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Domingo, 12 de junio de 2016

LA CÁMARA QUE LO AMÓ

 Por Fernando Krapp

Muhammad Ali fue una verdadera estrella de cine. Su rostro –esa invención de la cámara– podía figurar entre las fotos enmarcadas de restaurantes, al lado de los pómulos de Marlon Brando, las cejas de James Dean o la frente lisa y brillante de Montgomery Clift. Su altura, prodigiosa, y sus movimientos de ballet sobre el ring combinados con la gracia de una sonrisa atascada en una enorme aunque armónica mandíbula se desplazaban como si estuviera en un escenario de Broadway o en un sudoroso estudio de cine. La cámara lo amaba. En cada lugar por donde se imponía su figura, había un cameraman registrando el aura de sus gestos y expresiones. No tanto por su locuacidad o su enorme talento en la ultimación verbal o la improvisación poética (otro rasgo claro del Actor’s Studio que dominaba en aquellas épocas), sino por el magnetismo que ejercía sobre la lente. Todos los actores que sueñan con ser grandes actores darían años de sus vidas por algo así. El lo tenía. Y lo sabía. Por eso hay tantos documentales

¿No fue a Vietnam y armó un revuelo mediático y judicial? The trials of Muhammed Ali (Bill Siegel, 2013) reconstruye sus distintos enfrentamientos en la corte ¿Se descubren unos pocos cassettes con audios nuevos de un Ali amoroso con sus hijos? Perfecto: material para I am Ali (Clare Lewins, 2014). ¿Su técnica era desconcertante? Qué mejor que sus legendarios oponentes hablen de su experiencia al recibir sus golpes y opinen en Facing Ali (Pete McCormack, 2009). Pero fue, sin dudas, el documental de Leon Gast, When We Were Kings, estrenado en 1996, merecedor de un Oscar, el que reflotó la imagen de Muhammad Ali como el más grande peso pesado de la Historia del boxeo.

Gast era un director norteamericano que había trabajado para la BBC. Embebido del cinema verité, su intención era hacer un documental sobre el festival que, junto con la pelea, iba a reunir a B.B. King y James Brown con la música africana. Tras quedarse sin fondos, el director encaró a un joven empresario negro del boxeo, de pelo electrizado y nombre italianizado, llamado Don King, para proponerle filmar no solo el festival de música, sino también la batalla y la logística. Es el día de hoy que Gast le agradece al sparring de George Foreman quien sin querer le produjo con el codo un corte muy profundo en la ceja al campeón y dilató la pelea por seis semanas. En ese tiempo de ostracismo y desidia, concentración y diversión, Gast se fue acercando cada vez más a la figura de Ali que lentamente cobró protagonismo en la escena.

El aspirante a campeón no era el favorito pero sí el más carismático. Al principio se mostró reticente con la idea pero de a poco (quizás por no tener nada mejor que hacer) se fue soltando. Podía pasarse horas y horas conversando y actuando frente a la cámara. Hablaba de todo: de su infancia, de su amistad con Malcolm X, de los recientes linchamientos ocurridos en Louisiana. De política, de mujeres, de religión. Cuando Angelo Dundee, su querido entrenador, hacía un gesto de corte, Ali lo sacaba del medio y volvía a ocupar todo el encuadre. Proponía posiciones de cámara de acuerdo con la luz y hasta hacía mover al cameraman al mismo ritmo que él. De a poco se estaba gestando otro Ali, también. Y eso es algo ínfimo, oro preciado en imágenes para cualquier documentalista, que se deja ver en pequeños gestos, movimientos abruptos y gritos de alegría.

El documental se estrenó 22 años después de la pelea, en 1996, cuando Ali salió de una larga oscuridad para encender la antorcha de los juegos olímpicos de Atenas. Gast estuvo todo ese tiempo buscando financiación para la pos producción. Ali no era, evidentemente, la figura mítica que había encandilado al mundo en Zaire en 1974. Y a pesar de haber ganado el campeonato mundial tres veces, el Parkinson que lo empezó a aquejar a los 36 años fue opacando su vida pública. El hombre que se había valido de su cuerpo, de su oratoria y su figura para imponerse ante las cámaras del mundo comenzaba a recluirse. En cierto modo, el documental ganó en perspectiva gracias al tiempo: al estilo verité de las imágenes de Gast se sumaron las cabezas parlantes de varios protagonistas, entre ellos Norman Mailer y George Plimpton. Ali fue también un gran encantandor de escritores. Mailer ganó un premio por su crónica del enfrentamiento para la revista Esquire. Y el costado bienpensante, fino y ultra educado de Plimpton le dio un estatuto teórico a las intervenciones de Ali. Pero esto era Boxeo. Y la narración de Mailer y Plimpton agregan valor narrativo y poético al diseño de una pelea que se transformó en una obra de arte.

