Domingo, 8 de noviembre de 2015 | Hoy
Por Miguel Grinberg
Abro un ejemplar de Eco Contemporáneo, el número 2: enero-abril 1962. En la página 27, ocupando cinco más, se despliega uno de sus cuentos más emblemáticos: “Lacre”. “Formamos una extraña pareja los tres. Ella allí, debajo de la mesa, cada vez más lívida. La otra, en el fondo de la pileta, dura e inmóvil como un trocito de carbón. Y yo, de espaldas sobre la cama, escrutando el techo desde hace tres días. Tres días bien pueden dar la pauta de la eternidad.” Un hombre, una cucaracha y el cadáver de una mujer.
Me doy cuenta de algo singular: en el colofón de la página 2 todos los autores publicados tienen obra, antecedentes, entre ellos Alejandro Vignati, Francisco Urondo, Alberto Cousté, Clarice Lispector, y otros. Los tres editores (Antonio Dal Masetto, Juan Carlos de Brasi y yo) ni media línea. Eso nos igualaba: carecíamos de biografía. No éramos alguien. Igual que el número inicial, habíamos encuadernado estas 96 páginas a mano, pliego tras pliego, impresos en un pequeño taller gráfico provincial (San Andrés). Éramos tan inexistentes, que el dueño de las librerías Fausto (Gregorio Schvartz), tras hojearla nos vaticinó: “A ustedes se los van a comer los piojos.” No le dimos el gusto.
La portada ostentaba un dibujo en tinta de una especie de Hamlet en calzoncillos, con una calavera en lo alto. Nos lo había cedido su hermano Alberto, juez laboral en Quilmes, donde Dal Masetto trabajaba como asistente judicial y mediador en los conflictos pequeños, para disolver la belicosidad de las partes enfrentadas. La faena le resultaba muy entretenida.
Verano 1958: teatro Caminito en La Boca. Salida de artistas. En cartel, La Zapatera Prodigiosa, de García Lorca. Espero a mi amada Lelia. A unos 25 metros de distancia, pero sobre la misma vereda, está él, esperando a su amada Ethel. No sé como se llama, pero sé que está allí, semana tras semana. Sabe como yo que las chicas son amigas y compañeras en el elenco. Pero me ignora. O lo ignoro. Cuando salen, ellas se despiden animadamente y cada una enfila hacia su galán. Y nos vamos con rumbos diferentes. Yo estoy tomando clases de arte escénico en la Sociedad Hebraica. Ella estudia con la maestra Hedy Crilla. Compartimos la poesía de Pablo Neruda y Pedro Salinas.
Invierno 1960: teatro Sindical de Cámara en San Telmo. Me han convocado para interpretar al capitán de un crucero turístico (una comedia leve). Como sábado y domingo hay dos funciones, durante el intervalo pido un sándwich que llega desde la pizzería de la esquina. Cargo un disco de João Gilberto en la cabina de sonido y disfruto la bossa nova en la penumbra de la sala, masticando sin apuro. De pronto, desde el fondo del teatro surge una voz que exclama: “¡Linda música!” – Iniciamos un diálogo sobre nuestras fantasías de conocer Brasil. Cuando se encienden las luces para dar acceso al público de la segunda función, verifico que es él. ¿Qué hace en ese teatro? Pues su novia Ethel es parte del elenco. Ella nos presenta: él se identifica como “Giorgio” y no como “Antonio”. Quedamos en seguir charlando.
Verano 1961. Habíamos decidido viajar a Brasil como mochileros, por tierra. Llevamos una carpa montada según el plan de la Asociación Argentina de Campamento. Su jefe, Alberto de la Vega, le encargó que le haga una reserva en una posada de Río de Janeiro durante el Carnaval carioca. Allá fuimos. Salimos en tren desde Federico Lacroze a Posadas, y de ahí en colectivo hacia Puerto Iguazú. Acampamos en las Cataratas. Es la noche de Año Nuevo y no queda un alma en el lugar: solamente nosotros. Bien tarde se desata un temporal. La carpa lo aguanta, pero sentimos cómo el agua fluye por debajo del piso de hule. Tengo pesadillas: visualizo una carpa flotando en el océano. Con la luminosidad del amanecer, corro con cautela el cierre relámpago de la puerta. Giorgio sigue durmiendo. Miro hacia afuera y me topo con la mirada de una iguana que me observa con gran curiosidad. Al mediodía llegan unos camioneros y nos convidan un plato de fideos. Más tarde, cruzamos el río en balsa hacia Foz. Pernoctamos en una posada rea. Vamos hacia Mafra (Río Negro) donde un tío de mi madre tiene una tienda de ramos generales. El viejo nos lleva en auto hasta Curitiba. Es tiempo de vacaciones y no hay pasajes a São Paulo, donde otro hermano de mi abuelo materno tiene una casona con piscina en la isla de Guarujá. Giorgio es un buen conversador y disfruta las incógnitas de la situación. Le cae bien al empleado de la ventanilla, que de pronto nos llama agitando los brazos. Hubo una devolución municipal y hay dos boletos hacia Río de Janeiro. Aceptamos. Decidimos hacerle primero la reserva a Alberto, y después rumbear hacia la piscina bacana. En Río nos atrapó el Carnaval. No fuimos a São Paulo. Nos instalamos en la Casa do Estudante. Y hasta acampamos en la isla de Paquetá. Giorgio agotó su mes de vacaciones y volvió solo a Quilmes. Yo me quedé tres meses más noviando con una bella garota de Ipanema. Subimos juntos al Cristo del Corcovado. La tristeza no tiene fin. La felicidad, sí.
Invierno 1961. Ya de regreso, nos hicimos habitués de una pizzería de Corrientes y Paraná: La Comedia. No se llama más así. Todas las noches se reunían allí poetas, escritores y gente de teatro. Ambos nos pusimos a hacer apuntes de viaje. Giorgio alucinaba con las cucarachas de las pensiones baratas del centro porteño. En “Lacre” decía: “Vivimos horas esencialmente cucarachianas.” – No esperaba este desenlace, che. No terminaste la novela cuyos dos primeros capítulos publicaste en la Eco. Cuando te lo hice recordar, confesaste que habías olvidado el resto de la trama. La habías titulado La pirámide y la cucaracha. Rescato el párrafo inicial: “Cuando nací llovió. Y mi madre asegura que al cuarto día abrí un ojo, eché una mirada de desaprobación. Allí fue donde comenzó todo... Desde entonces aquí estoy: apático y desterrado por el simple hecho de haber abierto uno solo de mis ojos a la fría luz del mundo y haber vislumbrado un poco de la triste verdad.”
Tano: te recuerdo panza arriba junto a la carpa en Paquetá, canturreando una balada ignota, con los dos ojos abiertos hacia el horizonte, vislumbrando el lado verídico de la tristeza.
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