Domingo, 17 de agosto de 2014 | Hoy
CINE Primero dijo que se retiraba del cine, y estrenó, con unos pocos meses de diferencia, una película sobre strippers, Magic Mike, y otra sobre la industria farmacéutica, Efectos colaterales. Después de encontrar refugio en el cable para su premiada biopic sobre Liberace, Steven Soderbergh está de vuelta con The Knick (que puede verse por el canal Max, de HBO), una ambiciosa serie de televisión sobre el nacimiento de la medicina moderna a principios del siglo XX en Nueva York, curiosa y sangrienta épica plagada de aventuras impactantes. Radar asistió a su presentación en Los Angeles, donde el director de Sexo, mentiras y video contó por qué lo sigue fascinando el cine de los ’70 y por qué cree que la revolución pasa por la TV.
Por Juan Manuel Domínguez
Desde Los Angeles
“Lo simple, en mis propios términos, es darse cuenta de lo importante que es aterrarse, sentir nervios. Sentirse un novato aunque se tenga definida una identidad, o una identidad a desarmar en el set, en la experiencia, en el diálogo. Yo hoy no siento eso en el cine. Ni en mi cine ni en todo el resto del cine. Había llegado a un punto en que ir a filmar me resultaba un tedio, un impuesto a mis ganas, y ése fue el instante en el que tuve que salirme. Claro que es mi culpa, por supuesto, pero también es que el cine cambió. Su paradigma ahora es económico ante todo. El tamaño y la economía. Es ese cambio el que ha permitido, junto con su propia revolución, el avance de la televisión en la agenda cultural mundial, desplazando al cine y a la música.” Así habla Steven Soderbergh sobre su cambio de medio, sobre su anunciada salida del cine, hace poco más de año, y sobre su regreso a través de la televisión. Alguna vez, a los veinte y pico, dirigió Sexo, mentiras y video (1988), la película ganadora de la Palma de Oro sobre la que se fundó una revolución indie americana bicéfala (mitad sincera, mitad mercachifle), que dio pie y cuerpo al imperio de los hermanos Weinstein y su hoy alicaída Miramax (la compañía que luego, cuando era distribuida por Disney, hizo éxitos como Tiempos violentos, Clerks y Shakespeare apasionado). Inmediatamente después de aquel debut-revelación, Soderbergh patinó “de una forma –dice– que hoy sería imposible: ya no hay lugar al error de autor, el fundamental error de autor, en Hollywood”, con cuatro fracasos (Kafka, King of the Hill, The Underneath, Gray’s Anatomy), se formateó (con Schizopolis, de 1996) y volvió al mainstream con Un romance peligroso, una adaptación de Elmore Leonard con su amigote y socio George Clooney, y con Jennifer Lopez. A partir de ahí, generó un cine de estilo seco, “que simplemente buscaba, sabiendo que no podía serlo, como ese cine de los ’70 que se definía tanto por su éxito como por sus ambiciones y complejidades”, creó un pingpong entre sus modos sofisticados, densos, incluso petulantes (Che, el argentino, Burbuja, Confesiones de una prostituta de lujo, Todo al descubierto, Intriga en Berlín) y sus pasos de género en el Hollywood Boulevard: Vengar la sangre, Magic Mike, el club de amigos de Danny Ocean para la saga La gran estafa, Erin Brockovich, Traffic, Contagio, El desinformante, Efectos colaterales.
Pero ahora el juego cambió. Los estudios no querían saber nada con su biopic Behind the Candelabra, es decir, la historia de Liberace, que finalmente encontró refugio justamente en la televisión de la nueva edad dorada, en HBO, y desde allí arrasó con los premios Emmy (llevándose diez, incluidos director, actor y telefilm) y se llevó los Globo de Oro a mejor telefilm y mejor actor (Michael Douglas). “Un lindo final para una carrera en el cine: arranqué en una cama y termino en otra, sólo que infinitamente más rococó y glamorosa”, decía un mes atrás Soderbergh, en una rueda de prensa en Los Angeles a la que Radar tuvo oportunidad de asistir, y en la que se presentaba su nuevo cinematográfico proyecto: la serie de televisión The Knick, el lugar al que volvió, que no parece ser sino la continuación de lo que hizo siempre, por otros medios. Es decir, Soderbergh vuelve tras un retiro de un año, en el que pintó, hizo teatro y creó su propia bebida alcohólica, Singani 63, en cuyo anuncio intencionalmente kitsch se puede leer: “Esta mierda te va a dar vuelta”, y se muestra el director al lado de una oveja, y se suma, ahora de manera definitiva (no como cuando, once años atrás, dirigió algunos capítulos de K Street), a esa nueva TV a la que, en la opinión de muchos, se ha mudado el cine. Se suma a lo que, según dice él mismo, es “la revolución de la TV que sólo alguien que cree demasiado en la nostalgia diría no está sucediendo”.
