Domingo, 20 de abril de 2014 | Hoy
Por Gonzalo Martínez
Un mediodía, al fin, lo conocí personalmente. Desde entonces, ningún reportaje ni retrato volvería a ser lo mismo.
Sucedió en 1983, muy poco después de que Gabriel García Márquez había ganado el Premio Nobel. Recibí una llamada de mi papá, Tomás Eloy Martínez, a eso de la una de la mañana. Alegremente me preguntaba si quería pasar a tomarle unas fotos a Gabo en su hotel al otro día. Esa noche no pude dormir y puntualmente estuve allí para la cita acordada. La velada de la noche anterior se había prolongado hasta altas horas y cuando llamé a la habitación de Gabo, Mercedes, su mujer, me pidió con toda dulzura que volviera a llamar en media hora. Y así sucesivamente, de media hora en media hora, se hizo el mediodía. Lo más extraño de todo es que en ningún momento sentí que molestaba. Luego de una relajada espera, se abrieron las puertas del ascensor: allí estaba él, con su bondad tan enorme, y una generosidad que no volvería a sentir en ninguna otra entrevista a personajes grandiosos.
No recuerdo mucho de estas fotos, salvo hoy en el día del adiós, cuando me reencuentro, luego de más de treinta años, con estos negativos. Me quedó grabada la frase: “Gonzalo, vente, vamos a desayunar”. Le pedí que no dejara de hacer nada de lo que quisiera hacer esa mañana, ya bastante intruso me sentía. Mercedes nos dejó un rato a solas y todo fluyó. Algunas de estas fotos reaparecen hoy, pero no es lo más importante. Sí fue importante para mí ese instante, cuando la imagen se detuvo en una familiaridad difícil de explicar. Mientras yo le hacía fotos, Gabo me comentaba lo que iba leyendo del diario.
En el año 2010, cuando falleció mi padre tuvimos el honor, junto a mi hermano Ezequiel, de recibir una invitación de la FNPI para viajar a Cartagena por un homenaje que le realizaban al “viejo”. En el marco de varios acontecimientos que sucedieron por esos días, pude volver a ver a Gabo. Por medio de Jaime Abello, entrañable amigo en común, pude conocer más la intimidad de “los García Márquez”. Fue entonces cuando volví a constatar su sencillez y por sobre todo su ternura. Un día antes de mi regreso a Buenos Aires, caminando por las calles de Cartagena vi un tumulto de gente. Era Gabo sentado y esperando en su auto, mientras su mujer hacía unas compras. Le sugerí a Mercedes la posibilidad de hacerle algunas fotos a Gabo sin ninguna expectativa de que esto fuera factible. Ella me respondió: “Vente a almorzar mañana a la casa”. Esa noche, treinta años después, tampoco pude dormir. Al día siguiente, al llegar a su casa, una vez más fue Mercedes –la mujer de toda su vida– quien me facilitó poder estar a solas con él. Como si esto fuera simple, así nomás, me encontré otra vez con él leyendo el diario. Volvió a comentarme lo que leía en voz alta. Algo así como un “déjà vu”, como si el tiempo no hubiera pasado, la magia, la bondad, la grandeza allí, todas en él, intactas. Hicimos las fotos –esta vez no pude evitar pedir tomarme una foto con “el más grande, maestro de maestros”–. Luego disfrutamos el almuerzo.
Cuando llegó la hora de partir, Gabo me acercó el ejemplar de Cien años de soledad que yo le había dejado días atrás. Al leer la dedicatoria me encontré con que en la primera página había tachado la palabra “soledad” del título y la había reemplazado por “felicidad”. Me había dedicado “cien años de felicidad”.
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