Dom 05.07.2015
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AMANTES DEL RELATO

› Por Albertina Carri

No nos importa el cupo. No nos preocupa la representatividad. No hay temas más importantes que otros. No estamos desesperados por explicar cada una de las letras (lgbtiq) y sus múltiples diferencias. Lo que nos importa, nos preocupa, nos desespera y nos desvela, es el cine, y la representación, o mejor dicho la representación cinematográfica de un punto de vista; que nunca es uno sino muchos que convergen en una estética, la ética de la insolencia. Lo que nos importa es eso, la utopía de libertad, la necesidad del desparpajo narrativo para hablar de un modo de vida, de una forma de ser y estar en este mundo y que esa forma se pueda leer en la puesta en escena y no en una enumeración de temas. Creo que con estas palabras comenzamos, con Diego Trerotola y Fernando Martín Peña, las reuniones de programación de Asterisco I, allá por agosto de 2013, y como no puede ser de otro modo, el tiempo nos fue modificando, moldeando esa idea de la representación insolente y celebratoria de las identidades lgbtiq. El ensañado paso del tiempo y la acumulación de imágenes que trajo consigo, fue rectificando nuestro camino hacia esta segunda edición de Asterisco, y nos encontramos con que lo narrado en la pantalla desbordaba nuestra expectativa primaria: la de mostrar un cine que no se suele estrenar comercialmente en Argentina y al que tampoco los festivales de moda dan mucho lugar pero que además se entrega al relato de los afectos, la intimidad y los goces de una comunidad tan diversa como sus narrativas. Para dar cuenta de esto en la primera edición de Asterisco hablamos de found footage –esa técnica que el cine de terror tomó como propia aunque venía del underground o cine experimental– como si con todas las películas se pudiera editar una gran y ambiciosa obra de ciento cincuenta horas o se pudiera encontrar allí al menos una épica de lo tribal, tomando como propios incluso los relatos que nos representan como abyectas, monstruosos, atroces o perversas para reivindicarlos como parte de esa ética de la insolencia.

Ahora Asterisco cumple dos años y con esa rozagante juventud declara(mos) que no va(mos) a dejar de tomar la teta pero sí empezará(emos) a balbucear palabras más complejas y a formar frases más largas que trasciendan en el tiempo y se instalen en la memoria. Así, con esa alegría que da la boca llena de leche y el cuerpo gozoso luego de recibir su alimento, esta edición amplía su horizonte a relatos homo-proto-punk-hardcore, al romance criollo, a películas de cárcel de mujeres, a cortos, largos y medios de todos los continentes y de todas las especies y géneros, a protagonistas adolescentes, adultos mayores, trans, queer, lesbianas –vampiras y de las otras–, gays e intersex; felices, amargados, desterradas y festivas. Y se da el lujo de tener obras de directores ocultos como Eloy de la Iglesia o Jenni Olson y de culto como Leonardo Favio o Peter Greenaway. En esta transformación necesaria e inevitable es que el festival se convierte en cine expandido, rebasando su propia identidad y convirtiéndose en cita obligada para los amantes de la cinefilia, para las amantes del relato, para todos y todas aquellos y aquellas que estén dispuestos a ser atravesados y atravesadas por narraciones que desafían los cánones de las relaciones cis hétero patriarcales capitalistas. El binario de género y la heterosexualidad obligatoria son una forma de dominación por la que estamos dispuestas y dispuestos a seguir narrando hasta lograr su destrucción y empezar a narrar de nuevo en un mar de entrañable disidencia y amoroso entendimiento.

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