Estrenada el pasado viernes por Max, de HBO, la primera temporada de The Knick (ya se confirmó la realización de una segunda) presenta un relato de época. “Quería volver a ser el chico pesado del barrio”, dice Soderbergh. “Pero lo que quería no era construir un diorama de Nueva York en el 1900. La verdad es que estaba rechazando proyectos, y mi representante me dijo: tenés que ver esto. Y sentí que si no lo hacía me iba a arrepentir. Pero sólo iba a hacerlo si podía dirigirla por completo yo, es decir, como si fuera una película de 10 horas. Y me lo permitieron”. Ese “esto” según Soderbergh, “tiene todo lo que me interesa de una ficción”. Algo difícil de conceptualizar en un hombre y artista tan prolífico y ecléctico que fue capaz de filmar una remake de Solaris de Tarkovsky (con George Clooney), así como también una película de acción femenina y feminista con cero víscera, filosa como pocas (La traición, 2011). Esto viene a ser esta vez, la historia, cuasi basada en hechos reales y en el libro Genius on the Edge, de un jefe de cirugía del 1900 llamado John Thackery, a quien en la serie interpreta un Clive Owen que mezcla a Doctor House con un personaje húmedo de esos que averiaba Edgar Allan Poe. Un cirujano brillante pero cocainómano, que está al borde de la revolución que crearía la cirugía moderna.
El título de la serie alude al Hospital Knickerbocker, institución neoyorquina en la que, al comienzo mismo del siglo XX, se cuentan las dramáticas vicisitudes personales y profesionales de cirujanos, enfermeras y otros matasanos, que son aquellos que intentan llevar la medicina a su siguiente escalón evolutivo en una época de pocos antibióticos y altísimas tasas de mortalidad. El drama-de-hospital que establece el guión se parece bastante a los del mundo real a principios del siglo XXI: escasos recursos, inversiones casi nulas, cada vez más pacientes. Es en este contexto que Thackery hace sus experimentos, desafiando los límites de la medicina tradicional, a la vez que varias barreras sociales (y raciales) y morales de su tiempo. Thackery tiene su némesis en el Knick, en el joven y no menos prodigioso Algernon Edwards (André Holland), quien cuenta con el apoyo de Cornelia Robertson (Juliet Rylance), la hija de un millonario con gran influencia en el hospital. Y esto es sólo el comienzo.
“Dramas de clase, sangre, tripas, ciencia, corrupción, los sedimentos de la medicina moderna como negocio y como verdadera evolución y avance; Nueva York”, dice Soderbergh, explicando su fascinación por esta historia. “En la primera escena del primer capítulo está todo: en esa parte, gráfica en tanto expone sus órganos al aire libre, sabiendo cuándo es gratuitamente gráfica y cuando, valga el término, quirúrgicamente gráfica, se definen mis modos y los de la serie. Si eso no te gusta, listo, esto no es lo tuyo.”
Gran amigo de Soderbergh, David Fincher definió a The Knick diciendo que era algo así como Hospital, del legendario guionista de guionistas Paddy Chayefsky –suerte de precursor del estilo filoso y político de Aaron Sorkin–, pero dirigida por Jack el destripador. Soderbergh sabe que podría ser arrinconado en su renovada fe catódica bajo la lupa del resentimiento, de aquel que fue alguna vez la revolución del cine indie, luego usina de huevos de oro, pero que más tarde ya no conseguía financiar sus proyectos aunque tuviera a Clooney, Matt Damon y Brad Pitt en el speed dial de su celular. Soderbergh canta retruco: “Mi sentimiento de desidia para con el cine no surge del hecho de que mi cine haya cerrado un ciclo. Primero, y lo vi venir cuando no conseguía dinero para hacer Traffic (su película ganadora del Oscar a Mejor Director, Mejor Actor de Reparto, Mejor Guión Adaptado y Mejor Edición), entendí que el paradigma económico bajo el cual yo hacía películas estaba en extinción. Y así fue. Tomá como ejemplo los años ’70, no mi cine: las películas más vistas de esa década eran también las mejores que se filmaban. Yo crecí a la sombra de directores como Coppola, que cuando tenían dinero hacían películas como El padrino. Hoy claramente no es así. Ni va a serlo de vuelta. Ya no hay películas que quieran ser audaces, que quieran ser complejas, que nazcan de las dudas e inquietudes de los directores. Al menos en los términos del Hollywood grande. Y encima, por cómo funcionan hoy en el mercado global, las películas se salvan de sus propios errores: los errores de su cine elefantiásico; sólo contribuye al bullicio actual”.
