Domingo, 8 de noviembre de 2015 | Hoy
Por Francisco (el Negro) Juárez
Hace seis años fuimos juntos a dejar unas flores en la tumba de Osvaldo Soriano en Chacarita. El Tano, y preferentemente Giorgio, como algunos íntimos llamábamos a Antonio Dal Masetto, dejó atrás su proverbial desdén a los homenajes, incluso aquellos que se le destinaban a propósito de los muchos premios literarios que mereció su fecunda y exitosa trayectoria literaria. Odiaba las presentaciones de libros propios o ajenos, o tener que firmar ejemplares de sus cuentos y novelas en la Feria del Libro. No era una pose sino la secuela del carácter reservado y tenaz propio del hombre solo que quiso ser siempre. Tampoco tenía predilección por los cementerios.
Pero ese 29 de enero del 2009, décimo segundo aniversario de la muerte de Soriano, me acompañó. Entró a la necrópolis con alguna resignación y me susurró la viscosidad de su ironía: “Y bueno, Negro, tendremos que ir acostumbrándonos”. Pero no volvió más, por lo menos hasta el jueves pasado cuando de camino al crematorio interrumpimos esa marcha del ritual funerario. Nos detuvimos unos minutos frente a la tumba de Soriano. Gran capricho existencial: nos volvimos a juntar los tres, ya no como los jóvenes que éramos a fines de los años ’60, filibusteros de la noche, la bohemia, el humo de tabaco y la canilla libre del mejor tinto (cuando churrasqueábamos en la desaparecida parrilla cobijada bajo la recova de Alem y Paraguay, por ejemplo), o como aquella vez en Tandil con el Gordo Soriano ya vuelto del exilio en que fuimos a grabar unos bloques para un programa que dirigí y produje en ATC (hoy TVP) apenas terminó la última dictadura militar.
Esta vez, unos minutos apenas junto a los hijos (Daniela y Marcos), y Rita, su hermana, familiares y amigos más íntimos, me animé a rescatar alguna anécdota de los tiempos felices, allí en la ciudad del silencio y bajo los enormes eucaliptos que custodian a Soriano. Entonces se rompió la represa de mi memoria y las viejas imágenes de entonces, las charlas políticas, las redacciones de diarios y revistas, cuando buscábamos títulos ingeniosos, pero por sobre todo textos surgidos de irreprochables investigaciones en tiempos que preferíamos ser el mascarón de proa de la verdad, en medio de las peores tormentas y jamás ceder a la primera marejada.
Giorgio (porque al parecer el acta de su bautismo en Italia agregó el nombre Jorge), mantuvo durante toda la vida sus convicciones abroqueladas, el carácter firme y una sonrisa casi cándida pero sin concesiones. Se sabe, quiso ser pintor con paletas chorreantes de colores al óleo, pero cuando a los 18 años dejó Salto y a su familia de inmigrantes en la llanura bonaerense, la ciudad frente al río marrón quiso devorárselo. Los sueños de pintor de retratos, paisajes o naturalezas muertas cambiaron por uno de sus tantos oficios, en este caso a brocha gorda. Después vino lo demás. Imposible de sintetizar.
Su vida, su tenacidad de escriba insaciable, dará, seguramente, invalorable material para algún biógrafo de fuste.
Hace unos años la salud fue quitándole esperanzas, mezquinándole proyectos y ensombreció su futuro con nubarrones de tormenta. Como Giorgio fue el hermano varón que no tuve, nuestros encuentros se hicieron semanales y las charlas telefónicas cotidianas. También el ir y venir del correo electrónico, las consultas, la revisión de textos, frecuentes y despojados de mutuas vanidades. En los últimos años, gran parte de los comentarios sobre libros, publicaciones y política, los trocamos obligadamente por un tema recurrente: la salud. Y hace unos dos meses, me animé a hablarle de la muerte, “porque somos viejos pero no inmortales”, me justifiqué. Incentivados por los peores avatares de la política, intuimos que quizás se venía la noche. Esto último deseché incluirlo en mi breve charla bajo los eucaliptos. Pero crepitó mi angustia y me quebré. El fúnebre con Giorgio al frente de los automóviles, se puso enseguida en marcha hacia el crematorio. Entonces de su vida, solo le quedó el silencio.
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