Domingo, 20 de abril de 2014 | Hoy
Por Gabriel García Márquez
Todo parece indicar que Rómulo Gallegos será Premio Nobel de Literatura en 1950. Un respetable sector de la inteligencia americana se muestra satisfecho con esa candidatura que está, además, respaldada por una obra seria, justamente divulgada, aunque también explicablemente sobreestimada. Un breve repaso a la lista de quienes en los últimos años han recibido el premio Nobel de Literatura es suficiente para reconocer que el novelista venezolano sí merece esa distinción. Gabriela Mistral, en Chile, se hizo acreedora al codiciado premio. Su obra poética tiene un valor indudable. Pero será necesario olvidar a otro gran compatriota suyo, Pablo Neruda, antes de afirmar que era la Mistral quien verdaderamente merecía, en Sudamérica, el premio Nobel de Literatura. En igual forma lo recibió Hermann Hesse en Europa, antes de Gide y antes de Aldous Huxley. Cuando el primero de los nombrados fue designado por la Academia Sueca para el significativo galardón, escribió don Ramón Vinyes, en su sección de este mismo diario –Reloj de Torre– una nota crítica sobre la obra de aquel autor, que me releva de la tarea de demostrar por qué –en mi concepto– no merecía Hermann Hesse el premio Nobel de Literatura. Demian y El lobo estepario, así como los cuentos recogidos en La ruta interior son, en realidad, obras de valor. Pero de un valor relativo. Y estoy seguro de que los venerables miembros de la Academia Sueca pasarían un rato mucho más agradable leyendo a Contrapunto, Con los esclavos en la noria –para no citar sino dos de las cosas más interesantes de Huxley– que una cualquiera de las de Hesse, con ese fatalismo oriental que las caracteriza, con ese budismo teórico que las hace pesadas, iguales, fatigantemente repetidas.
Por otra parte, cuando la señora Peal S. Buck –la autora medio china, medio norteamericana, de la Buena Tierra– recibió el premio Nobel, estaba vivo aún –si no me equivoco en mis cálculos– nada menos que James Joyce, cuya obra extraordinaria, monstruosa, no lo hizo acreedor a ese premio, tal vez por exceso. En ningún modo por defecto.
Esos antecedentes establecen una tabla de valores, dentro de la cual es posible otorgar la máxima distinción a Rómulo Gallegos, tan justamente como podría otorgársele a nuestro Germán Arciniegas, a Luis Alberto Sánchez o a Lin Yutang, a pesar de que todavía andan por el mundo Aldous Huxley, Alfonso Reyes. Y, sobre todo, a pesar de que en los Estados Unidos hay un tal señor llamado William Faulkner, que es algo así como lo más extraordinario que tiene la novela del mundo moderno. Ni más ni menos.
Creo, sin embargo, que sería inútil insistir en el caso de Faulkner. El autor de El Villorrio no será nunca Premio Nobel, por la misma razón por la cual no lo fue Joyce. Por la misma razón que posiblemente no lo habría sido Proust. Por la misma razón que no lo fue ese genio inglés que se llamó Virginia Woolf. Si la institución del premio Nobel fuera más antigua, posiblemente nos sorprenderíamos ahora de que no le hubiera sido otorgado a Cervantes, a Rabelais o a Racine. Por eso no debemos sorprendernos de que William Faulkner no sea Premio Nobel 1950 y de que el año pasado –estando ya escritos y traducidos a varios idiomas, entre ellos el sueco, sin duda, Mientras yo agonizo, El sonido y la furia, Luz de agosto, El villorrio, Santuario, Las palmeras salvajes, varios libros de cuentos, además– el premio Nobel de Literatura hubiera sido declarado desierto.
Sorprende menos –en ese ritmo– que ahora lo reciba Rómulo Gallegos. Dentro de la línea establecida, quizá nadie lo merece tanto como él. Y la circunstancia especial de que sea sudamericano –de que sea vecino nuestro, casi pariente de los colombianos– es un motivo de que registramos con satisfacción la escogencia de su nombre para el presente año.
Este texto fue publicado en abril de 1950 en El Heraldo, el periódico de Barranquilla donde GGM trabajaba como columnista. William Faulkner finalmente ganó el premio Nobel apenas meses después de este artículo. Sin embargo, se considera que Faulkner fue Nobel de Literatura en 1949, porque ese año el galardón quedó desierto y la Academia Sueca se reserva el derecho de entregarlo al año siguiente. García Márquez erró su vaticinio y claramente no imaginaba su propio destino.
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