CANTO AL HOMBRE COMUN
animación 2
A pesar de que La gran aventura Lego incluye cameos de Batman, Han Solo, Gandalf y siguen las firmas, su protagonista es el clásico hombrecito sin nombre de los muñecos de Playmobil y Lego. En manos de los responsables de la primera Lluvia de hamburguesas, presenta casi una revolución proletaria a la vez que deslumbra por su gracia, dinámica y perfección técnica para que los muñecos parezcan
cobrar vida.
Por Mariano Kairuz
Para quienes crecieron jugando con Playmobil, los muñequitos y bloques Lego fueron durante años piezas de un mundo algo lejano y esporádico. Las razones por las que Playmobil reinó en las jugueterías argentinas durante mucho tiempo mientras Lego lo hizo en las norteamericanas son en última instancia aburridos motivos de mercado. Lo más interesante, ahora que Lego se impone con cierta fuerza en territorios que antes eran de sus competidores, y ahora que en los cines acaba de desplazar a Disney con su primer largo para pantalla grande, La gran aventura Lego, son las semejanzas entre unos y otros, una cualidad común a ambos que los hizo fascinantes para varias generaciones.
Playmobil fue creado por el carpintero y aeromodelista alemán Hans Beck, bajo encargo de la compañía Brandstätter Group, a mediados de los ’70. Para ese entonces, la empresa danesa Lego ya llevaba un cuarto de siglo fabricando ladrillos encastrables, pero aún le faltaba un par de temporadas más para lanzar sus figuritas humanas. Lo que ambos fabricantes tuvieron en común en sus inicios fue que sus muñecos eran básicamente figuras genéricas, destinadas a representar estilos de vida y oficios más o menos corrientes (además de indios y vaqueros, claro), cosa que hoy no es exactamente lo que prima en las jugueterías, enteramente dominadas por franquicias y merchandising de programas televisivos y películas. Jugar con Playmobil o Lego era jugar con obreros de la construcción, bomberos, policías, piratas, médicos y también familias. Al volverse más sofisticados, multiplicando animales, máquinas y vehículos (como sus imponentes barcos piratas y naves espaciales) nunca perdieron esta característica.
La idea de hacer juegos centrados en personas (no personajes) y objetos comunes y corrientes estaba emparentada probablemente con lo que podía encontrarse en ciertos cuentos infantiles de la Europa comunista de los ’60: un universo de oficios y profesiones socialmente útiles, en el que cada cual encuentra su lugar en la comunidad. De este lado de la Cortina de Hierro, la base tal vez estuviese en los encantadores libros ilustrados del norteamericano Richard Scarry, con sus gatos bomberos, sus chanchos médicos, sus perros policía.
Hoy pueden verse en Internet infinidad de experimentos, films amateur realizados con muñequitos Playmobil y Lego, algunos realmente extraordinarios, muchos impulsados y publicados en sitios como BrickFilms. Pero además, a lo largo de la última década, Lego empezó a producir sus propias películas “oficiales”. Algunos de estos cortos –que pueden verse en Cartoon Network– son brillantes: es el caso de las peliculitas que resumen en unos muy pocos minutos los engorrosos argumentos de El Señor de los Anillos o Star Wars. También llevan producidos algunos largometrajes, uno de ellos especialmente logrado, con la figura Lego de Batman como protagonista. Estas películas –y una gran cantidad de videojuegos asociados a ellas– están a veces animadas con muñequitos, cuadro por cuadro. Otras son dibujadas digitalmente, emulando los movimientos limitados de los muñequitos. Es decir, haciendo un stop motion de imitación. La expansión de este tipo de films empezó a señalar en los últimos tiempos una tendencia preocupante: al asociarse con todas estas marcas conocidas, nombres propios, merchandising (Lucas Film, los súper héroes de Marvel y DC, etcétera), Lego parecía estar resignando una de sus principales características.
Con ingenio e inteligencia, incorporando a su relato esta cuestión (esta evolución comercial que la hizo posible), en La gran aventura Lego (The Lego Movie) la juguetera alcanza su máxima expresión narrativa. En un doble juego, capitaliza su sociedad con todas estas franquicias, a la vez que ubica en su centro argumental el tema del hombrecito común y corriente. Escrita y dirigida por Phil Lord y Chris Miller –responsables de la primera, extraordinaria y bizarra Lluvia de hamburguesas y de la divertida parodia de la serie de los ’80 Comando especial–, La gran aventura Lego es un experimento vertiginoso y lisérgico inspirado en parte en los cientos de cortos animados con Lego que pueden verse en Internet, en su enorme libertad y desparpajo. De hecho, la película hace una parodia de Batman y de su lucrativa versión Caballero Oscuro; tan burlona que parece una pieza de fan fiction.
Pero lo inesperado es justamente que La gran aventura Lego no está protagonizada por Batman –ni por Superman, ni la Mujer Maravilla, ni Gandalf, ni Han Solo, ni ninguna otra de las mil licencias que aparecen como personajes de reparto o chiste de segundo plano–, sino por Emmett, el tipito común, obrero de la construcción, orgulloso e irreflexivo integrante de la comunidad de personas corrientes y alegremente conformistas que van todos los días de casa al trabajo y del trabajo a casa sin cuestionarse ni un poco sus vidas. Como en las distopías más célebres –más cerca de Un mundo feliz de Huxley que del 1984 de Orwell–, este tipito sin atributos, aburrido y poco imaginativo, despierta a su insospechado destino cuando descubre que es El Elegido por una ancestral profecía para salvar a su humanidad del impulso opresor y destructivo del Emperador de Todo, el Señor Negocios (el gran Will Ferrell). Solo que la profecía es, lo sabemos desde el primer momento, un invento, una ficción, una farsa.
Como señala con lucidez en The New York Magazine el crítico Bilge Ebiri, este ardid argumental reflexiona además sobre una de las taras más comunes del actual cine de animación, el relato del empowerment (el “empoderamiento”: “El oso panda gordo que se convierte en maestro del kung fu, el caracol que gana Indianápolis”) destinado a “preparar a nuestros niños” para su autosuperación. En este panorama, la aparición de una película sobre un muchachito del montón que cree ser El Elegido en virtud de un relato totalmente falso, constituye una arriesgada aproximación alternativa: “Cuando Emmet descubre que no es especial, que nadie lo es, le dice a la gente-Lego que todos son especiales y los inspira para romper sus cadenas”. Es una idea, dice Ebiri, “políticamente cargada, que da pie a una revolución Lego proletaria, justo en el clímax del más capitalista de los géneros cinematográficos: la película para chicos basada en un juguete”.
Por supuesto que la razón por la que La gran aventura Lego se convirtió en la más vista en su fin de semana de estreno –acá y EE.UU.– tiene que ver más con su potencia visual abrumadora, su velocidad, el vértigo de sus chistes verbales y gráficos, y el perfeccionamiento de su técnica –la simulación del stop motion, de sus limitaciones de movimiento, de sus geometrías simples y sus texturas y estampados imperfectos, viejo truco de Toy Story–, que nos hace creer que realmente estos muñequitos cobran vida. Pero si este prodigio técnico es su magia, la aventura del hombre común es su moral, y eso, es ciento por ciento Lego, o, si lo prefieren, niños argentinos de los ’80, Playmobil.