Domingo, 17 de enero de 2016 | Hoy
Por Juan Andrade
Quizás porque sabía que, si volvía a convocar a sus viejos compañeros de aventuras, la excursión lo iba a llevar por paisajes conocidos, como había ocurrido en The Next Day, el trabajo de 2013 con el que rompió una década de silencio discográfico. Quizás porque se había copado con Kendrick Lamar y su visión particular sobre el hip-hop, esa apertura mental que le permite a la estrella rapera brillar en el cielo del género con un vuelo propio que se alimenta de vertientes disímiles. Quizás porque estaba decidido a dejar otra vez al mundo entero con la boca abierta, David Bowie se metió por última vez en un estudio de grabación con la misma clase de energía que lo había llevado a ser durante décadas un grande entre los grandes. “El objetivo era, de todas las maneras posibles, evitar el rock & roll”, lo sintetizó Tony Visconti, su histórico productor y testigo privilegiado de la gestación de Blackstar, el contundente y proteico heptágono de canciones con el que el marciano mutante más admirado y respetado de esta galaxia se despidió del planeta Tierra.
Una noche de primavera de 2014, el saxofonista Donny McCaslin creyó ver desde el escenario del 55 Bar a una figura extrañamente familiar que, silenciosamente, se acomodó entre el público para escucharlo tocar junto a su cuarteto de jazz experimental. McCaslin se hizo la misma pregunta que los parroquianos que podía haber aquel domingo en un reducto ubicado sobre una tranquila calle del West Village de Nueva York: “¿Ese de ahí no es David Bowie?”. La confirmación llegó diez días más tarde, cuando recibió un correo electrónico en el que el mismísimo Duque Blanco lo invitaba a él y al baterista Mark Guiliana a compartir una sesión de grabación. “Pensé: es David Bowie y me eligió a mí, y me está mandando un email a mí”, recordó el hombre del saxo –el mismo instrumento con el que, dicho sea de paso, el remitente había dado sus primeros pasos en la música– en una nota publicada por la edición estadounidense de Rolling Stone. Bowie los había descubierto gracias a una recomendación de Maria Schneider, compositora y líder de su propia big band.
El plan inicial solo contemplaba el registro de “Sue (Or in a Season of Crime)”, que fue incluida como novedad en el compilado Nothing Has Changed, en una primera versión, más orquestal. Pero esa canción de tranco sincopado fue la célula inicial del organismo creativo en ciernes: en enero de 2015, Bowie convocó al cuarteto en pleno (que completan el pianista Jason Lindner y el bajista Tim Lefebvre) para que se le uniera en el estudio Magic Shop del downtown neoyorkino. Y ahí empezaron a darle forma al que sería su vigésimo quinto y último álbum. Cada sesión podía durar siete horas y, según Visconti, la intensidad del cantante y guitarrista pasaba de 0 a 60 apenas salía del control y entraba en la sala. “Sus performances vocales eran siempre deslumbrantes, sorprendentes”, lo describe el productor. Una vez que la banda completó su aporte, Bowie y Visconti siguieron trabajando en las voces, cortando y retocando las partes con un efecto llamado ADT (automatic double tracking). Y fue ese minucioso tratamiento de doblaje el que terminó de darle a Blackstar su pátina fantasmal, ominosa y onírica.
Definitivamente, el resultado es conmovedor por donde se lo escuche. No sólo porque llegó a las disquerías apenas dos días antes de su muerte, sino también porque es la demostración fehaciente de que el artista que acababa de cumplir 69 años y que había encabezado varias revueltas estéticas a lo largo de su carrera, todavía era capaz de reinventarse a sí mismo. Igual que en sus mejores épocas, el álbum abre en la escena contemporánea una puerta de comunicación posible con un futuro más o menos cercano. Después de una tríada de discos (Heathen de 2002, Reality de 2003 y el más reciente The Next Day) en la que se dedicó a revisar su propio catálogo de rock clásico, Blackstar muestra a Bowie pateando el tablero una vez más. Un nuevo salto al vacío que lo reconecta con su esencia de eterno vanguardista. Y aunque que por momentos remite a su fascinación por la electrónica en tiempos de Earthling (1997) o a la trama oscura que envuelve a joyas berlinesas como Low (1977), lo que se escucha es tal vez su obra más “neoyorkina” y del siglo XXI: una especie de trip-hop tracción a sangre, la vertiente más osada de jazz puesta al servicio de un corazón nacido en las mismísimas entrañas del arte pop.
Bowie había pensado en James Murphy como una suerte de productor asociado, pero el fundador de LCD Soundsystem sólo llegó a grabar un par de percusiones antes de seguir camino. De alguna manera, Blackstar suena como si la búsqueda experimental de los Radiohead de Amnesiac hubiera llegado finalmente a buen puerto de la mano del artista antes conocido como Ziggy Stardust, Aladdin Sane o Thin White Duke. El protagonismo que adquiere el saxo de McCaslin le confiere al asunto un aire de free pop, sostenido por una base dúctil y voladora que se amolda a patrones rítmicos irregulares y armonías inestables, afines a las disonancias. Entre las líneas de esa polirritmia que va del funk al drum’n’bass, salpicada de programaciones, teclados y texturas guitarreras, emerge la voz de Bowie para describir una ejecución en un escenario de ribetes fundamentalistas (“Blackstar”); para hablar de putas que golpean como tipos (“Tis a Pity She Was a Whore”) y el desamor (“Sue…”); para recrear el slang de la comunidad gay londinense de los 70 y mezclarlo con la jerga de la pandilla de La naranja mecánica (“Girl Loves Me”).
Los tópicos que recorre el álbum abarcan el aislamiento, la locura, la lujuria, la muerte. La proximidad de esta última emerge, con su enigmática oscuridad y su carga dramática, en las dos líneas de una canción popular más citada de los últimos tiempos. “Mirá acá arriba, estoy en el cielo/ tengo cicatrices que no se pueden ver”, parece rogar el músico en “Lazarus”. El video en cuestión lo muestra primero con los ojos vendados, sufriendo sobre una cama de hospital, para luego elevarse y quedar suspendido en el aire. Termina con Bowie metiéndose en un armario de madera antiguo, en lo que hoy se puede ver, a la luz de la triste noticia de su partida, como una alegoría de un ataúd. ¿El performer de las mil y una máscaras, el creador que hizo un culto del artificio, estaba cantando/contando su propia muerte? Todo es posible. Tony Visconti, su compañero en esta y tantas otras batallas, escribió lo que sigue para despedirlo en su perfil de Facebook: “Siempre hizo lo que quiso. Y quiso hacerlo a su manera y hacerlo de la mejor manera. Su muerte no ha sido diferente de su vida: una obra de arte. Hizo Blackstar para nosotros, fue su regalo de despedida”.
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