Domingo, 25 de mayo de 2014 | Hoy
Por Juan Carlos Kreimer
Treinta años de no verse. Ya se han puesto al día y dado un panorama básico de sus derroteros. De repente ese viejo amigo reencontrado sonríe solo, como si hubiera un tercero delante de ustedes. ¿Te acordás, dice, cuando llegaba la hora de cenar y nadie tenía un mísero vuelto para aportar y éste desaparecía y al rato volvía con una bolsa llena de verduras y frutas? Hasta algún pedazo de carne se traía para el guiso. ¿O aquellas noches (da por sentado que te acordás), en que hacía un frío terrible y se ponía toda la ropa que encontraba? ¿O cuando tuvimos que dormir en el pasillo porque había trabado la puerta desde adentro y no escuchaba nuestros golpes? ¿Y aquel espejo en 45 grados que había instalado en la ventana para que entrara un poco de sol?
Vagamente. Alguna vez lo acompañaste al mercado a juntar alimentos que los puesteros dejaban de lado. Es cierto, había un quematutti en la sala. Sí, cuando llevaba a alguien cerraba como si fuera el único que vivía ahí. Lo de la ventana, mmmhhh.
Según tus registros, El Mosca sólo estuvo unos pocos días en ese departamento colectivo. Lo que te sorprende no es la memoria epocal de ese viejo amigo sino cómo el tiempo convierte en algo heroico situaciones que allá y entonces aparecían como dramas. Tipos verdaderamente patéticos. Cómo, al ser evocadas, esas mitologías personales toman otro sentido del que pudieron inspirarlas.
Otros momentos vividos juntos, con personas que ambos conocieron o con las que coincidieron en algunos circuitos, vuelven al presente con ese tipo de agregado entre romántico y rimbombante que les da lo que se les omite, olvida, disimula, no se nombra.
Eso que pudo haber tenido al Mosca o a otro de protagonista adopta una magnitud, si no falsa, desproporcionada. Difícil precisar cuánto puede haber de recorte, cuánto de exageración, cuanto de la necesidad de idealizar. Entra en un campo donde la perspectiva de la distancia torna la evocación más interesante que los hechos. Y hace caer en la trampa de lo autocelebratorio.
Supongamos que le ratificás los hechos que menciona y hacés como que los recordás de la misma manera. Llegás incluso a imaginar al Mosca tal como tu amigo lo describe. Sin hacer la menor rectificación en las escenas ni comentario que pueda empañar el aura de su mito. Callás y admitís que efectivamente fue así... Bien, así se construyen los relatos, lo que antes se llamaban leyendas.
No es que sean falsos. Están recubiertos con miradas que les dan otras tonalidades.
Para esa parte de cada uno que en el fondo sabe que no fue del todo así, lo indigerible es cuando, por no quedar afuera o no parecer aguafiestas, empezás a creerlos. Dejás de ver las intenciones, deliberadas o inconscientes, que las impulsan. Al servicio de qué causa están construidas. ¿Qué pretenden de vos: una confirmación, una coautoría?
Los recuerdos tienden a construirse más sobre la última vez que los recordamos –cómo te la contaron, cómo te la contaste– que sobre lo que fue. Y no siempre vuelven a casa.
Sin que te des demasiada cuenta te vas volviendo cómplice de lo que se les agrega o ajusta para que luzcan hazaña.
A medida que la distorsión propia de la épica avasalla lo ocurrido –y a cualquier versión que difiera– el relato empieza a colonizarte.
Negarte a recordar los hechos como quieren los recuerdos y los recordadores te expulsa del pacto de lealtades y silencios que buscan quienes le ponen esa épica. Mi amigo quizá lo haga por una necesidad de compensar en su pasado, rico en vivencias y anécdotas, días y semanas de 365 días que se le repiten sin que ahora (le) ocurra nada apasionante. Los que manejan las informaciones, en el mejor de los escenarios, porque la necesitan para reafirmar su identidad, o para sostener el entusiasmo de las primeras horas. Y el poder, claro.
Como fuera, esa parte tuya que no se la traga y hace fuerzas por mantenerse alerta es, ni más ni menos, un espacio de resistencia. Un reaseguro para no enloquecer descuartizado por el constante tironeo entre tu percepción de lo ocurrido y cómo quieren que lo resignifiques. Un aguijón para seguir creíble cuando te hablás a vos mismo. Aunque estés equivocado.
¿Qué es un héroe sino esa voz implacable que avanza sobre la realidad desde ese sinceramiento? Alguien que no sólo dialoga con lo que se le presenta: también lo interroga.
En la literatura o el cine, vaya y pase. Te dejás llevar por la alegoría. Pero cómo hacer para ir en contra de la épica aplicada a encumbrar figuras cercanas. Que si hoy las ves venir te dan ganas de cruzarte de vereda.
El Mosca, en verdad, robaba comida en los mercados.
No, él la liberaba, superpone tu amigo.
Y lo del espejo es algo que se le atribuye. Estaba desde antes que llegáramos y fue otro quien raspó las cagadas de palomas hasta dejarlo brillante para que refractara un poco de luz natural.
Bah, detalles..., suelta tu amigo entre parpadeos y una encogida de hombros. Detalles que no le hacen.
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