Domingo, 19 de enero de 2014 | Hoy
Por Daniel Freidemberg
El golpe de dolor vino como una corriente de energía, al contrario de lo que podía uno haber supuesto. No me tomó de sorpresa: ya un amigo mexicano había escrito “fase terminal” en un mail, pero el dolor vino igual, y lo notable es que no sólo vinieron con él la evidencia de que a un montón de cosas ya no iba a poder hablarlas con Juan Gelman, ni podría ya saldar cierta vieja deuda: también sentí, extrañado, que algo como una fuerza me estaba ganando. “Nos queda su presencia, poderosa, indeleble, en la memoria, dándonos fuerza, y la evidencia de qué es eso de jugarse en la vida y la escritura”, le dije a Jordi Virallonga, el poeta catalán, que había escrito “se ha muerto Juan Gelman: yo no soy el que soy ni mi casa es mi casa”. Facebook se volvió esa noche un espacio para compartir el dolor, y ahí, en el intercambio con amigos, fui dándome cuenta, agradecido, de lo que significó para mí haber conocido a ese hombre. O de lo que él dejó en nosotros, más bien: “Somos afortunados, Jordi”, escribí. “Podemos dar testimonio.” La conciencia de un legado, en lo literario y lo personal, fue cobrando cada vez más peso.
No sé, ahora que lo pienso, si no fue el propio Gelman el que preparó el terreno. El, que se había resistido siempre a presentar públicamente sus libros, cedió al fin con Hoy, el último. “Quiere despedirse de Buenos Aires”, confidenció un amigo mutuo al convocarme para acompañarlo. Creo que hoy puedo contarlo: fue mucho más que la presentación de un libro esa ceremonia a la que asistimos, el 26 de agosto, en la Biblioteca Nacional. Tal vez lo intuyó Horacio González al decir que “esta reunión va a marcar una noche fundamental de nuestras vidas”, pero el hecho es que Gelman se despidió de su ciudad y su país, y que lo hizo a su manera, con su estilo. Y algo que tiene que ver con esa manera y ese estilo es lo que como un aura insiste aún inquietándome, impregnado, por añadidura, de la inusitada calidez que tuvieron los contactos, no muchos, que se sucedieron, por teléfono o mail, entre aquella gran noche y la noticia del fin.
“Calidez”, digo, conociendo el terreno viscoso en que me meto (el abismo de lo sentimental, la confusión entre el autor y la obra, lo que puede haber de obsceno en la expresión de cuestiones personales), porque entreveo algo así como una clave. Nunca, hasta el aluvión de imágenes que se me vino encima en estos días, había notado hasta qué punto eran decisivos para Gelman los afectos, aun en su estilo pudoroso y reticente. Se me empezó a hacer evidente, visto desde ahí, esa sostenida presencia en los poemas, nunca hasta el punto de sofocar la lucidez implacable a la que esa escritura quiere responder, y sometido todo a lo que en su propuesta es central, o me parece que lo es.
Escribí mucho sobre la poesía de Gelman como operación liberadora de la lengua, como interrogación al misterio de lo existente, como tentativa de sostener en vilo la palabra, y no encuentro motivos para no seguir encontrando ahí el núcleo de esta larga aventura literaria, su razón de ser, pero poner el foco en el trabajo que lleva a cabo con lo afectivo fue como un flash. Entiendo ahora mejor las ironías con que se refirió una que otra vez a poetas con los que yo estaba vinculado, o la distancia que tomó con buena parte de la poesía que se estaba escribiendo aquí, sin polemizar ni batir ningún parche, salvo en la respuesta que me dio, hace algunos meses, durante una entrevista: “Me pareció que había aparecido una suerte de hiperrealismo y detallismo nombrador que poco tiene que ver, a mi juicio, con la poesía. Claro que no todo lo que se escribe es así. Lo que sucede es que hay poetas y hay gente que escribe versos”. La atmósfera de frigidez y autosuficiencia que veía extenderse sobre el mundo lo ponía mal (“despasión” es la palabra que inventó para nombrar ese estado de cosas y denunciarlo), y percibir su imperio en el terreno de la “producción poética” lo entristecía, porque encontraba ahí un vaciamiento.
No sólo hay, por lo tanto, un rechazo o un desinterés hacia Gelman en buena parte de los más visibles protagonistas de la “poesía argentina actual”, porque el rechazo y el desinterés son o fueron mutuos, con las inevitables injusticias o imposibilidades de apreciar “lo diferente” que esos tironeos suscitan. “Lo que me deja atónito es la idea de que en determinada época y, supongo, en determinado país, haya que escribir de determinada manera y no de otra”, me decía Gelman en un mail, en respuesta a algo que traje a cuento durante la presentación de Hoy: alguien, en una reseña bibliográfica, había expresado la impresión causada por las flagrantes diferencias (“temperamentales, generacionales y estéticas”) que detectaba entre la poesía de Gelman y la que, a la sombra de otros nombres, cobró cuerpo en la Argentina de un tiempo a esta parte, y vaticinaba: “Si la obra del primero (Gelman) va a germinar en continuadores de valía, habrá que esperar que la poesía argentina actual, a su vez, cumpla su ciclo y sea leída como fechada en una circunstancia caduca.” “¿Y a quién la importa?”, recuerdo que dije, porque, aunque se puedan verificar, sí, en mucha poesía argentina, esas incompatibilidades, y aunque sea cierto que Gelman ya no tiene “continuadores de valía”, ¿a quién le importa? ¿Tan importante es que una obra esté de acuerdo o no con lo que demanda “el ciclo por el que está pasando la poesía argentina”? ¿Tiene eso algo que ver con la experiencia de enfrentar libros como Mundar, Incompletamente o Salarios del impío, de ver qué pasa durante ese imprevisible encuentro con el trabajo o juego que le proponen a uno las letras?
Si lo miramos bien, de hecho, Gelman vino desmarcándose ya desde Cólera Buey (1971), donde en una suerte de portazo abandonó el “coloquialismo de los ’60”, que él mismo había inaugurado, para lanzarse a tantear posibilidades hasta entonces inconcebibles, y nunca, desde entonces, los muy diversos y a menudo desconcertantes vuelcos que se fueron dando en su escritura se sujetaron a lo que el consenso del campo literario mandaba, menos aun luego del abismal quiebre político, social, económico y cultural que el mundo vivió a fines de los ’70, cuando empezó la “despasión”, a tal punto que ni siquiera con la acumulación de premios y honores dejó de radicalizar su tentativa, como si fuera por otro carril que la llevaba a cabo, o por otra zona de la realidad. Habrá que ver por qué pasó tan inadvertido el carácter solitario de esa apuesta (¿porque su propio impulso o su fuerza interna conseguían imponerla, tal vez?), pero no era algo, en todo caso, que a Gelman le importara, arrojado como estaba a “buscar los caminos que van del misterio de la lengua al misterio de la gente”, que nunca fueron, en su caso, caminos prefijados o que tuvieran la garantía de “poeticidad” asegurada: la suya, decía hace no mucho, es “una actitud en permanente búsqueda de lo invisible, eso que no tiene nombre todavía”.
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