Domingo, 20 de abril de 2014 | Hoy
Por Alvaro Bisama
Aprendí a leer a Gabriel García Márquez arriba de un micro, cuando tenía quince años y volvía del colegio. Mi colegio quedaba en Viña y yo vivía en Villa Alemana. Antes que un clásico de la literatura americana, Cien años de soledad fue para mí un libro largo que servía para aliviar ese viaje que duraba casi una hora. Creo que leí casi todo el boom así, para escapar del tedio de esas horas muertas en un bus. No sé si me marcó. Quizá sí. Había algo cercano ahí, algo que le podía parecer honesto a un escolar como yo, que había crecido en un pueblo donde un adolescente veía a la Virgen, acarreaba multitudes, sufría estigmas y llenaba de luces el cielo. Así eran las cosas: cuando tenía quince, los relatos de Macondo lucían casi documentales y el realismo mágico era un realismo a secas. Por un rato, ese mundo se parecía al mío. Además, estaba esa prosa, que aprendí a sacarme de encima casi de inmediato y reconocer en los malos imitadores; esa prosa barroca y pegajosa que después parecía casi kitsch, que fue plagiada mil veces, que se volvió una caricatura y una consigna para el odio, que era capaz de describir un continente y una época como si se tratase de una tierra prometida.
Por supuesto, exagero. O no tanto. Por ahí, Frédéric Beigbeder se refiere a Cien años de soledad como una “Buena Vista Social Biblia” o algo así. Por lo mismo, me imagino que leer a García Márquez en su momento de esplendor debió haber sido duro, debió doler. En El jardín de al lado, una de sus novelas más sentidas, José Donoso mascaba esa rabia para procesarla. Su protagonista era un escritor que venía escapando de la dictadura de Pinochet y trataba de redactar esa novela macondiana que sentía que el mundo le exigía. Ese libro lo iba a sacar del anonimato, del karma de ser una eterna promesa, del horror gris que es la literatura chilena. No podía. Se perdía en Barcelona, todo se le iba de las manos, se hundía en el laberinto de su propio resentimiento. Por lo mismo, ahora es fácil entender contra qué se quejaba Donoso, qué lo atormentaba: era aquella sugerencia de que era imposible pensar Latinoamérica sin García Márquez. Las grandes obras tienen eso, se comen al mundo porque son capaces de modularlo y con las novelas de Macondo pasaba, parecía que habían inventado un lugar imperecedero parecido a éste, confuso como éste, algo a medio camino entre la ambición y la suerte, entre el delirio y la extrañeza.
Pero todo se pudrió. Terminó convirtiéndose en una especie de memoria turística, un paisaje exagerado. El mismo García Márquez tuvo que ver con aquello, aunque tal vez nos equivocamos. Le cargamos la mano. Quizá nos equivocamos: nos enseñaron a leer a Macondo como una utopía, cuando en realidad era una forma de la nostalgia, un modo de acomodar la memoria, de inventar una lengua, de transar con el paisaje. Pero todo envejeció muy rápido, se llenó de relatos apócrifos, se entrampó con la historia. Del caso Padilla al McOndo de Fuguet; del horror de las dictaduras a las mujeres muertas de Ciudad Juárez, todo conspiró acotando las novelas de García Márquez al tamaño de un parque temático, un sitio candoroso y desbordado por un continente real cada vez más feroz.
Por lo mismo, no es raro que su última gran novela –El amor en los tiempos del cólera– fuera, en cualquier de los casos, un relato melancólico, algo que podemos ver ahora como una despedida. El realismo mágico había sido reemplazado ahí por un camp modernista, por Amado Nervo y Rubén Darío, por las imágenes de unos ancianos que eran los últimos habitantes del siglo XIX que tenían sexo en un barco a contracorriente. Funcionaba, pero había algo triste ahí, una ligereza que ahora podemos leer como nostalgia.
Estos días, no podemos dejar de recordar que en sus mejores libros los héroes siempre son ancianos, viejos soldados que vienen de guerras que nadie recuerda, héroes marchitos suspendidos en el tiempo esperando nada. Ahí están el coronel y sus gallos, el viejo Aureliano Buendía que sobrevive y languidece recordando revoluciones que se le confunden en la memoria, aquel Simón Bolívar terminal y sin patria, el dictador y su abandono. Hay algo en esos personajes que los vuelve entrañables. Quizás es su parecido con el García Márquez final, como si todos remitieran desenfadadamente a su autor, prefigurándolo y sugiriendo que el mejor mérito del colombiano había sido indagar alguna vez en la dignidad casi épica de esa gloria crepuscular; en describir un mundo que no sabe qué hacer con esas figuras terminales que se han vuelto artefactos anacrónicos, pedazos de un tiempo histórico que ya no los requiere. Repito: García Márquez se parecía a ellos porque quizás eso era él para nosotros, alguien que recordaremos como uno de sus personajes: una figura enjuta que lustra sus armas de guerra oxidadas, las que, a veces o casi siempre, tienen balas dentro que nos hacen sangrar, que nos vuelan la cabeza.
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