Domingo, 17 de enero de 2016 | Hoy
Por Mariana Enriquez
No puedo recordar la fecha exacta pero a fines de los 80 vi a Fricción en La República de los Niños. Yo tenía 13 o 14 años. La banda me gustaba pero lo que fui a escuchar era su versión de “Héroes”. Había descubierto hacía poco que, según los créditos del disco Para terminar, la canción no era de Richard Coleman: era de David Bowie. Yo estaba loca por “Héroes”. No la entendía. No sabía a qué se refería con estar parados contra el paredón y las balas silbando cerca de los amantes pero sonaba tremendamente romántico y misterioso. Escuchar “Héroes” en vivo y después recorrer la República vacía con sus castillos a medida era un escenario digno de David Bowie, artificio y collage, traducción, restos, espíritu adolescente, las calles de la ciudad semiabandonada por donde aparecían chicos vestidos de negro con botellas de vino. La primera llave fue “Héroes” en castellano. Un híbrido. La segunda fue el video de “China Girl” que de vez en cuando pasaba alguno de los programas de música de la televisión. ¿Qué era tan impresionante? Además de la canción –hermosa, triste, esa letra que dice “no deberías meterte conmigo/ voy a arruinar todo lo que sos/ te voy a dar televisión/ ojos azules/ y el hombre que domina el mundo” era lo que ahora llamaría “diversidad”: nunca había visto un romance tan franco entre un hombre rubio andrógino y una mujer oriental. La representación masiva es así de importante: si se muestra, entonces existe, y esto no existía antes. Las uñas de la chica china, larguísimas, le daban al video un aire de peligro impalpable y cierta inestabilidad, con Bowie corriendo por las calles. Y la tercera llave fue “Absolute Beginners”, una canción océano, una canción de amor para cantar a los gritos desde una ventana o para llorar de madrugada. Todas eran llaves distintas: llave épica, llave excéntrica, llave clásica. Hubo que juntar varias más para abrir la puerta Bowie y todavía hoy siguen apareciendo diferentes cerraduras y pasadizos y libros secretos en esta biblioteca interminable.
La bowiefilia tiene tantas ramas que la especialización es imposible. Él era una especie de maestro parado en un cruce de caminos, algunos más transitables que otros, algún callejón sin salida. Pero, como dijo recientemente Todd Haynes –uno de los bowiefílicos que derramaron todo amor de fan en la película Velvet Goldmine de 1998– “Bowie redefinió lo que era posible como artista popular, haciendo accesible lo radical y lo visionario”. Una vez sumergidos en la obsesión se podía elegir. La identidad de género: imposible minimizar lo liberador que resultó –que resulta– el hecho de que David Bowie siempre se negara a clasificar su sexualidad. Era liberador en los ‘80, cuando en la película Mala sangre, Denis Lavant corría hacia el futuro con “Modern Love” y era tan relevante porque se moría gente en todo el mundo y tener sexo daba miedo y ahí estaba Bowie, elíptico como siempre pero acompañando la incertidumbre en los años más oscuros del sida, vampiro moribundo en El ansia, o cantando con Freddy Mercury. Liberador para las chicas que se vestían como Ziggy Stardust –este hombre entendía que una mujer quería y podía ser una estrella de rock–; liberador porque ofrecía una imagen que nada tenía nada que ver las masculinidades disponibles y era altamente erótica; los millones que se enamoraron de él en la tapa de Diamond Dogs, donde está desnudo y parece una deidad egipcia, amaron esa belleza de mármol extraterrestre sin preguntarse si era hombre o mujer. Hace nada más que dos años, en el video de “The Stars Are Out Tonight” (de The Next Day) se confundió en identidad y en la cama con los andróginos Tilda Swinton, Andreja Pejic (una chica transexual) y Saskia de Brauw, todos adorados por los adolescentes tumblerianos. Cherie Currie, de The Runaways, escribió en su autobiografía Neon Angel que, cuando vio a Bowie en la encarnación de Ziggy, “me sentí fuerte. Iba a ser como él. Podía ser espantosa y bella, horrible y atractiva, podía dejar de tener miedo”. ¿Horrible? ¿En serio los descastados se identifican con Bowie el esteta, siempre delgado y elegante e hiperconsciente de su imagen? Mucho. Solamente hace falta leer los tributos espontáneos y las catarsis de estos días. El cineasta Guillermo del Toro, que no es un esquelético duque blanco, decía: “Bowie existió para que todos nosotros, los inadaptados, aprendiéramos que la rareza era algo precioso”. David Bowie es el santo de los raros, el que afirmaba que cualquiera podía ser una estrella. Esto es, por supuesto, un disparate. Pero un disparate que los bowiefílicos creemos. Hace dos años, su amiga Tilda Swinton le dijo en un evento público: “Nos diste a los marginales una rara y extraña compañía. Una hermandad. Nos abrazaste y nos dejaste el brazo sobre los hombros. Y nos mantuviste abrigados y lo seguiste haciendo desde hace, no sé, siglos. Eras, sos, uno de nosotros”. Lo dice ella, lo dice la estrella adolescente Lorde, lo dicen los millones que lloran en las redes. Se fue papá monstruo, el rey de los Gnomos, el más hermoso de los feos.