La esperanza de una televisión de autor frente a un cine adocenado: de eso habla Soderbergh. “Un mundo donde las películas prácticamente no se diferencian entre sí es aterrador. Y ahí vivimos. Hollywood hace películas en masa y la gente las consume así. Si la gente quisiera otra cosa, se la pediría. Pero esa otra cosa ahora la buscan en la TV. Si pudiera hacer lo que me gustara, haría toda Breaking Bad en TV y estrenaría el final, de dos horas, en el cine. Creo que es vital darse cuenta de que hoy hay más posibilidades de entender un relato, de poder contar algo, en la televisión antes que en el cine. Ya no existen nuestras viejas fronteras, son una mera línea en la arena y nosotros creíamos que era un océano de distancia. Yo, por ejemplo, filmé The Knick como una película larga, en mis propios términos y con mis ideas. Editando, eligiendo la banda de sonido, actores, haciendo fotografía. El futuro es la televisión de autor, donde el creador entiende que a pesar de los tiempos más tiranos un director le puede dar más, digamos, ‘cine’ a la televisión. True Detective es un gran ejemplo de eso.”
Soderbergh habla de Coppola como su propio “tótem de cine, de lo que el cine supo ser grande de espíritu y no sólo de tamaño”.
¿Hay algún nombre de la TV que tenga la misma resonancia?
–No. Pero desde que aprendí que lo que se espera de mí no son pinturas u obras de teatro y sí películas o, digamos, series, empecé a pensar todavía más en lo que David Chase hizo con Los Soprano.
Enseguida insiste con que no está “hablando de contenidos, que los tenía y muy poderosos, sino de alguien que no tuvo miedo en cambiar formatos: la TV actual le debe su forma a Chase, liberarse de tener que ser tantos capítulos o arrancar en determinado momento del año. Chase es responsable de la revolución de la TV. Chase e Internet. La música y el cine no supieron entender, o no les sirvió tanto el flujo de información, al menos no tanto como a la televisión. La TV necesita de ese diálogo, y da un sentido de pertenencia que el cine y la música ya no dan. Genera una idea, a veces ficticia, de un ida y vuelta. En un mundo donde, por ejemplo, las películas no le hablan a nadie, eso es algo. Yo no sirvo para Internet”.
Tal como muestra la lista de películas que hacen a su obra (“a la cual no le veo ningún rasgo de personalidad, de autor: creo que todo, para mí, está en el proceso antes que en el resultado”), Soderbergh ha paseado por los géneros con patines, con botas de alpinista, con zapatos deportivos, surfeándolos. Lejos de su otro roce con el drama hospitalario (Contagio) o de su puesta en escena de los hilos (de acero) corporativos detrás de la medicina (el thriller travieso de Efectos colaterales y su mordisquito a la industria farmacéutica y la adicción norteamericana a la medicina estabilizadora de los estados de ánimo), The Knick es una serie donde Soderbergh está “plenamente consciente de la tradición que implica en la TV norteamericana”. Pero, dice, “hay que estar dispuesto a triturar algunos pilares básicos, sobre todo si se quiere aprovechar lo indestructible de ese imaginario. Pero para mí el encanto estaba en jugar con el género, usarlo como mapa arquitectónico, pero construir algo que aunque se vea igual no sea lo mismo. Quería disparar estructuras en distintas direcciones y eso te lo permite la fortaleza del género”.
Finalmente, agrega: “Si hay algo que me fascina de The Knick es que se puede ver de primera mano, y hasta directamente en entrañas, la importancia del arte de resolver problemas, un lugar donde la ideología tiene poco que hacer. La cirugía necesitaba cambiar. Eso no implica que no lo haga de una forma contaminada. Entonces, está la historia de ese cambio y también la historia de su propia contaminación, que es paralela a su crecimiento positivo. Está eso que necesita cambiar y el cambio. Y nada más. La ideología suele ser aquello que traba la solución de los problemas concretos. Pero es imposible evitarla: es otra historia más, otra forma de narrarnos, y ése es nuestro epicentro: cómo nos narramos. Y es en esos términos que decidí ahora ser mi propio juego, volver a contar, a narrar, a resolver problemas. Salir de mi zona de confort. Ahí te salís de lo gigante, de tu propio gigantismo, y aprendés. Y eso es lo único que quiero ser hoy, por ahora: la historia de alguien que decidió aprender mientras creaba historias que Hollywood ya no quiere contar”.
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