Domingo, 20 de abril de 2014 | Hoy
Por Juan Forn
Durante años, GGM hizo creer a los lectores que su método para ponerlos en trance era pura herencia genética: decía que escribía sus libros tal como su abuela contaba historias en la cocina de la casa familiar de Aracataca. Comparaba el acto literario con el hipnotismo: la técnica de un escritor era la suma de clavos y tornillos para construir un ritmo respiratorio que no se pudiera romper, porque entonces el lector despertaba, se caía de la alfombra mágica.
También decía que nunca leía lo que escribían sobre él porque tenía miedo de descubrir sus propios trucos y ya no poder repetirlos. Coquetería pura. O, mejor dicho, astucia disfrazada de coquetería: el viejo zorro prefería que lo consideraran un buen salvaje antes que someterse a hablar de su proceso creativo, de su arsenal técnico, de su bolsa de trucos. Explotando al máximo los beneficios de la lengua caribe (esa lengua que ignora con tal naturalidad el temor a lo cursi y a lo retórico, que con ella parece que se pudiera contarlo todo), GGM supo construir un modo de contar de un encanto infeccioso, tan infeccioso que disimulaba hasta la invisibilidad su habilidad estructural, su endiablado conocimiento de los mecanismos del relato.
Nunca habló de eso. Pero en sus memorias (las del famoso epígrafe: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”), se decidió a contar aquello que nos había mezquinado siempre: el modo en que se hizo escritor, la historia de cómo aprendió el oficio de contar historias. Un escritor se hace leyendo, dijo, no sólo los libros que tiene a su alrededor sino también el entorno que lo rodea, y los mejores escritores son los que leen con los cinco sentidos, tanto los libros como la realidad. Lo aprendió precozmente en la insólita escuela Montessori que había en Aracataca, con su insólito método de sensibilizar a los alumnos: “Allí aprendí a afinar el olfato y el paladar, al punto que he probado bebidas que huelen a ventana y panes viejos que saben a misa”. Eso es leer con los cinco sentidos, eso es leer la realidad, para GGM.
Con la escuela secundaria (en un liceo cercano a Bogotá, donde uno de los pupilos debía leer cada noche en voz alta a los demás en el gran dormitorio común) llegó el siguiente deslumbramiento: el efecto hipnótico de un libro cuando se lo lee en voz alta, el efecto doblemente hipnótico cuando se lo empieza de nuevo al llegar al final. “Aprendí entonces que sólo deberían leerse los libros que nos fuerzan a releerlos.” Un tipo que lee así, escribe así también: entiende rápido que, así como leer es releer, contar una historia es contarse una historia: uno cuenta una historia para ver cómo termina. Escribir, dijo GGM, es lograr que la ínfima pero enorme distancia que hay entre contar una historia y escuchar esa misma historia como si nos la contara otro, se contraiga hasta desaparecer.
La anécdota sobre el principio de Crónica de una muerte anunciada es el mejor ejemplo. Recuerdan por supuesto aquellas líneas iniciales: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar despertó a las 5.30 de la mañana”, escribió GGM, y siguió escribiendo como un poseído hasta el final del capítulo, feliz y contento. El problema es que al final del primer capítulo, Santiago Nasar no había muerto todavía y GGM supo que estaba en problemas porque, de ser él mismo el lector de ese libro, esa interrupción (el paso a la página siguiente, al capítulo siguiente), lo mandaría inmediatamente al final del libro, a espiar si Santiago Nasar efectivamente moría o cuál era el truco. Así que volvió a sentarse con lo que ya tenía escrito, estuvo quemándose la cabeza una semana y le agregó apenas una línea. Santiago Nasar ha salido de su casa con el alba, todos los que se cruza en su camino saben que lo van a matar, pero todos se hacen a un lado para poder contemplar panorámicamente el desenlace. GGM ya tenía a todo el pueblo en la calle, entre ellos a la madrina de Santiago Nasar, corriendo como una loca en busca de su ahijado para precaverlo, para salvarlo, y se limitó a agregar una voz anónima que le grita a la madrina cuando la ve pasar: No se moleste, Luisa Santiaga. Ya lo mataron. “Y ahora sí que no les quedaría más remedio que leer línea por línea el resto del libro. Para saber por qué carajos lo habían matado”, decía GGM con una risita cascada, ya viejito y corto de aire, en un documental que pasaron de trasnoche el otro día, cuando ya se veía venir que se nos moría en cualquier momento.
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