Y ya que llegamos a Laberinto de Jim Henson, se puede hablar de las otras avenidas o corredores que abría Bowie maestro de ceremonias. La del ocultismo, con sus referencias a Aleister Crowley y la Golden Dawn en “Quicksand”, del disco Hunky Dory –y después, en su etapa de cocainómano paranoico al extremo, el exorcismo de su casa de Los Angeles y las lecturas de la iniciada Dion Fortune. La de la música negra con Young Americans cuando nadie creía que se podía renacer tras la decadencia de Motown; la del punk, porque él rescató –en todo sentido– a Iggy Pop y le produjo Raw Power. (“Su amistad fue la luz de mi vida”, dijo sencillamente Iggy estos días). Sus canciones cósmicas (“Space Oddity” que realmente suena como un despegue, “Life in Mars?”, una balada que ni siquiera se trata sobre Marte, “Ashes to Ashes” (“Sabemos que el Mayor Tom es un yonqui/ está colgado del cielo”), “Hallo Spaceboy” de Outside y ahora la lovecraftiana y casi póstuma “Blackstar”) llevan directo a la ciencia ficción y no son solamente su obsesión particular, hay un contexto: en 1969, el año de “Space Oddity” también es la fecha en que la revista “New Worlds”, dirigida por Michael Moorcock, concentraba a autores como Ballard, Samuel R. Delaney, Thomas Disch, Brian Aldiss, incluso Willam Burroughs, si no con textos, siempre con referencias y reseñas–todos desafiaban la mirada positiva de la ciencia ficción, como lo haría Bowie siempre (¿cuántas veces sus canciones son sobre la muerte y el apocalipsis?). Hay pistas de que leía “New Worlds”: el personaje Jerry Cornelius de Michael Moorcock es un agente secreto andrógino que, en su tiempo libre, es una estrella de rock. La novela La mano izquierda de la oscuridad de Ursula K. Le Guin transcurre en un planeta donde transicionar de un género a otro es una rutina. Y se sabe que Bowie amaba una novela que había leído de chico, escrita por la leyenda de la ciencia ficción Robert H. Heinlein: Starman Jones. “Starman” es una de las mejores, si no la mejor, canción de The Rise and Fall of Ziggy Stardust and The Spiders From Mars (1972), su disco glam, narrativo y exquisito. Y por supuesto, el verdadero apellido de David Bowie era Jones.
Se puede seguir. De verdad no termina nunca. Hasta la fallida araña y cursi que usó en el escenario en The Glass Spider Tour se resignificó en la “Maman” de la artista Louise Bourgeois. Como es arriba es abajo, dice la máxima hermética.
David Bowie era un fan. Como muchos fans, tomaba y dejaba, pasaba de página. Tenía una capacidad alucinante para el fracaso: así como destartalaba las ideas establecidas de lo que era valioso en la cultura, a veces sus gustos lo llevaban a desastres y eso pasó durante toda su carrera: desde la incomprensible canción “The Laughing Gnome” de 1967 (una conversación entre Bowie y un gnomo que habla con voz diminuta: no es tolkeniano, es absurdo) o en 1990 el imposible de reivindicar Tin Machine, disco y grupo. Pero él fracasaba y no se resentía. Hasta le causaba gracia. A su éxito de los 80 –que tienen canciones extraordinarias y otras penosas– lo llamó “mi época Phil Collins”. Nunca se volvió un tradicionalista. Seguramente le dolían las críticas pero no lo suficiente para asustarlo. Eso resultaba contradictorio con su fama de controlador y sobrehumano pero también tranquilizador.
Y por supuesto, los bowiefílicos lo amaban igual y disfrutaban sobre todo las mitologías que regalaba generosamente: jamás desmentía, pocas veces impedía. Neil Gaiman exigió a sus dibujantes que su personaje de Lucifer en The Sandman fuese David Bowie. Después de todo, ¡Satán es el “hombre” que cayó a la tierra! Ahora Gaiman acaba de poner online una historieta fan fiction que escribió, ilustrada por el enorme Yoshitaka Amano, que se llama El regreso del duque blanco y es una historia de amor en plan cuento de hadas sobre Bowie y su esposa Iman (la había editado como cuento, pero nunca se habían visto los dibujos). El escritor Steve Erickson usó el Bowie de Berlin –el de los tóxicos años ‘70, que cada noche salía con travestis y con Iggy Pop, el que grabó “Héroes”, el que pintó a Yukio Mishima en una de las paredes de su estudio– para resolver el enigma de su novela These Dreams of You, sobre una niña etíope cuyo cuerpo funciona como una radio. Nick Cave fue a Berlín por Bowie, confesaba hace poco, a esa ciudad dividida, industrial, donde costaba encontrar la poesía: “Para mí Bowie no es un artista. Es mi niñez. Es una especie de inmortal”, decía Cave en 2013. Todd Haynes, ya lo dijimos, le escribió una historia de amor con Iggy Pop y hasta recreó ese ¿mito urbano?, sobre que fue encontrado en la cama con Mick Jagger –pero hay más en Velvet Goldmine. Referencias a Jean Genet. Reflexiones sobre el artificio y la manipulación de la industria musical, el Ciudadano Kane, la moralidad en el arte. Bowie no le dio a Haynes las canciones para la película, no le gustaba cómo aparecía en el guión (a nadie podría haberle gustado). Esa negativa, sin embargo, mejoró la película, la liberó, la dejó más abierta a las referencias y por lo tanto, más Bowie. Velvet Goldmine tiene citas a Oscar Wilde, otra perla en este linaje excéntrico, especialmente esa definición de Bowie que es “dale a un hombre una máscara y te dirá la verdad”. La verdad es la belleza y algo bello es una alegría para siempre, decía John Keats.
Podría seguir pero punto. Lo quiero mucho a David Bowie y estoy muy triste. Trabajar hasta último momento y elegir una despedida sin sentimentalismos, de estrellas negras, botones sobre ojos vendados y camas desoladas debe haber sido un alivio para él. Logró poner en escena su escape final y festejar su cumpleaños. Fue digno y lúcido cuando nadie lo es –cuando es casi imposible serlo. Ojalá no haya sufrido. Ojalá la muerte lo haya tratado con respeto.
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