Domingo, 1 de junio de 2014 | Hoy
CINE Rodada íntegramente en un set de filmación, concretamente una fábrica abandonada de Parque Patricios, Lumpen, la primera película como director de Luis Ziembrowski, encara la vida de una familia en un punto oscuro del conurbano bonaerense. Pero lo hace desde un lugar lejano al costumbrismo, planteando interrogantes estéticos sobre el cine de vanguardia y también cierta opacidad en los personajes que resulta al mismo tiempo perturbadora y refrescante
Por Mercedes Halfon
El protagonista de Lumpen se llama Bruno y es fotógrafo. En la primera escena de la película viaja en un remis y escucha al conductor contar con simpatía, y frente a su hijo sordomudo, cómo le realizaron una fellatio ocasional. “No escucha nada”, aclara –por si hiciera falta– el remisero señalando al niño. Bruno está incómodo, resopla y mira por la ventanilla, pero por alguna razón no dice nada. Esa sensación de incomodidad y decidida pasividad frente a un estado de cosas abyecto es el clima que se impone en Lumpen. Un guiso espeso de personajes con distintos grados de oscuridad, que Bruno observa temeroso e impedido. El cargado adjetivo que da nombre a la película no alude a nadie en particular, sino más bien a ese mundo o submundo en que tiene lugar la historia. Una esquina perdida del conurbano bonaerense, donde entre un almacén que atiende un hombre que sólo habla guaraní, una remisería llamada “San Tropes” (sic) y una fábrica cerrada y ocupada, vive Bruno, parte de una vecindad en la que no existe nada parecido a la buena convivencia.
La película, con guión del escritor Iosi Havilio (Opendooor) es el debut en la dirección de Luis Ziembrowski, un actor con una nutrida carrera en cine, teatro y televisión, y con una impronta particular, más allá de los contundentes personajes que ha interpretado en films como Sudeste (2002), de Sergio Bellotti, o más recientemente en la obra Sonata de otoño, dirigido por Daniel Veronese. Esa voluntad de forma, esa intensidad que siempre manifestó como intérprete, ha sido plasmada esta vez en una imagen por fuera de su cuerpo y de su rostro, pero aun así mantiene una relación palpable con esa espesa conmoción, esa vibración singular que lo convirtió en uno de los actores más potentes de nuestra escena. Lumpen también es así: independientemente de la historia que se cuenta, hay un estado, una atmósfera cargada de tormenta. La construyen también actores notables: Sergio Boris como Bruno en un protagónico de lujo, Diego Velázquez, María Inés Aldaburu, Analía Couceyro, Gabo Correa y gran, gran elenco.
Bruno tiene un hijo adolescente y una novia llamada Ruth. Su familia es levemente diferente del entorno donde vive. Una clase media empobrecida en un contexto de definida marginalidad. Bruno está en un estado de permanente paranoia que no comparten ni su novia –una bailarina un poco distraída– ni su hijo, que sí tiene un marcado interés en lo que sucede afuera de su casa. La fábrica de enfrente fue ocupada por un ex trabajador, un lacónico aficionado al boxeo, que atrae como un imán al hijo de Bruno. Qué pasa entre ellos dos es uno de los misterios que se tejen a lo largo del film. Hay, también, vientos de revuelta popular –que recuerdan un poco el clima 2001– y es una mujer mayor en silla de ruedas la que trae al barrio el discurso de la lucha. De más está decir que en ese estado no parece muy destinada a ganarla. Aun así Bruno cierra la puerta cada vez que el sonido de cantos y bombos se acerca.
Hay que decir que la película está grabada en su totalidad en un set de filmación, precisamente una ex fábrica del barrio de Parque Patricios, ambientada con fines cinematográficos. A esa locación única como espacio se le suma una cámara móvil, en mano, que dibuja largos planos secuencia. Ese encierro que vive el protagonista y su “crisis moral” que lo imposibilita a actuar en cualquier dirección, encuentran su manifestación visual en esos planos perturbadores que van y vuelven siempre en recorridos similares, topándose con los mismos recovecos y las mismas caras. El sonido está explotado también en un sentido más expresivo que realista, orientado a manifestar el modo en que este fotógrafo recibe su entorno, muchas veces desoyéndolo, ensimismado en su cuartito rojo de revelado.
Pero a todas las conflictivas situaciones del orden familiar, que se extienden a lo barrial y de ahí a un problema de “clase” –Bruno podría pensarse como el típico caso del burgués venido a menos aterrado por la idea de caer del otro lado de la zanja– Lumpen le suma una discusión estética. Desde la tipografía de su afiche, con la letra N invertida, parece venir a traernos aires soviéticos. En el inicio del film, la paralítica revolucionaria emite unos programas de televisión piratas titulados “Interferencia popular”, donde se habla del cine de Sergei Einsenstein. Se describe La huelga, Octubre, pero luego la señal se corta y Bruno confiesa ante la pregunta de su hijo que no recuerda cómo termina la película. De algún modo ese recuerdo y ese olvido parecen señalar, por fuera de la anécdota, al cine argentino mismo. Como si volver a traer esas preocupaciones al presente lo que finalmente muestra fuese una especie de falsa conciencia, que en este caso más que política es estética. Como si dijéramos: ¿Qué sucede con la herencia del cine de vanguardia, con el cine experimental que se opuso a la naciente retórica del cine espectáculo americano? ¿Qué sucede con este discurso en el cine contemporáneo de esta ciudad? ¿Es posible hacer tales preguntas? El olvido del protagonista acerca de la conclusión/síntesis de la película –y por ende de la propuesta– pareciera cerrar esa reflexión de un modo irónicamente negativo.
Esa es la apuesta más interesante de Lumpen. Que pese a mostrar lo peor de la peor marginalidad –los remiseros ejerciendo de proxenetas, abusadores, fachos rompedores de asambleas populares, acosadores de adolescentes– no es hacia allí a donde parecería estar dirigida la dura mirada de la película. Es hacia el fotógrafo que insiste con la cámara analógica, pero que cierra las puertas al cambio social, que niega la comprensión a su hijo, que tiene tanto miedo de perder que ni siquiera sabe cuidar. En ese paraje entre la remisería, el almacén y la fábrica abandonada, que parece haber quedado marginado de la historia, se plantan estos personajes confundidos, afectados, con una opacidad inusual en las pantallas porteñas. Como a través de un vidrio oscuro, nos brindan una perturbadora imagen del presente.
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