1996 fue también el año en que Muhammad Ali recibió una invitación por parte de Fidel Castro para conocer Cuba. El encuentro fue narrado con picardía por Gay Talese (otro escritor fino amante del boxeo) que en su crónica describe la amistad entre el boxeador retirado y el guionista George Howard, que por aquellos años se había asociado con el campeón en una cadena de favores: Ali estaba enfermo y Howard padecía de obesidad. Durante el viaje (que se venía prolongando por seis meses) se ayudaban mutuamente en las falencias. Howard juntó mucho material, y finalmente escribió el guión al estilo de Ghandi y Michael Mann lo llevó al cine en el año 2001.

Ali, la película, no generó el impacto que se esperaba en su momento. El cambio de milenio traía otras consecuencias. El año de las Torres no daba lugar a viejos conflictos (aunque estuvieran siempre latentes) ni viejas alegrías de unificación racial ni social. Ali seguía siendo un personaje controversial, asociado a movimientos sociales extremos (era negro musulmán, algo que encajaba en el nuevo siglo). Y Michael Mann comenzaba a experimentar con el formato HDV (que se volvió marca de estilo en Colateral), aspecto estético que no estaba bien visto en la época. Sin embargo, Ali logra, con sus fallas y aciertos (y con una excepcional fotografía del megapremiado Emmanuel Lubezki) meterse en la intimidad del campeón en aquellos años previos a la pelea con George Foreman. Will Smith hace un esfuerzo descomunal, aunque por momentos le quede un poco grande el papel (lo cierto es… ¿quién podría haber hecho ese papel?). Mann se permite filmar las escenas de pelea con tiempo. Orquestando la puesta en escena al estilo de Scorsese en El toro salvaje, con las posibilidades que le permite el digital de meter la cámara en los puños, y valiéndose también de la enorme cantidad de imágenes icónicas que Ali le regaló a los foto reporteros en aquellos años.

Muhammad Ali mismo estuvo en el set de filmación, y ayudó a Will Smith en la construcción de su personaje. Le demostró cómo noqueó a Sonny Liston despues de enterarse del asesinato de Malcolm X. Cómo le vio los zapatos desde la arena a Joe Frazier. Cómo atacó la cara de Foreman en el primer round de la pelea del siglo, con jabs violentos (“mensajes con castigos” los llamó Mailer). Cómo descubrió, a mitad de pelea, que tenía que cambiar la estrategia porque George Foreman era bueno, quizás más fuerte que él. Cómo descubrió que para ganar tenía que bailar y aguantar, bailar y aguantar, hasta desorientarlo. Y así, con un despliegue elástico del rope-a-dope (cuando un boxeador se atrinchera contra las cuerdas como una heladera Siam), y un desconcertante juego de piernas que le permitía volar (como una mariposa, y picar como una abeja) de una punta a la otra, logró rematar a un cansado Foreman por un K.O. en ocho rounds. Mailer se pregunta en el documental por qué, cuando lo tuvo en el último segundo antes de la caída, no lo remató con la derecha: “No quiso arruinar la estética de ver a un hombre caer” se responde rápidamente Norman con los ojos llenos de lágrimas.

Quizás por esa misma estética de la caída Ali preparó durante diez años su propio funeral. Sabía que todo gigante muere cansado. Pero también se sabía querido no solo por los aficionados al deporte sino por todo un pueblo. El encargado de llevar su ataúd en estos días no es otro que el propio Will Smith, el hombre que lo encarnó en la pantalla grande. Muere una estrella. El campeón ha muerto. Y como si se tratara de un viejo mantra africano cuyo sentido excede a su propio significado, y que en aquella noche de Zaire terminó invocando a un diluvio épico y mágico, podemos repetirlo; muere una estrella, Ali Bumaye, muere una estrella, Ali Bumaye.

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