Domingo, 17 de agosto de 2014 | Hoy
TEATRO Spam, de Rafael Spregelburd, atrajo la atención de críticos y analistas que no suelen tomar al teatro como referencia de sus reflexiones. Quizá porque en esta obra más modernista que posmoderna, con ritmo frenético y entrecortado, pero también buscando sostener la belleza y la narrativa, se busca atrapar lo permanente en medio de la dispersión.
Por Mercedes Halfon
Pocos meses atrás se estrenó Spam, último trabajo en teatro de Rafael Spregelburd. Al mismo tiempo, su director protagonizaba El crítico, de Hernán Guerschuny, en el cine. Entonces se sucedieron las notas y entrevistas donde él hablaba sobre la relación entre su trabajo como actor en las grandes pantallas y su obra teatral. También hubo textos de personalidades de la cultura, que habitualmente no consideran escribir sobre teatro, pero que esta vez se sintieron interpeladas por la obra. Algo atrajo la atención de unos y otros para venir a los albores del Abasto a ver una obra de más de dos horas, en una silla de plástico. ¿Será que este autor es, como anticipó involuntariamente su última película, también y fundamentalmente, un crítico? Obviemos el paso de contar brevemente el argumento de Spam, porque no se puede contar brevemente este argumento. Es una obra hecha de restos de muchas otras: de resabios de los eruditos intereses lingüísticos de Spregelburd de siempre; de salpicaduras de consumos masivos –canciones de Britney Spears, Europe, rosadas muñecas parlanchinas ocupando la mitad del escenario–; de modernista música atonal y maquinaria tecnológica –camaritas, grabaciones– ejecutada en vivo por Federico Zypce, y que llegan a nuestro oído como desde abajo de un océano plagado de desechos tóxicos.
Todo comienza con un profesor italiano que pierde la memoria: Mario Monti. Estamos en la bella Italia con sus inmensos tesoros culturales, un lugar ideal, sin duda, para pensar el pasado, o hacernos una idea de la maravilla del arte y la cultura clásicas. Mario Monti está en un hotel llamado precisamente Caravaggio. Pero este profesor no puede recordar nada, ni al astro de la pintura barroca, ni lo que hizo dos días atrás. Ha perdido la memoria y sólo tiene consigo una notebook con una cuenta de mail a la que llega correo basura. Esta puede ser una salida, piensa: ¿se podrá remediar la amnesia con wifi?
Spam es, no nos olvidemos, una “ópera hablada”. La historia está fragmentada y numerada, y su protagonista va interpretando las escenas al azar, siguiendo una línea rítmica, no-cronológica. Con todos sus maltrechos y desordenados plots argumentales, se parece más bien a un thriller teatral que tiene como centro la cultura contemporánea. Ese es su núcleo crítico, centrífugo. Spam piensa la cultura contemporánea en ciertas manifestaciones puntuales: el tiempo, la transmisión del saber, la memoria, a la luz del espejo deformado que nos brinda el mundo virtual. Spam es basura virtual, trash, pero también el modo en que a veces se manifiesta en nuestra casilla de correo, en la intimidad de nuestra computadora personal, el presente global en ofertas tramposas. “¡Agrande su pene!” “¡Soy Andreína Potozievna y necesito ayuda monetaria, sólo conteste este e-mail!” Y esto, claro, escrito con ese lenguaje inventado de las traducciones automáticas del Google, como si finalmente se tratara de un distópico sánscrito actual.
Como en Apátrida, su última obra, Spregelburd plantea un mecanismo que lo pone como protagonista textual, junto a Zypce como protagonista musical. Un dúo inseparable, pero de sentido inverso. Spregelburd nos taladra con su argumento dislocado, roto, mientras que su socio es el científico de los sonidos que cuenta algo similar, pero de un modo no articulado. Un discurso envuelto en el acople inconsciente que genera: voces extrañas, ruiditos de consolas, sonidos acuáticos, instrumentos insólitos.
Como actor, Spregelburd está realmente arriba: parece esos frenéticos conductores de madrugada que incitan a los espectadores a llamar por teléfono para ganarse un espectacular premio participando de un juego que, de tan fácil, es evidentemente falaz.
Un profesor de Lingüística italiano está solo y amnésico en la isla de Malta, pero puede contactarse con una ex alumna a la que alguna vez plagió, con la mafia china, con herederos de un traje de James Bond o con un grupo de artistas revolucionarios que graban mensajes siniestros en muñecas hermosas. Sin embargo, nadie parece verlo a él verdaderamente, un personaje estallado, hasta su nombre fue borrado de Internet. Un empleado de una inmobiliaria, a quien conoce por casualidad, le dice que, según los mayas, falta poco para el fin del mundo. Le aconseja que vaya a donde alguien lo esté esperando. Que vaya a ese lugar y abrace a esa persona. Si la memoria puede fallar, si los dispositivos de almacenamiento externo, sea computadoras o lenguaje, también pueden borrarse, tal vez ésa sea la única posibilidad de encuentro con una experiencia directa del mundo y del presente. Eso es lo único que valdría la pena.
Spam es, obviamente, una obra apocalíptica. Eso no es nuevo: Spregelburd siempre ha coqueteado con las teorías del caos, las conspirativas; la paranoia es –además del nombre de una de sus obras– un motor de su poética. Muchas veces, el teatro sirve para observar otros mundos posibles, la actuación es creadora, la poesía nos permite despegar de nuestra realidad. Spam, en cambio, nos aplasta la nariz en este mundo, los cambios imperceptibles de nuestro modo de vivir en él, el aislamiento esencial al que estamos acostumbrándonos. Habla sobre el presente, de un modo, sin embargo, más modernista que posmoderno, no renuncia a narrar, a construir un relato abarcativo, a ser un teatro dramático, a buscar un sentido final.
Por eso es que Spregelburd logra hacer del teatro una máquina de la sospecha. Ahí radica el poder de su crítica: en hacer una obra que abandona la representación convencional, pero no “el sentido”, no las ideas. Una de las últimas imágenes que se disparan es un atardecer en el mar donde ya casi no se ven pájaros. Estamos destruyendo todo lo vivo y, sin embargo, la belleza continúa. Así de ardiente y hostil es Spam. Al salir, su movimiento centrífugo no se detiene. Todo lo disparado por la obra sigue moviéndose. Nos vamos intranquilos, casi asegurada una noche de insomnio.
Spam se puede ver en Teatro El Extranjero, Valentín Gómez 3378, jueves y viernes a las 21, sábados a las 16.30.
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