Domingo, 20 de abril de 2014 | Hoy
Por Alan Pauls
Cómo me fastidiaba García Márquez cuando clase tras clase, como una letanía militante, lo escuchaba repetir su fórmula triunfal: temas latinoamericanos + relato hollywoodense. No sé si el triunfalismo se justificaba. Corría 1987 y el Muro de Berlín seguía en pie, pero todo era frugal y precario en La Habana y ya había algo rancio en la jovialidad arrogante y descerebrada con que los obesos turistas soviéticos que despreciaban a los mozos y chapoteaban gritando en la pileta del Hotel Nacional se jactaban de ser los dueños de la isla. Pero la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños se había inaugurado un mes atrás, con la bendición –entre otros– de Francis Ford Coppola y los trece latinoamericanos que nos juntábamos todas las mañanas para cursar el taller de guión con García Márquez participábamos de algún modo de ese clima de euforia. Todo se derrumbaba (como nos enteraríamos sólo dos años después), pero algo parecía empezar con la Escuela de Cine de Cuba: una especie de latinoamericanismo nuevo, a la vez resignado y ambicioso, para el que ya no bastaba con dar batalla en las páginas de una novela o las paredes de los museos. La batalla, ahora, había que darla en el campo de las instituciones. La resignación, por supuesto, era hija directa del desastre de la revolución, el sueño de los ’70. La ambición, el eco que los complicados años ’80 encontraban en las fuerzas que el desastre de la revolución había dispersado.
El director de la Escuela era Fernando Birri, el “último soñador” del cine latinoamericano, pero su programa estético-político tenía poco y nada de lírico. Temas latinoamericanos + relato hollywoodense. Esa era la utopía profunda –la última– que animaba el proyecto de San Antonio de los Baños. Y si a mí me fastidiaba –a mí, que siempre había mirado con desconfianza todos los latinoamericanismos menos los suicidas: el de Glauber Rocha, por ejemplo, o el de Raúl Ruiz–, era básicamente por su “humildad”, por la carga de mediocridad que sentía latir en su pragmatismo, por la tristeza de su reformismo y su obsecuencia. No me acuerdo exactamente en quién pensaba García Márquez esas mañanas cuando enarbolaba la consigna, pero supongo que en películas eficaces como Gente como uno, en progresistas como Robert Redford o Warren Beatty, tipos que exploraban las convenciones de un Hollywood bienpensante y que –lo más importante de todo– tenían éxito masivo. (No creo siquiera que se mencionara una sola vez un antecedente como el de El beso de la mujer araña, el precoz experimento de internacionalismo indie de Manuel Puig, Héctor Babenco y David Weisman.) El modelo pregonado por García Márquez era el de la narrativa americana clásica ultra-standard, intimista, que la televisión había reformateado, profesionalizándolo, entre fines de los ’70 y principios de los ’80. Narrativa de conflictos fuertes, paroxística, basada en la identificación, inmediatamente legible, donde la materia política, si aparecía, sólo apareciera de manera indirecta, disfrazada, “traducida” a la jerga insospechable de los dramas personales, domésticos, familiares, etc. Ese era el caballo de Troya que había que rellenar con “nuestros” temas, “nuestras” problemáticas, “nuestros” intereses: lo que en su discurso de recepción del Nobel llamó “nuestra realidad desaforada”. Para García Márquez, “lo nuestro” era la Realidad y sólo la Realidad, suerte de Materia Prima Original que no había logrado hacerse un lugar en el mundo por un error de packaging o de presentación, un desliz imperdonable al elegir el idioma del manual de instrucciones. Es decir: un problema de formas. Daba por sentado que las formas que había que elegir eran las formas del éxito, y en materia de cine las formas del éxito eran las formas narrativas de Hollywood.
Tampoco me acuerdo si eso –contrabandear relleno latinoamericano en un envase aceptablemente hollywoodense– fue lo que efectivamente hicimos a lo largo de los dos soleados meses que duró el taller. Sé que el programa no incluía teorías sobre guión, ni bibliografía especializada, ni el análisis de películas, ni la lectura de guiones ajenos, ni la visita de guionistas que trasmitieran sus experiencias en la materia. En rigor, no había programa alguno. Sólo una “idea” (tan resignada y ambiciosa como la fórmula): escribir en dos meses una historia a veintiocho manos. Es decir: una historia ciento por ciento latinoamericana, teñida de los colores locales de las nacionalidades involucradas en el taller. No recuerdo que hubiera un solo intercambio de ideas a lo largo del taller. García Márquez, con gracia y buen timing, los disipaba tan pronto como despuntaban. Discutir le parecía una pérdida de tiempo (y acaso uno de los motivos del desastre del sueño de los ’70). Tenía una alergia particular a las teorías (que ni siquiera le interesaban como ficción); nuestras urgencias eran prácticas (teníamos una nueva ciudadela que conquistar: el mercado, sustituto del poder), y asociaba la teoría (cualquier cosa más o menos abstracta o conceptual que pudiera oler a teoría) con alguna forma de masturbación, sutil pero inexorablemente insatisfactoria.
Por supuesto, García Márquez no se equivocaba (y yo era un chichipío que en plenos años ’80 creía todavía en el suprematismo). ¿En qué, si no en su fórmula, voy a pensar cada vez que veo películas como Diario de motocicleta, que la encarnan a la perfección y prueban no sólo que era posible sino que es eficaz, que tamizada por los manuales de guión de Syd Field “nuestra realidad desaforada” no sólo encuentra un lugar en el mundo sino también un valor, un precio, un prestigio, un Oscar? No, no se equivocaba en eso –como no se equivocan los que piensan que para que el exotismo funcione en mercados extranjeros es preciso traducirlo al paladar local–, como tampoco se equivocaba al pensar que las novelas ya no eran los campos donde librar la batalla (y poco importa que la batalla fuera por los mercados y no por el control del Estado). Hoy, el legado más productivo de García Márquez no es literario sino institucional. No es Cien años de soledad (nadie en el mundo escribe hoy en esa huella) sino la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano de Cartagena, y no es la literatura de ficción sino la crónica, género más apropiado, hoy, para dar cuenta de “nuestra realidad desaforada”, que de un tiempo a esta parte viene recorriendo el mundo como un fantasma latinoamericano.
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