Domingo, 17 de enero de 2016 | Hoy
Por Sergio Marchi
El momento lo es todo y David Bowie siempre lo supo; es una lección que aprendió dolorosamente en sus años de formación como artista y nunca la olvidó, ni siquiera en el final de su vida, donde coreografió la secuencia de su partida con mente maestra. Una estrella negra (blackstar) es un sol que se apaga; en la inmensidad del cosmos, implica la desaparición de una especie. En nuestra pequeña escala humana, significa que no volveremos a ver algo tan deslumbrante.
Sin embargo, descendiendo algunos peldaños estelares y bajando a la Tierra, David Bowie se revelaba como un ser humano accesible, cordial y con un gran sentido del humor. Tuve la oportunidad de comprobarlo un domingo de 1997 por la mañana, cuando compartí diez minutos de conversación telefónica con él. Una entrevista que no fue publicada por el medio que la solicitó por superposiciones, cierres y demás fatalidades; pero el diálogo encontró su vía de escape aunque tuvo que navegar en la soledad de una cápsula (como el Major Tom), durante unos quince años.
Nunca se sabrá si era un truco habitual o una cuestión de practicidad, pero Bowie me sorprendió llamándome en persona. Nada de intermediarios, sabía mi nombre y se presentó con naturalidad; estableció la distancia aclarando que solo disponía de diez minutos, y midiéndose en las primeras respuestas, como si fueran rounds de estudio. Luego, aclaró los tantos ante una pregunta sobre un retiro que no sucedió, con amabilidad y claridad meridiana. Se rió solo, al reconocer su influencia sobre el resto del rock: “Debo decirte que me siento muy halagado por eso. Estoy contento de haber dejado alguna influencia con mi trabajo. Creo que es muy bueno... ¡para mi vanidad!”
Su humor relajó la charla y permitió hablar de la versión de “Heroes”, una de sus grandes canciones, que hiciera el grupo argentino Fricción, y que aseguró desconocer. Y allí, la malicia de las estrellas operó su magia. “Me encanta saber eso. Debe ser mejor que la que hizo Oasis”. Ante un reparo del periodista, que le dijo que la versión de Oasis no era tan mala, maulló como un gato a pleno confort: “Naaaaah. No sé”. Y fue todo carcajadas. Escucharlo reír hoy es un regalo del cielo. Habría más de eso en la conversación.
Se excusó de hablar de otras estrellas como Elton John (“no sé nada sobre él: no lo conozco”), y dijo que los Stones “son buena gente, pero sus vidas son realmente diferentes a la mía. No estoy muy seguro de cual debería ser la definición de una estrella de rock. Podría hacerlo personal; individualmente, mi vida es muy diferente a lo que era en los 70. En lo formal, ahora soy un animal mucho más social de lo que era. En los 70, era un solitario: yo era mi única compañía. Ahora me siento formalmente cómodo en la sociedad. Creo que eso viene con la edad, con aprender a dejar ir las cosas. Por supuesto que domésticamente me siento extraordinario. Seguro que había mucho más descontento en mi vida cuando tenía 70...”
Ese fallido significó dos cosas, además de que desafortunadamente es una edad que nunca llegó a cumplir. La primera, que había bajado la guardia y que estaba cómodo con el diálogo; y la segunda fue un torrente de carcajadas. “¡Es que ahora voy para atrás! En veinte años, cumplo los treinta”, dijo sin contener la risa, contagiosa, señorial, controlada y, al mismo tiempo, absolutamente franca. Así son las verdaderas estrellas: te envuelven en su estela; seducen al interlocutor luego de haberlo ubicado en el punto exacto. Y hacen de un breve diálogo un momento inolvidable. Bowie también demostró saber salir de un tropezón verbal, con finísima elegancia y humor inglés.
Puede parecer contradictorio, pero es muy coherente que un hombre que ha vivido bajo el escrutinio público le haya puesto un precio tan alto a su privacidad. Así lo expresó en la charla: “Yo siempre tuve una vida muy privada. Muy poca gente ha podido meterse en mi vida durante los últimos treinta años. Al comienzo, yo era tan público porque quería estar en esa situación. Pero cuando no estoy en público, nadie sabe sobre mí. He tenido mucho éxito en mantener mi vida privada solo para mí. Tal vez sea por eso que pude sobrevivir tanto tiempo”. Quizás no todo lo que el mundo hubiera querido: parecía no tener fin y de pronto cerró el telón. Y sin bises.
David Bowie ha entrado en el período de supernova que acontece cuando una estrella colapsa y despide más luz que nunca. “Blackstar” nos atraviesa con su maraña de posibles implicaciones, mientras el resto de su obra se resignifica. El mundo hoy no discute su obra, sino tan solo el secreto que rondó a su muerte. Como si un hombre no pudiera elegir, dado el caso, el modo de marcharse. La indignación de la prensa amarilla que no logra descular el enigma de su muerte, y esa foto final que Jimmy King le tomó el día de su cumpleaños 69, ayer nomás, en la que sonríe con descaro y provocación, es la prueba más evidente de que David Bowie ha triunfado una vez más.
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