Quedan laberintos de tiempo detrás del tiempo. Le cortaron la mano al elixir del nomeolvides que crece todavía”.
No mucho después de haber cumplido, el 3 de mayo, los ochenta y tres años, vino a Buenos Aires. El 26 de agosto, en la Biblioteca Nacional presentó su Obra Completa. Flotaba en el aire de la Sala Borges una especie de hipótesis o acallado deseo: ¿Y si...? No pude sino recordar otras “Preguntas”, poema más conocido como las “Seis Enfermeras Locas de Pickapoon...” Quería que lo leyera, y sucedió, más tarde se lo comenté, se quedó, en silencio, un tanto sorprendido, pensando. Delgado en el escenario, en ésa que sabía era su despedida, evocó al tío Juan, personaje de su poema “Sobre la poesía”. “El tío Juan parecía un pajarito... estuvo cantando pío pío todo el viaje... el pío pío volaba por la cabina del camión... tío Juan era así/ le gustaba cantar/ // y no veía por qué la muerte era motivo para no cantar...” “lo lindo es saber que uno puede cantar pío-pío / en las más raras circunstancias/ // tío Juan después de muerto/ yo ahora/ para que me quierás”. También él, esa noche, parecía un pajarito empeñoso en seguir cantando, junto con todos los demás paxarus y pajaritos, en su umbral.
Susana Cella es la autora de la biografía de Juan Gelman que será publicada próximamente por Editoral Sudamericana
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