M’hijo el artista
Por Juan Carlos Kreimer
Le dio por el cine. Hace teatro. Escribe. Pinta. Me salió músico. Es actor, dramaturgo. Ilustra comics. Saca fotos. No sé explicar en qué anda, algo medio interzona o interdisciplinario, dice él. A los dos les dio por ese lado. En el orgullo paterno, la variedad de rubros artísticos
reemplaza el título universitario. Yo no pude animarme; él sí.
Padres y madres que lo intentaron y no pudieron. Faltó talento, posibilidades, jugársela. El bichito nunca los abandonó, lo alimentan como consumidores culturales: van al teatro off-off, leen libros, visitan galerías de arte, escuchan y hablan de música, ven pelis. En ese clima los criaron. No les exigieron seguir una carrera universitaria tradicional. A la hora de definir la profesión, cada vez más hijos optan por la variante arte.
El título garantizaba ganar más que la media, elevar nivel social, ser independiente. ¡Ja! Cuando las profesiones por sí mismas dejaron de ser una garantía de prosperidad y muchos Ing., Lic. y Dr. empezaron a manejar taxis, el axioma perdió consistencia. Hoy luce más decir que el chico o la chica trabaja en este otro campo. Comunica también que uno los alentó y dio el permiso. Algunos hasta lo financian. Se tragan cualquier “Otra vez con eso”, “¿Por qué no ocupás tu tiempo en algo útil? ¿De qué vas a vivir?”. Recitan en cambio: “Lo que importa es que puedas sacar lo que tenés adentro. Aprenderás a vivir sin sueldo, o trabajar unas horas en algo afín o no, para poder, en las otras, hacer lo tuyo...”.
Los talleres de habilidades artísticas y corporales a donde los llevan desde cada vez más chicos los habitúan también a interactuar socialmente entre (o con) esos elementos y tipos de personas. Y a la hora de entregar seis años de su juventud a una universidad prefieren capacitarse y contar con herramientas para desplegar su pasión. O aprender practicándola.
El futuro (¿lo habrá?) ya no preocupa tanto como a otras generaciones. Cuando se vive en una familia o sociedad con cierta estabilidad económica, el que no la produce la toma como algo natural, y no la valora como quien no la tiene.
El arte permite levantarte a cualquier hora, crear tus propias ritmos, llevar días irregulares. El poder hacerlo, y la obra, justifican cualquier desarreglo, encuadra diversos grados de locura personal y, con suerte, la jerarquiza. Hasta los terapeutas le dan manija para que la desarrolle.
Crear, actuar, trabajar de y ser artista es una actividad sin red. A prueba y error. Nace del deseo de volcar en una obra o una actuación algo vislumbrado parcialmente. Sabés adónde van algunas piezas del rompecabezas, pero lo que te inspira, mueve y llena de sentido es la búsqueda de las faltantes.
No sólo estás autohabilitado para dialogar con los fantasmas de la creación y volver con un texto, un cuadro, un buen desempeño. El arte te hace parte de un estrato social en el que no cuenta “sólo” lo económico –batalla perdida, si las hay–, lo que sirve prácticamente o aporta soluciones tangibles, sino la posibilidad de convertir lo que te apasiona/obsesiona en objeto de atención, agrado, culto... Premios, buenas críticas, exposición, royalties, cachet, nada de eso es lo que hace estallar las neuronas.
El proceso circula por el inconsciente. Primero inadaptación, rebeldía, resistencia, venganza contra lo establecido, pertenencia a otra tribu. Luego como forma de dar una forma a algo abstracto y/o sensible. Luego como alimento para ese ámbito íntimo –sanguíneo, emocional, intelectual, espiritual– al que no lleva ningún logro material. El arte es utopía. Más que lo bello, promueve lo incierto.
Das tu reino por algo que te re-presente, un cuadro por ejemplo, o una actividad perfomática, que te requiera poner el cuerpo, en vivo. Algo capaz de generar preguntas más que respuestas. De fomentar el desacuerdo y tirarle en la cara al sistema lo que no percibió, lo que quiso ocultar, lo que de cualquier manera se le vendrá encima.
¿Ayuda esto a la sociedad? ¿Es necesaria tanta producción artística cuando, para decirlo finamente, hay tanto padecimiento material? ¿Para qué le sirve a la comunidad esa fuerza de trabajo? ¿No es un ombliguismo retroalimentado colectivamente?
Arte no es producción sino expresión. Sólo me pregunto si el artista cuestionador no es también cómplice de lo que denuncia. Si no trabaja para los que quieren borrar las huellas de los desastres que el establishment dominante ocasiona en las personas. Si los artistas no son usados para distraer la atención del verdadero conflicto y así mantener su poderío.
El cuadro de situación expande a lo social la idea de metanecesidades que formuló Abraham Maslow. Metanecesidades es lo que uno necesita después que cubrió sus necesidades materiales básicas. La vida actual necesita dosis extra de otras cosas para calmar los baches mentales y espirituales que deja el hábito del consumo, el ir tras la comodidad, el placer, el no pensar lo que estoy haciendo ni sus consecuencias en la sociedad.
Ya se habla de arte como bien social. Y se aplica a la actividad artística el concepto de “rentabilidad social”: convertir artes y humanidades en una rama de los “servicios sociales” que ofrece el sistema para cubrir las necesidades inmateriales de la población.
Mientras se va definiendo a cuántos el “ser artista” se les convertirá en cruz y a cuántos en salvavidas, convengamos, con o sin razón, que el arte les está funcionando como huida hacia adelante.